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Columna
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Un mundo distraído

Después de descubrir que ser pensantes nos convertía en dominadores, hemos adquirido la costumbre de no pensar

Un hombre consulta su teléfono móvil en el interior de un autobús, en Valladolid.
Un hombre consulta su teléfono móvil en el interior de un autobús, en Valladolid.NACHO GALLEGO
David Trueba

Hace mucho tiempo que empezó a confundirse el entretenimiento con la distracción. Y no son lo mismo. La gozosa invención del entretenimiento se remonta a las primeras tribus humanas, en las que la comunicación frente al fuego y la representación gráfica sobre las paredes de la roca pronto derivó desde lo informativo y aleccionador hacia lo lúdico y anecdótico. No existe certeza sobre la invención del primer cuento, pero sí se sabe que tuvo un carácter formativo, pues buscaba una representación narrativa para advertir de una amenaza, para proponer una ingeniosa solución de caza o autodefensa. Pronto, entretenerse alrededor del fuego derivó en una industria en la que pese a las enfermedades, las desgracias y las muertes constantes y tempranas triunfó un lema que hizo fortuna para la eternidad: el show debe continuar. La ficción desde entonces completaría la experiencia vital. Pero ha sido en los últimos años, cuando las horas ociosas se extendieron de manera inusual a lo largo de la jornada y el amor por los niños implicó no someterlos tanto a las obligaciones y fomentar un espacio de juego y diversión, cuando apareció la distracción como máxima meta. Papá, me aburro, fue un grito de guerra. No pensar en nada, relajar las neuronas y evadirse comenzaron a ser expresiones habituales.

El exceso de distracción ha dado lugar a unas sociedades algo indolentes. Si los romanos entendieron aquello del pan y circo como una combinación infalible para el sometimiento del súbdito al poder, los nuestros podrían suscribir aquello de cotilleo, telenovela y concurso como los tres ejes de la verdadera reforma mental que propicia la sumisión. Esta semana, tras el disparate de una votación reñida en el Congreso con traiciones, cálculos insustanciales, mentiras y equilibrios precarios, fuimos testigos de un resultado causado por el error de un diputado a la hora de pulsar en el teclado de casa el signo de su votación. Sin escarbar demasiado, y con el buen ánimo de perdonar el tropezón, deberíamos concluir que tan solo se trató de un despiste. De una distracción como las que ocurren cada día, algunas incluso al volante del coche y con resultado mortal. La mayoría de ellas, según se sabe, suceden por la atención dividida entre aquello que estás haciendo y el teléfono móvil o cualquier otra pantalla cercana. Es decir, que la distracción resta concentración por ese empeño nuestro en hacer varias cosas a la vez, una habilidad para la que hay dudas de que estemos dotados.

Ante un entretenimiento inteligente, absorbente y que obliga a estar alerta, ha surgido una distracción inane, de planicie neuronal, pueril. Es sobre ella en la que hemos depositado nuestro tiempo de ocio mayoritario. Después de descubrir que ser pensantes nos convertía en dominadores, hemos adquirido la costumbre de no pensar, de comer sobre la marcha, de hablar sin reflexionar, de opinar sin datos, de querer ganar sin esfuerzo y de tener la razón sin gimnasia dialéctica. No es que seamos idiotas; es que estamos en pausa. No es que no nos preocupen los grandes conflictos que acosan a la humanidad; es que estamos distraídos en otra cosa y preferimos no responsabilizarnos. Ahora voy, ya me pongo, te lo mando en un minuto, no me calientes la cabeza, relax. Hay espacio para todo, pero entregados a la distracción es muy normal que acabemos haciendo justo aquello que más nos perjudica.

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