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tribuna
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¿Apostar por la televida?

No todas las actividades pueden llevarse a cabo de forma virtual. Y hay muchas otras en las que decantarse por ese camino como única opción termina corrompiendo la actividad misma

APOSTAR POR LA TELEVIDA. ADELA CORTINA
DIEGO MIR
Adela Cortina

La palabra del año 2021, según la Fundación del Español Urgente (FundéuRAE), ha sido “vacuna”, por su presencia en los medios de comunicación y en la vida corriente como también por sus méritos lingüísticos. Quedaron en segundo término vocablos como “fajana”, “negacionista” o “criptomoneda”, una palabra esta última que ya había venido quedando finalista en ocasiones y, por suerte, no ha conseguido subir al primer puesto. El año anterior, la vencedora fue, con toda justicia, “confinamiento”, un término del que ahora llevamos camino de poder librarnos, dado el declive de ómicron, que ojalá se convierta en una gripe más, para la que, afortunadamente, se están descubriendo tratamientos. Como es lógico, han surgido reflexiones sin cuento sobre qué habremos aprendido de estos tiempos recios para construir un mejor futuro, entre ellas la necesidad de asumir la mirada propia de un cosmopolitismo arraigado, preocupado por lo local y abierto al mundo, pero también un inmenso elenco, en el que figura la necesidad de no sustituir la vida cotidiana, tejida sobre las relaciones presenciales, por ese sucedáneo al que podríamos llamar “televida”.

Gracias al extraordinario progreso de las tecnologías de la comunicación y la información, ha sido posible durante estos dos años seguir en contacto telemáticamente con familiares y amigos, organizar congresos y encuentros, comprar a través de internet, continuar trabajando, mantener la educación, llevar a cabo transacciones comerciales y esa gran cantidad de actividades que el confinamiento habría vetado de raíz. Mantener la conexión fue posible en el nivel local y global.

Éste no es un mundo nuevo, claro está. La apuesta por las actividades virtuales viene de antes, un porcentaje de la población ya hacía uso de ellas especialmente desde el último tercio del siglo pasado, pero a partir de los meses de febrero y marzo de 2020 tuvieron que hacerlo con más intensidad, y otros empezaron a aprender entonces a manejarse en ese mundo. Los nativos digitales estaban en su elemento, y los emigrantes digitales tuvieron que ponerse al día para no quedar fuera de juego.

Al hilo de la pregunta por el futuro que queremos construir, algunos consideran estas formas de conexión digital como un sucedáneo útil en tiempos de emergencia, al que recurrir como complemento en situaciones de normalidad, nunca como un sustituto. Mientras que, según otros, es una posibilidad de transformar el modelo productivo, con grandes ventajas, como ahorrar movilidad y energías, mejorar el medio ambiente o propiciar que los urbanitas se trasladen a las zonas rurales, paliando el abandono de la España vacía.

Quien desee asumir la segunda opción ha de percatarse de que no todas las actividades pueden llevarse a cabo virtualmente, pero también de que en otras tomar la televida como opción única corrompe la actividad misma, y en todos los casos importa preguntar quiénes pueden estar interesados en que la vida se transforme en televida.

Como recuerdan, entre otros, José María Peiró y José María Soler, el teletrabajo está vedado a un buen número de actividades productivas, como las que pertenecen al sector agrícola, forestal y pesquero, a los servicios de restauración, de atención personal y protección, a los operadores de instalaciones y maquinaria, a las ocupaciones elementales y las Fuerzas Armadas. Dentistas, peluquerías, salones de belleza lo tienen no sólo complicado, sino imposible, mientras que administrativos, técnicos, intelectuales, científicos, contables pueden acogerse a la opción telemática en un elevado porcentaje de casos.

Sin embargo, importa aclarar qué significa “poder acogerse”, porque no debe tratarse de asumir esa opción de por vida, sustituyendo la relación presencial por la virtual o, lo que es todavía peor, por el recurso a la web. Debe tratarse, por el contrario, de que en su trabajo abran al menos dos vías: la presencial, como vía cotidiana, y la telemática como complementaria, como recurso para quienes voluntariamente prefieran hacer uso de ella. Nunca sustituir la primera por la segunda, nunca dejar que la televida mate la vida.

Esta doble vía es imprescindible en distintas actividades, pero quisiera mencionar tres por su carácter de urgencia: la financiera, la propia de las administraciones públicas y la médica.

En cuanto a las entidades financieras, en los últimos tiempos el también valenciano Carlos San Juan de Laorden ha recogido, según mis últimas noticias, más de medio millón de firmas para reclamar atención presencial en las entidades bancarias para las personas que no se manejan digitalmente. Lleva toda la razón. Por desgracia, suele entenderse que se trata sólo de ofrecer una atención especial para personas de edad, eufemismo que se emplea para designar a los ancianos, con ese paternalismo con que se habla de ellos, como si edad no tuviera ya el recién nacido. O cuando se emplea esa condescendiente expresión “nuestros mayores” y nunca se dice “nuestros menores”. Esa larvada gerontofobia, incapaz de entender que todas las personas tienen igual dignidad, sea cual fuere su edad y condición.

Pero, en cualquier caso, esta excelente iniciativa tiene que ser acogida y ampliada, porque la atención presencial en entidades financieras y en las administraciones públicas no es una cortesía de unas y otras, sino un deber que tienen que cumplir porque corresponde a un derecho. En el primer caso, un derecho del cliente, por modesto que sea. En el segundo, un derecho del ciudadano. No es una simple cuestión de cortesía, sino un derecho a ser recibido por un ser humano en un despacho dentro de un horario amplio, comentar con él sus problemas, pedir consejo y recibir respuestas dialogadas de una persona humana, no de una máquina.

No se trata de poner como limosna una línea de “banco amigo” o de “Administración cercana” para atender a quienes han de reconocer vergonzantemente que no son nativos digitales, como si eso fuera una falta, sino que se trata de una cuestión de derechos y deberes: de devolver a las entidades financieras y a las administraciones públicas la estructura presencial que tuvieron mucho antes de la pandemia y que los confinamientos han venido a demoler, con la especie de que es una mejor forma de prestar servicio.

Ocurre algo similar a lo que sucedió con el Movimiento del Lenguaje Claro y Llano, que surgió en los años setenta del siglo pasado y se propone establecer una mayor simetría entre gobiernos, administraciones públicas o legisladores y ciudadanía, entre profesionales y destinatarios de la actividad profesional, entre empresas o entidades financieras y sus grupos de interés, entre medios de comunicación y oyentes, lectores o espectadores. Se hablaba entonces de reconocer abiertamente que la claridad no es sólo, como decía Ortega, la cortesía del filósofo, sino un derecho de los ciudadanos y de los destinatarios de las actividades profesionales.

Y si esto vale para el mundo financiero y el de las administraciones públicas, qué decir ya del mundo sanitario, en el que la relación personal es insustituible, como tan bien han destacado entre nosotros Pedro Laín o Diego Gracia. Poder hacerlo como corresponde exige invertir en salud pública, en personal y en edificios. Pero, como sugerí hace algún tiempo, para eso sirve la ética, para abaratar costes en lo secundario y poder invertir en lo esencial para la vida de las personas.


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