Estímulos fiscales, el error de 2010
No debería repetirse la rígida respuesta que agravó la Gran Recesión; la crisis económica por la covid-19 ha de combatirse con inversión y una política tributaria progresiva que haga frente al aumento de la deuda pública
En 2008, la caída de Lehman Brothers hundió la confianza en todo el sistema financiero. El contagio se extendió gracias a la desregulación decretada en la era de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. El efecto fue la llamada Gran Recesión, con cierre de empresas y desempleo disparados. Una crisis sistémica en Europa y Estados Unidos.
Contra la teoría de Alan Greenspan (presidente de la Reserva federal de EE UU entre 1987 y 2006), los mercados financieros no fueron capaces de resolver la crisis por sí mismos. Los poderes públicos occidentales tuvieron que intervenir. Pero de modo irregular, lento y descoordinado, tanto en políticas fiscales como monetarias. Sobre todo en la Unión Europea, a diferencia de la reacción más rápida e intensa del Gobierno de Barack Obama, desde que tomó posesión en 2009, y de la Reserva Federal norteamericana (FED).
Nicolas Sarkozy, como representante de la presidencia rotatoria de la Unión, que le correspondía a Francia, convocó el domingo 12 de octubre de 2008 en París una cumbre de urgencia de los líderes de la eurozona. Objetivo: aprobar un “plan de acción conjunto para hacer frente a la actual crisis financiera”. Cada país impulsó programas de rescate, por su cuenta. Pero más orientados a solucionar la situación dramática del sistema financiero que la de la economía real.
La única acción de estímulo fiscal de la Unión, como tal, fue el Plan Europeo de Recuperación Económica (PERE), que el Consejo Europeo aprobó en su reunión de 11 y 12 de diciembre de 2008. Se trataba de medidas de esfuerzo presupuestario de la Unión (30.000 millones de euros); utilización de créditos excedentes del presupuesto comunitario; líneas de apoyo a la demanda con carácter limitado; y lo más importante, flexibilización del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, es decir, de los límites del déficit y de la deuda, lo que se denominan “reglas fiscales”.
Ya en ese momento se apreció la división entre países acreedores (con Alemania y Austria al frente) y deudores (Italia, España, Portugal, Irlanda, Grecia). La posición inicial europea fue, no obstante, el mantenimiento de los estímulos fiscales y monetarios hasta que finalizara la crisis económica. Era la misma postura que tenía el Fondo Monetario Internacional y el G-20. Este consideraba necesario, respecto a las medidas de estímulo (reunión de Pittsburg de octubre de 2009), que se evitara su “retirada prematura”, para lograr una recuperación sólida. El Eurogrupo, por su parte, creía necesario mantenerlas hasta 2011. Coincidía con la propia Comisión Europea.
A pesar de los buenos propósitos de mantener los estímulos a la economía por los miembros de la Unión Europea, lo cierto es que esos propósitos se agotaron muy pronto. La presión de los partidarios de la rigidez fiscal se impuso. Y así, el 6 de febrero de 2010, el grupo de los siete ministros de finanzas de los países más avanzados, en la reunión celebrada en el Ártico canadiense, dictaminaron que la economía se estaba recuperando y que ya no era necesario impulsar el crecimiento con medidas fiscales y monetarias; por tanto, que ya no se requerían más estímulos. “Nada más adecuado que ese enclave helado para aprobar un viaje abrupto desde el estímulo a la austeridad”. Así lo señalé en mi libro La Edad de Hielo. Europa y Estados Unidos ante la gran crisis: el rescate del Estado de Bienestar, sobre la Gran Recesión y la reacción de los poderes públicos. A él me remito, pidiendo perdón por la autocita.
Resulta difícil imaginar por qué el G-7 llegó a una conclusión tan optimista como rematadamente equivocada. Y aún es más difícil justificar que ese giro hacia la austeridad fuese convalidado por el célebre Ecofin de 9 de mayo de 2010, y por la inmediata reunión de junio del G-20 en Toronto. El G-20 decretó el fin de los estímulos fiscales siendo consciente del efecto contractivo que eso iba a producir, como así sucedió. La única excepción fue el sistema financiero, al que se permitió dar ayudas públicas.
La consecuencia de la política de austeridad fue un desastre económico y social. La economía europea se frenó bruscamente en la segunda mitad de 2011, y así continuó en 2012 y 2013. La Unión se había metido en un callejón sin salida, que sólo conducía a la recesión y a lo que he llamado “los cuatro jinetes del Apocalipsis”: desempleo/subempleo, pobreza, desigualdad y xenofobia.
Hoy podemos volver a caer en la misma piedra si triunfan las voces que se están oyendo cada vez más fuertemente en Europa sobre dar fin a las medidas fiscales y monetarias puestas en práctica por la Unión para combatir la enorme crisis originada por la pandemia.
La Comisión Europea ya está pidiendo a los Estados miembros que retiren las redes de seguridad que tendieron desde que en marzo de 2020 estallara la crisis de la covid-19. El Eurogrupo ha dicho que hay que “dejar atrás el apoyo de emergencia” prestado a la economía, lo que me recuerda a la antes citada reunión del Ecofin de 9 de mayo de 2010. Y eso se dice cuando la pandemia sigue produciendo enormes daños a la vida de la gente y a la actividad económica y laboral, particularmente en los países del sur de Europa.
Es preciso reconocer que la Unión, ante la pandemia, ha actuado correctamente hasta ahora propugnando la inversión y no la austeridad, con iniciativas tan potentes como los fondos Next Generation EU, y con decisiones tan acertadas como imprescindibles suspendiendo la aplicación de los límites al gasto y a la deuda establecidos en los tratados.
Sin embargo, los movimientos mencionados de la Comisión y de algunos gobiernos pretenden volver ya a la imposición de dichas reglas fiscales: prohibición de ayudas de Estado; límite del 3% de déficit y del 60 % de deuda pública.
Por otra parte, del lado de la política monetaria hay presiones al Banco Central Europeo (BCE) para que suba los tipos de interés con objeto de hacer frente a la alta inflación actual. Christine Lagarde ha respondido con firmeza —por ahora— advirtiendo que subir los tipos de interés demasiado pronto corre el riesgo de “poner un freno al crecimiento”. A la vez, el BCE pretende seguir comprando deuda en cantidades importantes.
Quienes disienten del BCE son los “sospechosos habituales”: los dirigentes de los bancos centrales de países como Alemania y Austria, es decir, los acreedores. Una inflación elevada produce la devaluación de los créditos concedidos, favoreciendo a los deudores.
El error de la rígida política fiscal y monetaria de la Unión Europea en 2010 no debería repetirse. La crisis económica asociada a la covid-19 ha de responderse con inversión, unida a una política tributaria progresiva que haga frente al gran aumento en los niveles de deuda pública que se han originado ante el inevitable incremento de los déficits públicos.
Seguramente estemos en el comienzo de un debate político de mayor alcance, que debería traducirse en la consolidación y permanencia de una política económica inversora que proteja y fortalezca las conquistas del Estado de bienestar y los derechos sociales. El ejemplo de la errada política de austeridad de 2010 nos debe servir de guía para hacer lo contrario de lo que se impuso entonces.
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