Sobre la Revolución húngara de 1956
La revista Foreign Affairs me recuerda que ahora se cumplen 60 años de la revolución antisoviética de Hungría. Lo hace en un espléndido artículo en el que relaciona el combate de los revolucionarios húngaros, comunistas muchos de ellos opuestos a la dominación soviética, con los ideales europeístas que el actual primer ministro Viktor Orban está traicionando. Hace diez años, con motivo del 50 aniversario, escribí un artículo, titulado ‘Como gatitos ciegos’, que ahora he releído y que me parece que puede ser de interés para los lectores. A veces creemos que todo cambia pero luego vemos que han pasado diez años y algunas cosas siguen exactamente igual, o peor.
Como gatitos ciegos
Todo estaba preparado, hoy hace 50 años, para aplastar la Revolución. Diez divisiones, con 5.000 carros y 150.000 hombres, más un nutrido apoyo aéreo, se había desplegado por toda Hungría, había bloqueado las fronteras con Occidente y organizado una tenaza sobre Budapest, que iba a cerrarse en la madrugada del 4 de noviembre. El embajador de Moscú en Hungría era Yuri Andropov, el hombre que en 1982 se convertiría en el máximo dirigente de una Unión Soviética gerontocrática que ya se hallaba sin saberlo en fase de inmediato desmoronamiento. Andropov fue el elemento decisivo de aquella operación militar que terminó con una Revolución protagonizada por los jóvenes húngaros, estudiantes y obreros, en su gran mayoría de ideología izquierdista y comunista, pero dispuestos a morir por la libertad y la independencia de su país. El primer intento de ahogar la revuelta, el 25 de octubre, se hizo con una fuerza de unos 20.000 soldados y apenas un millar de carros, preparados para los combates urbanos contra un ejército enemigo, como el alemán, al estilo de lo que había sucedido en la Guerra Mundial. Pero no para enfrentarse a una improvisada guerrilla urbana, con barricadas y cócteles molotov, que obligó al segundo ejército del mundo a replegarse y prometer conversaciones con el nuevo Gobierno pluralista y democrático, encabezado por el comunista reformista Imre Nagy.
Nadie estaba preparado para aquella Revolución. No lo estaba Washington, concentrado en la campaña electoral para la reelección de Eisenhower, que se conformó con mantener el reparto del mundo urdido en Yalta y sólo se permitió alentar a los revolucionarios e incluso criticar por su moderación al Gobierno de Nagy desde su emisora dirigida a los países comunistas. Tampoco Naciones Unidas, que se ocupó tarde y mal de las dos intervenciones soviéticas, pues estaba atareada con la invasión de Suez por Francia, Reino Unido e Israel, que se produjo en idénticos días. Europa todavía no existía, y la mayor prueba era que París y Londres se habían metido en esta última y absurda aventura imperial e iban a recibir la regañina y el castigo correspondiente de Washington. La propia Unión Soviética tampoco podía imaginar que alguien cuestionara su orden y autoridad imperial sobre sus países vasallos. El único preparado, muy bien preparado, para enfrentar situaciones tan difíciles era el embajador Andropov, que consiguió adormecer y engañar al nuevo y legítimo Gobierno, tender una trampa y detener a la cúpula militar húngara y preparar la invasión con modos de fariseo y de tahúr.
Recibió su premio al poco en forma de rápida escalada en el partido hasta alcanzar la jefatura del KGB en 1967, cargo que ocupó hasta 1982, cuando se convirtió en sucesor de Bréznev y antepenúltimo líder de la URSS. El aplastamiento de la Revolución de 1956 llevó al exilio a casi 200.000 personas. Fueron a parar a las cárceles unas 22.000, de las que 330 fueron ejecutadas, entre ellas el primer ministro Imre Nagy. La dirigente comunista italiana, Rossana Rosanda, ha descrito en una frase escueta el espíritu que reinaba en las filas comunistas: "Los camaradas se sentían engañados, tratados como gatitos ciegos". La fe en el comunismo se quebró de forma irreparable. Los 33 años que faltaban para la caída del muro de Berlín iban a ser una larga e inexorable pendiente y una permanente sangría de militantes. Pero aquél fue el año decisivo, en que se desarrolló la primera revolución antitotalitaria en un país comunista, y se conocieron los crímenes de Stalin gracias al informe secreto de Nikita Jruschov ante el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS.
Todo ha cambiado en el 50º aniversario, mal les pese a la extrema derecha y a los populistas húngaros, que buscan estos días imposibles paralelismos. Aunque queda un hilo de inquietante continuidad. El actual señor del Kremlin, Vladímir Putin, también ha sido miembro del KGB, en el que ingresó a las órdenes de Andrópov. Ha sido el jefe máximo de los servicios secretos de Moscú, aunque en este caso con las nuevas siglas del FSB, el servicio federal de seguridad que sucedió al soviético Comité de Seguridad del Estado. Y se aupó en el poder gracias a la guerra de Chechenia, la acción militar que más se parece y que incluso supera a la terrible represión sobre Hungría en 1956.
Como sus antecesores en el Kremlin, que llamaban a capítulo a los Gobiernos de los países satélite para impartir sus órdenes, ahora Putin exhibe el poder que le dan los grifos del gas y del petróleo que Europa necesita para vivir. Sería muy lamentable que gracias a la desunión y a la ceguera de los europeos, los sucesores de Andrópov recuperaran ahora parte de lo que empezaron a perder hace 50 años.
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