Ingrid Betancourt, la discordia en el centro
La exsenadora llegó a Colombia sin haber hecho la tarea de saber cuál era el país al que llegaba
No le ha ido bien a Ingrid Betancourt en su aterrizaje repentino como nueva candidata presidencial en Colombia. Llegó de repente, como los paracaidistas, perseguida por los focos de la prensa internacional que no la abandonan desde que la convirtieron en el símbolo de los secuestrados por las FARC, pero aterrizó de barriga.
Ingrid no solo llegó de repente a un país al que no había vuelto en 14 años, sino que se vino del sur de Francia, donde actualmente vive, sin haber hecho la tarea de saber cuál era el país al que llegaba. Por eso no es extraño verla hoy al borde de un ataque de nervios.
Su descoloque comenzó desde que desembarcó en la aburrida coalición de la esperanza, esa agrupación integrada por varios líderes del centro izquierda y que ya había incurrido en el error de presentarse como la coalición de los tibios en su afán por decir que ellos eran el antídoto para evitar los extremos en la política colombiana.
Allí, entre los tibios, Ingrid, que de tibia tiene poco, empezó a sobresalir. Se puso la camiseta de amigable componedora y limó con éxito los egos de todos esos machos que integraban la coalición, desactivó los reparos que impedían la entrada al grupo de Alejandro Gaviria, exministro de Salud de Juan Manuel Santos y fue la arquitecta del cónclave donde se afinaron los mandamientos del proyecto político. En una rueda de prensa en que ella fue la figura estelar –era la única mujer en una fila de seis hombres– fue la encargada de hacer el anuncio del surgimiento de la Coalición Centro Esperanza.
Es muy probable que ese día Ingrid haya tomado la decisión de abandonar su papel de amigable componedora para convertirse en generala. En una coalición de solo hombres ella descollaba y su candidatura era ya un secreto a voces. La suerte también la acompañó. A los pocos días de su desembarco, se conoció un fallo de la Corte Constitucional que revivió varias de las personerías jurídicas de los partidos que habían desaparecido por efectos de la guerra. Su partido, Oxígeno Verde, cayó en esa lotería. Por cuenta de su secuestro a manos de las FARC, sucedido en el 2002 y que le quitó seis años de libertad, su partido había dejado de existir. Que se lo devolvieran, ahora que quería volver a la política, no era un favor sino una deuda que el Estado tenía con ella.
Ingrid ya no era solo Ingrid. En cuestión de días terminó siendo la sombrilla que dio abrigo a varios de los políticos de esa coalición de tibios que no tenía partido. Ese fue el caso de Humberto de la Calle, el exjefe negociador del acuerdo de paz en la Habana. Él había decidido deponer su candidatura para convertirse en la cabeza de lista para Senado por la Coalición Centro Esperanza. Humberto aceptó la invitación e inscribió su candidatura por Oxígeno Verde.
Ingrid se devolvió a su casa del sur de Francia para pasar la navidad y a su regreso a Colombia en enero, sorprendió a todos los miembros de la coalición con su decisión de lanzarse como candidata presidencial. La noticia de que Ingrid se lanzaba salió en todos los medios europeos con gran despliegue, menos en los de Colombia. Ingrid ni siquiera les consultó a los miembros de la coalición su opinión sobre su candidatura y, como una matriarca, les informó sobre su decisión antes de hacerla pública. Ella se convirtió, en cuestión de horas, en la autoridad moral de la coalición y en la guardiana de la pureza de los tibios y empezó a decir quién era o no corrupto, casi que por derecho divino. Sin embargo, en lugar de enfilar sus baterías contra los verdaderos corruptos, las enfiló contra Alejandro Gaviria, uno de los candidatos presidenciales que ella había ayudado a entrar a ese santo grial. Sin pruebas, lo acusó de aliarse con corruptos y de haber traicionado los preceptos de pureza que habían establecido.
El pleito terminó mal para Ingrid y para la Coalición de La Esperanza. Ella se salió del club de los tibios con un portazo y la Coalición se quedó sin esperanza. Su salida tuvo efectos devastadores y uno de sus damnificados fue Humberto de la Calle, quien quedó en el limbo. De La Calle hoy corre el riesgo de ser señalado por doble militancia, un delito electoral que se penaliza en Colombia con la pérdida de la curul. A Betancourt le importó un pepino haber dejado en la lona a un hombre tan respetuoso del debido proceso como Humberto de la Calle.
La reacción de los tibios contra Betancourt no fue tan tibia. Le dijeron arrogante y embaucadora. Las redes fueron brutales contra ella. Entre insultos le decían que se devolviera a Francia, que no tenía nada que hacer en el país y le recordaron el episodio que la forzó a salir de Colombia hace 14 años. En ese entonces, Betancourt pasó de ser una heroína y una víctima de la guerra a una política desagradecida y ambiciosa porque le dio por presentar una demanda contra el Estado por no haber impedido su secuestro. El país no entendió que ella, una política privilegiada, aspirara a una indemnización por lo que le había sucedido. Ella tampoco se empleó a fondo en explicarle a los colombianos su decisión y se fue de Colombia para evitar el linchamiento.
Desde el exilio voluntario se fue volviendo una autoridad moral para hablar sobre la paz. Apoyó el Acuerdo de Paz a pesar de que le costaba ver a sus captores en el Congreso y no en la cárcel; estuvo en una ceremonia de reconciliación en la que las exFARC le pidieron perdón y ella les recriminó por su falta de arrepentimiento.
Toda esta magia que se estaba tejiendo se rompió desde que aterrizó de barriga hace unos meses en Colombia.
Dejó ver su desconexión con el país real y su desconocimiento de la política en un programa reciente de televisión, en el que le preguntaron con quién haría alianzas. No pudo contestar porque no sabía quiénes eran los candidatos. No sabía si Óscar Iván Zuluaga, el candidato del uribismo, tenía maquinarias –que las tiene–, y dudó que Álex Char, dueño y señor de las grandes clientelas, las tuviera.
Betancourt dice tener la receta para detectar quién es puro e impuro en el animalario colombiano, pero no sabe muy bien a quién aplicar su receta. Ella, desde luego está exenta de cualquier impureza. Puso a su sobrina como cabeza de lista a la Cámara por Bogotá, a sabiendas de que ella nunca ha vivido en Colombia y le dio el aval al candidato Carlos Amaya, un exgobernador que tiene unas maquinarias muy afiladas.
Ingrid Betancourt no ha hecho nada distinto a lo que hacen los hombres en la política colombiana que se abren camino a punta de su ego. El suyo no es más grande que el de los demás candidatos que quieren llegar a la presidencia. Lo que pasa es que a las mujeres en Colombia no se les perdonan sus equivocaciones.
A su llegada a Bogotá, le pregunté a Ingrid si quería entrar en la carrera por la presidencia. Me respondió que todavía no estaba lista porque aún tenía cicatrices sin sanar del último encontronazo con Colombia. Es probable que Ingrid todavía no haya solucionado sus desavenencias con los colombianos. Sin embargo, algo me dice que si Ingrid fuera hombre, no le estarían pasando esta cuenta de cobro.
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