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tribuna
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El tormento de Ucrania cambiará para siempre el rostro de Europa

Debemos prepararnos para una larga lucha. Tardaremos años, seguramente decenios, en ver todas las repercusiones de la invasión ordenada por Putin. A corto plazo, las perspectivas para Kiev son desoladoras

El tormento de Ucrania / Timothy Garton Ash
Eva Vázquez
Timothy Garton Ash

¿Por qué cometemos siempre el mismo error? Hay algo de lío, pero es solo en los Balcanes, decimos, y entonces un asesinato en Sarajevo desencadena la I Guerra Mundial. Ah, sí, las amenazas de Adolf Hitler contra Checoslovaquia son “una pelea en un país lejano, entre gentes que no conocemos”, y nos encontramos inmersos en la II Guerra Mundial. Los atropellos cometidos en la remota Polonia por Josef Stalin a partir de 1945 no son cosa nuestra, y pronto comienza la Guerra Fría. Y hemos vuelto a hacerlo, nos hemos dormido y, cuando hemos comprendido todas las consecuencias de la toma de Crimea en 2014 por parte de Putin, ya es demasiado tarde. Por eso, el jueves 24 de febrero de 2022, una fecha que quedará reflejada en los libros de historia, volvemos a encontrarnos casi desnudos, cubiertos solo por los harapos de nuestras ilusiones perdidas.

En momentos así necesitamos valor y determinación, pero también sentido común, que incluye usar con prudencia las palabras. Esta no es la Tercera Guerra Mundial, pero sí es ya algo mucho más grave que las invasiones soviéticas de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968. Las cinco guerras de los años noventa del siglo pasado en la antigua Yugoslavia fueron terribles, pero no representaban un peligro para la comunidad internacional de la misma dimensión que esta guerra. En 1956, en Budapest, hubo valerosos combatientes en la resistencia, pero en Ucrania está todo un Estado independiente y soberano con un gran Ejército y unos habitantes que se proclaman decididos a resistir. Ya está claro que los ucranios están resistiendo de todas las maneras posibles. El Ejército lucha ferozmente, y los ciudadanos de a pie hacen cola para alistarse en las fuerzas territoriales y las milicias. Esta guerra es ya la mayor vivida en Europa desde 1945.

Frente a ellos está desplegada la fuerza avasalladora de una de las mayores potencias militares del mundo, con tropas convencionales bien entrenadas y equipadas y alrededor de 6.000 armas nucleares. Rusia se ha convertido en el mayor Estado canalla del mundo. Lo dirige un presidente que, a juzgar por sus histéricas diatribas de esta semana, ha abandonado el ámbito de la reflexión racional, tal y como suelen hacer todos los dictadores aislados tarde o temprano. No nos engañemos: cuando, en su declaración de guerra del jueves por la mañana, amenazó a cualquiera “que trate de interponerse en nuestro camino” con “unas consecuencias jamás vistas”, estaba amenazándonos con la guerra nuclear.

Ya habrá tiempo de reflexionar sobre todos los errores que hemos cometido. Si, desde 2014, hubiéramos ayudado en serio a Ucrania a reforzar su capacidad de defensa, si hubiéramos reducido la dependencia europea de la energía rusa, si hubiéramos limpiado la ciénaga alimentada por el dinero sucio ruso que circula por Londongrado y hubiéramos impuesto más sanciones al régimen de Putin, ahora podríamos estar mejor. Pero tenemos que empezar desde donde estamos.

En las primeras nieblas de una guerra que no ha hecho más que comenzar, veo cuatro cosas que debemos hacer en Europa y el resto del mundo. En primer lugar, debemos garantizar la defensa de cada centímetro de territorio de la OTAN, en particular en sus fronteras orientales con Rusia, Bielorrusia y Ucrania, contra todo tipo de ataques, incluidos los informáticos y los híbridos. Desde hace 70 años, la seguridad de los países de Europa Occidental, entre ellos el Reino Unido, depende fundamentalmente de la credibilidad de la promesa de “uno para todos y todos para uno” expresada en el artículo 5 del tratado de la OTAN. Nos guste o no, la seguridad de Londres a largo plazo está indisolublemente unida a la de la ciudad estonia de Narva, la de Berlín a la de Bialystok, en Polonia, y la de Roma a la de Cluj-Napoca, en Rumania.

En segundo lugar, debemos ofrecer todo el apoyo posible a los ucranios, sin traspasar el umbral que llevaría a Occidente a una guerra directa con Rusia. Los valientes ucranios que han decidido quedarse y resistir están luchando con medios militares y civiles para defender la libertad de su país, algo a lo que tienen todo el derecho por ley y en conciencia y como haríamos nosotros por el nuestro. Es inevitable que lo limitado de nuestra respuesta les provoque una amarga decepción. Los correos electrónicos que me envían varios amigos ucranios proponen, por ejemplo, que Occidente imponga una “zona de exclusión aérea” que impida la presencia de aviones rusos en el espacio aéreo ucranio. La OTAN no lo va a hacer. Como hicieron los checos en 1938, los polacos en 1945 y los húngaros en 1956, los ucranios dirán: “vosotros, hermanos europeos, nos habéis abandonado”. Pero sí podemos hacer otras cosas. No solo podemos seguir suministrando armamento y material de comunicaciones y para otros usos a un pueblo que está con toda legitimidad respondiendo a la fuerza con la fuerza, sino que es igual de importante que, a medio plazo, ayudemos a quienes van a tener que utilizar las viejas técnicas de resistencia civil contra una ocupación rusa y contra cualquier intento de imponer un Gobierno títere. Y también debemos prepararnos para ayudar a los numerosos ucranios que huirán hacia el Oeste.

En tercer lugar, las sanciones que impongamos a Rusia no deben limitarse a las que ya se han previsto. Además de unas medidas económicas de gran alcance, habría que expulsar a los rusos que tengan cualquier conexión con el régimen de Putin. El presidente ruso, con su fondo de reserva de más de 600.000 millones de dólares y la mano puesta en el grifo del gas que abastece a Europa, ha estado preparándose para esto, por lo que las sanciones tardarán en surtir pleno efecto.

A la hora de la verdad, tendrán que ser los propios rusos quienes digan: “Basta ya. No en nuestro nombre”. Muchos, como el premio Nobel Dmitri Muratov, ya han manifestado su horror por esta guerra. Lean el conmovedor relato de la activista ucrania Nataliya Gumanyuk sobre la conversación telefónica con una periodista rusa que empezó a llorar mientras los carros de combate rusos atravesaban la frontera. Ese horror aumentará inevitablemente cuando empiecen a volver cadáveres de jóvenes metidos en bolsas y cuando Rusia empiece a notar todas las consecuencias económicas y de reputación. Los rusos serán las primeras y las últimas víctimas de Vladímir Putin.

Lo cual me lleva a una cuestión última y crucial: debemos prepararnos para una larga lucha. Tardaremos años, seguramente decenios, en ver todas las repercusiones de este 24 de febrero de 2022. A corto plazo, las perspectivas para Ucrania resultan desoladoras. Pero recuerdo en este instante el maravilloso título de un libro sobre la revolución húngara de 1956: A Victory in Defeat (“Una victoria en la derrota”). Casi todos en Occidente se han dado cuenta ya de que Ucrania es un país europeo que un dictador está atacando y desmembrando. Kiev está hoy llena de periodistas de todo el mundo. Esta experiencia marcará para siempre su imagen de Ucrania. Habíamos olvidado, en nuestros años ilusos después de la Guerra Fría, que así es como las naciones se inscriben en el mapa mental de Europa: con sangre, sudor y lágrimas.

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