Cancelar a Putin, no a Rusia
El repudio al ataque a Ucrania del Gobierno ruso no debe confundirse con penalizar a sus artistas y deportistas
También al mundo de la cultura y al del deporte han llegado las acciones de condena a la guerra contra Ucrania. Los ministros de Cultura de la UE acordaron la semana pasada en Angers “la suspensión de los proyectos e iniciativas en curso” con Rusia de carácter deportivo y cultural y la cancelación de los actos programados. Se insta en el comunicado del ministerio español tanto a las federaciones como a los clubes a no adoptar medidas contra quienes rescindan sus contratos con clubes rusos ni perjudicar a quienes decidan suspender actividades programadas con equipos invitados de Rusia o Bielorrusia. También la vida cultural y deportiva ha cambiado después del 24 de febrero.
La aplicación de esas medidas es clara en relación con las instituciones oficiales rusas, pero desaparece esa claridad cuando desciende a la infinita variedad de situaciones individuales que propicia la actividad cultural y deportiva. Habrá que ser particularmente escrupuloso para no incurrir en la estigmatización de todo deportista, artista, músico o escritor rusos como portavoz o representante del presidente Vladímir Putin. Cualquier error en ese ámbito impugnaría el valor de la medida y convertiría a los países europeos en represores indiscriminados de quienes, en realidad, pueden ser activos aliados contra Putin. Los ejemplos ya difundidos son relevantes y empezaron con la renuncia de artistas de primer nivel a representar oficialmente a Rusia en la Bienal de Venecia de abril. Tampoco ha aceptado el encargo su comisario artístico, el lituano Raimundas Malasauskas, porque “esta guerra es política y emocionalmente insoportable”. También desde el interior la respuesta ha sido rotunda y de Rusia ha partido la iniciativa de un manifiesto contra la guerra firmado por los directores de los teatros Bolshói de Moscú y Alexandrinsky de San Petersburgo, Vladímir Urin y Valery Fokin, respectivamente, junto con artistas como el violinista Vladímir Spivakov o el actor Oleg Basilashvili.
No son casos únicos, pero sí son los que muestran la existencia de una destacada oposición en el interior que también necesita ayuda como la necesitó la resistencia antifranquista, a la vez que ha empezado ya un nuevo exilio en Europa: el que escapa de Putin. Esos y otros nombres deben servir como antídotos contra la perezosa asociación entre la cultura rusa y la invasión de Ucrania lanzada por un presidente autócrata. El noble espíritu que anima la medida está destinado a dañar a Putin sin que ese boicoteo lleve a dañar también la actividad de artistas, creadores y deportistas ajenos a las delegaciones oficiales rusas.
La cultura de la cancelación es en sí misma un deporte de riesgo, pero arruinar la vida profesional y artística de quienes no tienen vínculo alguno con Putin sería un grave error. El apoyo oficial a la traducción, una beca de ampliación de estudios fuera de Rusia o una ayuda económica para un proyecto artístico no deberían ser pruebas de cargo suficientes para cancelar a sus beneficiarios sin incurrir en rasgos xenófobos o dolorosamente simplistas. El exquisito cuidado en la aplicación de esas medidas, tanto en el ámbito cultural como en el deportivo, tendrá que ser el criterio central para que la condena de la agresión de Putin a Ucrania no condene a la indigencia a la cultura rusa fuera de Rusia.
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