La fortaleza de las democracias
Putin ha culminado con la invasión de Ucrania el reguero de avisos sobre su expansionismo imperialista desde 2007
Vladímir Putin decidió cruzar el Rubicón el pasado día 24, fecha que marca el inicio de una nueva época en Europa y, posiblemente, en el mundo. La agresión militar a Ucrania, desprovista de cualquier derecho o justificación, es la culminación de un largo recorrido orientado a la reconstrucción de Rusia en clave autoritaria, nacionalista e imperialista. No faltaron las advertencias. Ya al principio de su liderazgo, Putin calificó la caída de la URSS como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX. En 2007, en un revelador discurso pronunciado en la Conferencia de Seguridad de Múnich, expresó su airado rechazo al orden mundial vigente y no ha cejado desde entonces en modernizar sus ejércitos. Hoy ha cristalizado todo en una guerra de potencial devastador.
Su objetivo primario es la decapitación del Gobierno ucranio y su sustitución por un Ejecutivo títere. El ejemplo de una exitosa transición democrática en el país vecino podía ser una peligrosa inspiración en contra de su régimen autoritario, que asesina y encarcela a opositores y trata de lobotomizar a la población con un profundo control de los medios. El acercamiento a Occidente habría frustrado los anhelos imperialistas: no hay imperio ruso sin Ucrania. Millones de ciudadanos ucranios sufren las dramáticas consecuencias del ataque ruso no provocado. Ellos son la prioridad absoluta.
Pero, desgraciadamente, los objetivos del Kremlin y sus consecuencias van mucho más allá. Líderes y ciudadanías de los países democráticos deben interiorizar que esta agresión tiene un significado que trasciende el territorio de Ucrania, y desde esa conciencia hay que afrontar las graves decisiones que esta hora oscura reclama. Basta un detalle para salir de dudas: con una poco velada amenaza, el Gobierno ruso avisó el viernes a Finlandia y a Suecia de que integrarse en la OTAN tendría “consecuencias políticas y militares”. La invasión de Ucrania es la demostración de una voluntad extrema de Rusia de afianzar una zona de influencia, la reconstrucción de un espacio histórico que se desmoronó por sí mismo.
En esta dinámica, un elemento fundamental será la actitud de China. A principios de mes, Pekín suscribió una declaración conjunta con Moscú en la que se afirma que la alianza entre ambos no tiene límites, se defiende precisamente la teoría de las zonas de influencia y se mantienen tesis relativistas acerca de la democracia y los derechos humanos, que, según los firmantes, pueden tener distintas encarnaciones en las diferentes culturas. Se esbozan ahí los contornos de una nueva guerra fría. Ya no hay ideología comunista, sino regímenes autoritarios nacionalpopulistas. De momento, es significativa la posición ambigua de China ante el ataque ruso, que ha optado, como la India, por abstenerse en la resolución de condena en el Consejo de Seguridad de la ONU. Aun así, a medio plazo, es muy probable que China funcione como balón de oxígeno para Rusia ante el intento de asfixia económica que han puesto en marcha los países occidentales.
La unidad de las democracias como condición necesaria no resultará suficiente, y tanto Rusia como China desean ver divididas las filas democráticas. Un primer paquete de sanciones ha sido activado, con restricciones al acceso al mercado de capitales para entidades financieras rusas, al comercio en amplios sectores y medidas específicas contra jerarcas del régimen ruso. Supone un punto de partida, como lo ha sido la decisión del Reino Unido de revertir las facilidades dadas desde 2008 al dinero ruso de origen mafioso o de oligarcas muy próximos a Putin. Pero nada de eso va a frenar la ofensiva militar: será necesario mucho más.
En el corto plazo, la nueva e inmediata sanción pasa por la aplazada exclusión de Rusia del circuito bancario SWIFT. Es una medida que acarreará serias consecuencias negativas para quienes mantengan estrechas relaciones comerciales con Rusia —lo que explica los titubeos de Alemania—, pero en conjunto representa una potente herramienta de aislamiento que resulta acorde con la gravedad de la invasión de Ucrania. En paralelo, cada una de las democracias, cada una según su historia y capacidades, han de reforzar sin titubeos el apoyo financiero y armamentístico a Ucrania mientras persista una entidad de referencia para recibir la ayuda. Hay perspectivas en las que esto puede seguir siendo posible incluso con la caída de Kiev, bien con la instalación de un Ejecutivo en una zona todavía libre en el occidente del país, bien con mecanismos de guerrilla. A la vez, hay que prepararse logística y mentalmente para acoger con la mejor disposición a los refugiados que puedan venir de Ucrania a la UE.
El medio plazo pedirá multiplicar los esfuerzos para reducir la dependencia del gas ruso y diseñar refuerzos permanentes de la OTAN en los países limítrofes más expuestos a la agresividad rusa. Habrá que redoblar el nivel de alerta ante posibles represalias vía ciberataques en todas sus facetas, desde la protección de infraestructuras críticas hasta la atención a intentos de movilización de la opinión pública.
La fortaleza de las democracias liberales es el capital político y el argumento moral más potente para hacer frente con rotundidad y continuidad a una invasión injustificable. Estamos ante una guerra también cultural. La democracia y sus valores de pluralidad, diversidad y derechos humanos y civiles están en juego. No podemos dejar a los ucranios solos como nos sentimos los españoles en la mitad del siglo XX. Occidente puede estar pagando ahora sus errores de permisividad o tolerancia hacia Rusia en el pasado. Pero la acción militar de Putin ha dejado de ser intimidatoria para convertirse en una guerra real, y una guerra exige de las democracias unidas de acción y contundencia: el asalto a Ucrania es el asalto a las democracias occidentales.
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