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CARTA DESDE EUROPA
Tribuna
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Ciudades sin campo

La capacidad para integrar el mundo rural se ha convertido en una de las claves para que la UE pueda seguir creciendo

Guillermo Altares
Carnaval rural  en la localidad navarra de Lantz.
Carnaval rural en la localidad navarra de Lantz.Jesús Diges (EFE)

Las ciudades son los nuevos países. Cada vez tienen un peso mayor en la vida de la humanidad, no solo económico, sino social y político. Da la sensación de que todo lo que resulta relevante tiene lugar en las grandes urbes, los espacios donde se impulsan las nuevas tecnologías y aprenden a convivir diferentes culturas. Allí están los grandes museos, las exposiciones, las librerías, los teatros, los aeropuertos internacionales. Sin embargo, todo eso no funcionaría sin el campo que las rodea, no solo porque es allí donde se producen los alimentos que los urbanitas consumen a gran escala, sino porque el sustrato cultural e histórico de casi todas las naciones europeas procede tanto del mundo rural como del urbano. La historia de la UE ha estado marcada por el peso de la ruralidad, a través de la Política Agrícola Común (PAC), destinada a evitar que las zonas rurales quedasen atrás. Y los agricultores siempre han hecho oír su voz, desde los chalecos amarillos que han incendiado media Francia hasta aquellos que quemaban casi de forma rutinaria camiones de fresas y tomates en la frontera con España.

Ser ciudadanos de la UE pasa por reconocer nuestro enorme lazo con el campo, especialmente en España, donde si rascamos un poco descubrimos que casi todos pertenecemos a familias de pueblo —pocos artistas han retratado esa relación con tanta profundidad como Pedro Almodóvar en filmes como Volver o en su nueva película, Dolor y gloria—. Libros como La España vacía, de Sergio del Molino, o Los últimos. Voces de la Laponia española, de Paco Cerdà, nos han colocado ante el incómodo espejo de nuestra ignorancia. Conocemos el mundo rural porque pasamos allí los fines de semana, aunque sea para constatar, como tituló Gabriel García Márquez un artículo en EL PAÍS, que “es un lugar horrible donde los pollos se pasean crudos”.

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Sin embargo, el peso de la población rural en la UE no es nada desdeñable: según el último Eurostat dedicado específicamente a este tema, un 28% de la población de la Unión vivía en zonas rurales y un 40,4%, en urbes. El 31,6% habita en pequeñas ciudades y en suburbios, con lo que es muy posible que padezca los mismos males de abandono de los servicios públicos que los habitantes rurales. Y, además, se trata de dos porcentajes en aumento: 1,7% con respecto al último estudio en el caso del campo, y 4,7% en el caso de los suburbios. Solo tres países albergan una mayoría de población urbana: Malta, que no cuadra en ninguna estadística porque es minúsculo (400.000 habitantes) y una isla; el Reino Unido, que pronto no formará parte de la UE (bueno, lo de pronto está por ver), y España, que padece un tremendo problema de despoblación en las zonas rurales. Salvo en Francia, en ningún otro Estado europeo tiene un peso tan grande en la cultura popular y en la identidad colectiva y, sin embargo, en ningún otro país el mundo campesino parece tan remoto y se siente, con razón, tan ignorado.

La interdependencia entre el campo y la ciudad no es algo nuevo. Desde que resurgieron las ciudades en Europa, en torno al año 1000, después de los siglos oscuros de la primera Edad Media, se creó una ósmosis: las urbes eran lugares en los que buscar protección, el escenario donde se celebraban las grandes ferias agrícolas con las que rebrotó el comercio detenido desde la caída del Imperio Romano; el campo, a su vez, proporcionaba los alimentos sin los que estas no podían crecer, ni siquiera sobrevivir. Un ejemplo que han estudiado muchos historiadores es cómo la pujanza económica y cultural de Florencia durante el Renacimiento impulsó hasta casi agotar los recursos del campo toscano, que sigue siendo hoy en día uno de los más poderosos de Europa por la cantidad de productos que distribuye en todo el mundo.

Resulta evidente que Europa no se puede construir sin los habitantes del mundo rural, como ha quedado claro en la fronda de los chalecos amarillos. Emmanuel Macron, el más europeísta de los mandatarios de la UE, se enfrentó a una revuelta popular como consecuencia de la subida del gasóleo: se había olvidado de que muchos habitantes de pueblos y pequeñas ciudades no pudieron renovar su parque móvil durante la crisis. La última visita del presidente francés al Salón Agrícola de París se saldó con unos cuantos silbidos cuando tocó temas que encarnan la fractura campo/ciudad, por ejemplo el uso de los pesticidas o el acuerdo de libre comercio con Mercosur. Ocurre algo parecido con la caza o con la protección de los grandes carnívoros, nefastos para el ganado y defendidos a capa y espada por los ecologistas urbanos. Lo grave es que ambos tienen razón desde su punto de vista. La capacidad para integrar el mundo rural se ha convertido en una de las claves para que la UE pueda seguir creciendo, no tanto en el número de países, que parece haber tocado techo al menos en los próximos años, sino con la solidificación de una auténtica conciencia europea. Y este viaje pasa por el campo.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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