Literatura y dinero
Los escritores estamos obligados a mirar este mundo, a mirar el corazón del capitalismo, a mirar a las pupilas de la bestia, como Dante miró el infierno allá por 1300. Sí, los escritores tenemos una función social
Las novelas en donde nunca sale el dinero o el precio de las cosas suelen ser maravillosas, grandes cuentos de hadas que nos quitan muchos pesos de encima. Y las necesitamos tanto como las novelas en donde sí aparecen el dinero y el precio de las cosas. Hasta los místicos tenían que comer y vestirse. Hoy, Juan de la Cruz estaría obligado a entrar en alguna zapatería para comprarse unas desaliñadas sandalias vintage. Y tendría que pagarlas. También Vladimir Lenin estaría obligado a vestirse y elegir un color de corbata y unos zapatos y una gorra de diseño capaz de visualizar grandes y profundos valores revolucionarios. Y Jesucristo tendría que arreglarse la melena en alguna peluquería y elegir una túnica fashion. La complejidad del capitalismo, desde la caída del muro de Berlín, se ha hecho gigantesca. Quienes lo identifican solo con el neoliberalismo cometen una torpeza intelectual que provoca tristeza. Porque el capitalismo es ya la totalidad. La globalización de la economía y, por tanto, de la cultura es una de las últimas grandes extensiones del capitalismo, cuya última metamorfosis consiste en haber mutado en codicia de belleza y de verdad. Las clases medias occidentales viajan por el mundo. Anhelan viajar, y para viajar necesitamos flamantes aeropuertos, aviones seguros, hoteles de cuatro estrellas (qué gran invento la categoría de cuatro estrellas) y carreteras modernas. Las clases medias exigen belleza. Ya no quieren solo comer y tener un techo. Ahora pedimos belleza, ver belleza, ver arte, llevar vidas elevadas, viajar a Roma, ver la Capilla Sixtina, viajar a Paris, ver el Louvre ¿Pero quién construye los aeropuertos y los aviones y los hoteles que saciarán nuestra hambre de belleza y de verdad? En el mundo de la cultura el menosprecio del capitalismo es moneda común, pero acaba siendo un acto reaccionario e infantil, lleno de pereza intelectual. Ese menosprecio jamás viene acompañado de renuncia alguna. Nadie quiere vivir en una choza, ir descalzo, renunciar a su smartphone o a una buena conexión wifi o a un premio a la excelencia profesional en el ámbito que sea. El menosprecio al capitalismo acaba así en desprecio por el mundo del trabajo, por el desprecio a los trabajadores. Y ahí está la gran paradoja que convierte la condena general del capitalismo en un acto profundamente reaccionario. Porque hay gente que madruga para hacer posible que existan los aeropuertos, los aviones y los hoteles. Es una vieja paradoja que conocen muy bien los antropólogos. Pues detrás del capitalismo quien alienta no son solo las obscenas 30 o 40 grandes fortunas del mundo, sino todos los asalariados de la tierra, millones y millones de seres humanos que dependen del éxito de un sistema económico que nos avergüenza nombrar.
El capitalismo es muy inteligente y sabe que su nombre nos aterroriza; por eso cambia su apelación por la de democracia, para alcanzar así una manera prestigiosa de presentarse en sociedad. Los escritores estamos obligados a mirar este mundo, a mirar el corazón del capitalismo, a mirar a las pupilas de la bestia, como Dante miró el infierno allá por 1300. Hace poco, leía una entrevista al escritor César Aira en donde se preguntaba por qué a la música de Mozart nadie le exige función social y, en cambio, sí se le exige a la literatura. Aira daba con una de las servidumbres de la literatura, que es a la vez su mérito primitivo. Los escritores no tenemos una herramienta abstracta. Las palabras designan las cosas reales. Sí, los escritores tenemos una función social. Y la literatura destila ideología por todas partes, y más ideología destila cuando el escritor se empeña en decir que su literatura no destila ideología.
La literatura tiene delante la representación del capitalismo y de la democracia; incluso tiene la posibilidad de defender los territorios de la libertad individual frente al escarnio del capitalismo. La vida privada, la exaltación de las pasiones íntimas, los sentimientos, las relaciones familiares, las amorosas, allí donde el capitalismo no consigue entrar aparentemente, allí reina la literatura. Pero con toda esa exaltación de las bondades irreductibles de la vida el escritor tiene que construir novelas racionales y con capacidad de emocionarnos y tiene que devolver esos territorios de libertad humana al sucio mundo de los precios, al mercado, al comercio, a un código de barras, a la búsqueda del éxito. Por eso, a veces los escritores no pueden evitar, en un ejercicio de responsabilidad, ver allí una profunda herida que abrasa, una melancolía final. Sin éxito social la literatura no existe. Pero qué es el éxito de una obra literaria. El éxito democrático de una obra literaria son los lectores. Pero debajo de ese éxito absolutamente puro y legítimo surgen, como si de un río subterráneo se tratase, las aguas de la transformación de las emociones en mercancía, en dinero. De modo que la literatura, como el cine, como la pintura, como la música, acaba regresando al engranaje del capitalismo. Y es allí donde todos acabamos doblegados. Un artista —escritor, músico, pintor— invoca en su obra la invención de un territorio humano, pero ese territorio siempre tendrá un precio. Una novela cuesta 20 euros. Ir al cine, nueve euros. Una entrada para la ópera, 50 euros como mínimo y con visibilidad reducida. Entrar en un museo, unos 15 euros. Comprar una obra de arte, eso ya es imposible.
A mi amigo el escritor y cineasta mexicano Guillermo Arriaga un periodista le preguntó que en qué se notaba la diferencia entre el cine y la literatura y contestó que en los hoteles en donde lo alojaban. No era una respuesta anecdótica; era precisa, extremadamente inapelable. El éxito de un escritor nunca será el mismo que el de un director de cine como el de un director de cine no será el mismo que el de una estrella del rock. Es el malvado capitalismo, que divide las artes antes de que lo hagan nuestros más preclaros teóricos de la cultura.
No es una escena indeseable la que intento describir, es lo que tenemos delante. Ver esa escena, mirarla en toda su complejidad, no reducirla a una historia de buenos y malos, me parece un acto de responsabilidad intelectual. Denostar el capitalismo desde una novela o desde una película o desde un cuadro para tener éxito dentro del capitalismo me parece una diminuta y casi dulzona perversión moral dentro de un mundo de perversiones infinitamente mayores. No es un delito, dios santo, para nada. Es casi una perversión divertida, infantil, graciosa, mueve a sonrisa. Es como una diablura de niños. Es también un sueño. Es nuestro sueño más admirable en alguna medida, aunque su ingenuidad tiene un punto aterrador. Es el sueño de nuestra civilización.
Sí nos queda la democracia, ese lugar estratégico que busca la fraternidad. Sí nos queda lo que ya vio Walt Whitman. Nos queda el acto maravilloso de vivir en plenitud. Solo la poesía está fuera del capitalismo porque no vale ni 10 céntimos de euro. La poesía es la humanidad sin cadenas. Huir del capitalismo no es fácil. Para que las cosas existan deben tener un precio. Me acuerdo de un wéstern de Sergio Leone, titulado Por un puñado de dólares. En ese puñado nuestras vidas crecen, se expanden y desaparecen. O mejor aún, y recordando a Bécquer: ¿qué es capitalismo? ¿Y tú me lo preguntas? Capitalismo eres tú.
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