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Elecciones en Colombia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ingrid Betancourt y el fantasma de la maquinaria

La acusación de voto clientelista que suele ir de las élites bogotanas hacia el resto del país es maniquea y esconde un problema mucho más complejo que parte de la inequidad y la exclusión de amplias capas poblacionales del proceso político institucional

Jorge Galindo
Ingrid Betancourt  candidata elecciones Colombia
Ingrid Betancourt en una comparecencia pública el 18 de enero.DANIEL MUNOZ (AFP)

Si algo define a la campaña de Ingrid Betancourt a la presidencia de Colombia es la pureza: todo su discurso gira en torno a la virtud versus la corrupción, hasta el punto de que se salió de la consulta en la coalición de centro por considerar que no estaba lo suficientemente limpia. A la hora de ser preguntada por posibles acuerdos (algo que probablemente necesitará, a la luz de su escaso potencial de voto, según las encuestas actuales), la única condición que parece poner por delante es esa misma limpieza: conmigo los puros, contra mí el resto. Y la manera de evaluar quién es válido y quién no se centra en una sola pregunta, conocida habitual del debate colombiano: ese candidato, ¿tiene maquinaria?

A ratos parece que la maquinaria es como el porno: nadie sabe definirla pero todo el mundo la reconoce cuando la ve. Pero es un espejismo, porque en realidad el concepto siempre se ha definido en oposición a otro: el “voto de opinión”. En esta plantilla maniquea, la maquinaria es toda influencia corrompida sobre la decisión de voto. La opinión, en cambio, representaría lo libre de cualquier interferencia externa. Esta es la plantilla con la que Betancourt llega a la contienda. Es una propia de ciertas élites bogotanas que han construido y construyen sus plataformas en torno al contraste maniqueo de lo bueno contra lo malo (nada más evocador que la imagen de pureza que conceptos como “verde”, “oxígeno”, “compromiso” o “ciudadanía”, todos presentes en las plataformas centristas). Esta dicotomía es útil para los intereses electorales de quien se presenta desde arriba y desde el centro al resto del país, pero tiende a oscurecer más de lo que ilumina la comprensión de los problemas del mismo: utiliza la idea de maquinaria como un fantasma que agitar para atraer votantes, pero no disipa los factores que lo mantienen vivo.

La manera más gráfica de representar la maquinaria es la compra directa de votos: ofrecer un beneficio material a cambio de la decisión de voto. Casos como el de la exsenadora Aida Merlano, condenada por una compleja operación de compra directa de sufragios, fugada y posteriormente capturada de nuevo, son los que suelen salir a colación. Así que este es un punto útil para empezar a deshacer la maraña de la maquinaria. En los dos últimos años electorales nacionales (2014 y 2018), alrededor de un 7,8% de la ciudadanía colombiana adulta declaró que alguien le había ofrecido comprar su voto. No es una cifra menor, pero tampoco encaja bien con la imagen de corrupción desbocada que puede definir elecciones no sólo con márgenes estrechos, sino incluso en primeras vueltas, cuando hace falta mover a un cuarto de los votantes del país para colocarte entre los dos primeros puestos. Sirva como ejemplo el error de los que predijeron la victoria del candidato Germán Vargas Lleras en 2018: lo hicieron porque sobreestimaron el peso de esta maquinaria directa, así como su relación con la “opinión”. La variación de este porcentaje de intento de compra admitida por subgrupos poblacionales ilumina las razones por las que fallaron estos pronósticos, que son las mismas por las que es necesario destripar la idea de maquinaria.

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Empezando por la parte inferior, como cabía esperar la prevalencia de la compra es mayor entre las personas con peores condiciones materiales (hogares sin nevera: 11,1%; hogares con dos vehículos: 3,6%). Sin embargo, los predictores no son tan obvios ni las diferencias tan grandes como uno podría esperar: ser beneficiario de transferencias o de ayudas gubernamentales solo aumenta entre 1 y 3 puntos la probabilidad de recibir una oferta de compra de voto. La etnia es un mejor predictor, y la exposición al crimen, uno aún mejor.

Lo que sugiere este orden de diferencias es que la maquinaria es una oportunidad de participación en el proceso político para segmentos excluidos habitualmente del mismo. Esto puede parecer contradictorio, y en cierta medida lo es: se ofrece una opción subóptima y sometida a un beneficio directo que restringe la decisión autónoma, pero la alternativa probablemente es (o se percibe como) un voto con efecto marginal o nulo. De hecho, como se aprecia en el mismo gráfico, los que recibieron una oferta de compra de su voto confían notablemente menos en las elecciones, por no hablar de los medios de comunicación tradicionales, pero al mismo tiempo también son perfiles que participan más a menudo en actividad política de base como reuniones de partidos, comunitarias o municipales.

Aquí surge la pregunta de qué fue antes: si este descreimiento mezclado con participación pragmática o la oferta de compra causó esta aproximación. La respuesta es que ambos se retroalimentan. Como bien explica el libro ‘El dulce poder: así funciona la política en Colombia’ publicado en 2018 por el portal independiente lasillavacia.com, el entramado clientelista funciona más como un mercado o un juego de coordinación a varios niveles que como un sistema piramidal de una sola dirección. En periodos electorales el mercado se abre, y en él se entrecruza la compra directa al estilo Aida Merlano con la oferta de beneficios más a largo plazo, inespecíficos o indirectos. También la disposición de medios de movilización: taxis, buses o publicidad, que refuerzan la red clientelar. Los que disponen de la capacidad para movilizar a todos ellos son, más que las cabezas visibles de las formaciones políticas, brokers locales o regionales, intermediaros que toman decisiones pragmáticas junto a las personas y grupos que conforman su estructura, normalmente liviana y fluida. Las investigaciones del equipo de reportería de lasillavacia.com, y especialmente de Laura Ardila, muestran la enorme complejidad de estos procesos.

Esto hace mucho más difícil separar maquinaria y opinión: tiene sentido que votantes y brokers se muevan hacia candidatos percibidos como más viables, y que las ofertas de éstos (sean específicas o inespecíficas) de beneficio material se tengan más en cuenta cuando su candidatura es más fuerte. En la falta de consideración de esta relación íntima entre participación política y beneficios esperados es donde se perdieron los predictores de la victoria vargasllerista en el 2018: como dice la historiadora Isabel Arroyo, no confiaban en las encuestas porque pensaban que éstas no eran capaces de capturar ‘la maquinaria’. Pero sí lo fueron: estaba en los candidatos viables.

Esta mayor frecuencia de participación de los expuestos a la compra directa de votos, unida a su juventud, dificulta no sólo la separación entre “maquinaria” y “opinión”, sino entre “maquinaria” y “base partidista”, como indicaba la politóloga y directora de la plataforma independiente Cristina Vélez Vieira. El profesor Francisco Gutiérrez Sanín arrojaba luz en la conversación al contraponer dos nociones de maquinaria: clientelismo y partido. En un entorno de partidos débiles y volátiles como el colombiano, se vuelve complicado que las estructuras clientelares no reemplacen a las partidistas como mecanismos de entrada al proceso político y recepción de los beneficios esperados.

Aquí, las reglas del juego marcan el formato de la relación: el profesor de la Universidad de Extremadura Marcos Criado decía que el proceso de descentralización del gasto público que se inició con el cambio constitucional de 1991 pero al que se le dio la vuelta para retornarlo a Bogotá ha hecho que el clientelismo “dependa más de la obra que del cargo”: el punto de encuentro perfecto entre maquinaria y opinión se da en las elecciones legislativas, que no casualmente se producen siempre unos meses antes de las presidenciales. Eso clarifica las posibles alianzas existentes en el Congreso para quienquiera que pueda quedar como presidente, y empieza a anticipar los pactos tácitos o explícitos que se engrasarán con la “mermelada” (el “dulce” del título en el libro de lasillavacia.com): inversión pública desde el centro hacia el resto del país que se alinea con los mercados clientelistas y emborrona los límites entre lo legal y lo ilegal.

Resulta paradójico por tanto que sean las propias élites bogotanas las que arrojan la acusación de “maquinaria” hacia “las regiones” (especialmente los departamentos de la costa Caribe, haciendo coincidir los estereotipos y prejuicios políticos con los culturales e incluso los de tinte racista). Están señalando con el dedo de la virtud un problema que, en parte, ellos mismos han ayudado a crear. Para buscar soluciones, lo primero es definir un objetivo de consenso. Quizás uno más razonable que el voto supuestamente “puro” sea el de un campo de juego para la competición electoral más equilibrado, en el que la capacidad de persuadir y convencer (o de dejarse persuadir y convencer) no dependa tanto de los beneficios directos ni se pueda capturar fácilmente con ellos. En esa búsqueda, la plantilla maniquea de la maquinaria contra la opinión será menos útil que la de un análisis institucional y realista que parta de la verdadera ventana de oportunidad para el clientelismo: la inequidad y la exclusión del proceso político que permiten que ponerle un precio (definido o difuso) al propio voto le merezca la pena a tanta gente.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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