Para llegar a la presidencia en Colombia, lo primero es que te conozcan
El izquierdista Petro es el más conocido gracias a cuatro años de campaña permanente tras su derrota en 2018. En el centro, Fajardo pelea por mantener su dominio y la derecha aún busca candidato
En cualquier elección, que sepan que existes ayuda a que te voten. Esto, que parece una banalidad, es más cierto en algunos países que en otros. Allá donde los partidos políticos son fuertes, estables, de larga tradición se puede sustituir la necesidad de fama del candidato por la marca de la formación a la que pertenece. Pero si los partidos son débiles, volátiles y sujetos a la incertidumbre, el grado de conocimiento del candidato es crucial.
Esto es lo que sucede de cara a las elecciones presidenciales colombianas: ahora mismo, las encuestas de intención de voto son apenas un indicador de popularidad en su versión más mínima. El que las encabeza todas, el izquierdista Gustavo Petro, es también el candidato con menos “no sé/no creo” en los sondeos que preguntan por la opinión sobre cada uno de los candidatos.
Petro fue el candidato derrotado en la segunda vuelta de 2018, y lleva cuatro años haciendo campaña día a día. Montar una nueva versión de la coalición de formaciones que lo aúpa ha sido parte de dicha campaña: la configuración de partidos se vuelve así más una manera de distribuir poder desde arriba y mantener parte del foco mediático que en un ejercicio de construcción de corrientes ideológicas. La falta de confianza en los partidos de los colombianos (dos terceras partes de la ciudadanía confía poco o nada en ellos) es causa, pero también consecuencia, de esta dinámica.
Porque las corrientes ideológicas existen y son más o menos nítidas: lo fueron en la primera vuelta de 2018, cuando la mayoría de los votantes optaron por izquierda, centro o derecha. Y lo son hoy, en el reflejo casi exacto de esta división que mantiene el proceso de selección de candidatos dentro de tres coaliciones distintas.
Todas han operado y siguen operando hoy como sistemas para repartir poder y acaparar atención, ciertamente, pero la del Pacto Histórico es la única en la que el candidato está nítidamente definido desde el principio. Ninguno pone seriamente en duda la victoria de Gustavo Petro en la consulta de marzo. De hecho, alguno de sus rivales ha admitido abiertamente que su único objetivo es quedar segundo para ser su fórmula vicepresidencial.
En el centro, el proceso está algo más abierto. Sergio Fajardo lo domina, pero de manera mucho menos nítida que Petro. En la primera vuelta de 2018 la batalla más enconada fue precisamente entre estos dos candidatos por obtener plaza en segunda vuelta. Acabaría ganando el izquierdista, lo cual le supuso a Fajardo una doble fragilidad que ahora sufre. Primero, le convirtió en un candidato aparentemente menos competitivo, lo cual incentivó la lucha de rivales más fuertes dentro de su mismo espacio. Poco importa que algunos de ellos tengan los ojos más puestos en 2026 que en 2022, y que esta competencia sea más una manera de empezar a darse a conocer que un desafío serio a Fajardo. Ese es quizás el caso de Juan Manuel Galán, regenerador del Nuevo Liberalismo que su padre Luis Carlos fundó en los años ochenta antes de que lo asesinaran. Poco importa porque la competición y desgaste interno es real.
A ello se añade la falta de atención mediática de la que pudo disfrutar Fajardo después de 2018. Las cámaras y altavoces se centraron en Petro, como es natural al demostrar su capacidad de alcanzar 42% de los votos en segunda vuelta. Mientras, Fajardo ha perdido aprobación, pero (como se aprecia en el gráfico que también incluye la métrica de desaprobación) más porque ha aumentado la gente que no tiene opinión definida sobre él. Petro, en contraste, sigue siendo una figura más polarizante, pero sin duda con mayor protagonismo.
Tendemos a pensar en el conocimiento de un candidato como una variable dicotómica: la gente sabe o no sabe quién es. Pero la realidad se corresponde más a la memoria: la gente se acuerda más o menos. Fajardo, simplemente, está menos presente en los medios y en las mentes de los votantes.
Y menos aún lo están los candidatos por la derecha. En la tabla que abría el artículo se aprecia la considerable indiferencia que suscitan nombres como los de Federico Gutiérrez (exalcalde de Medellín) u Óscar Iván Zuluaga (candidato definido por el uribista Centro Democrático). Como consecuencia, la competición por el encabezamiento de esta corriente es la más abierta de las tres ahora mismo en Colombia: resulta difícil anticipar quién, y siquiera si va a ser uno solo, por la falta de un liderazgo claro sumado a la debilidad de todos los partidos en este espacio. Como novedad, la debilidad incluye un Centro Democrático más fracturado que nunca al final de un Gobierno propio (el de Iván Duque) que cuenta con una exigua popularidad, menor al 30%. En 2018, el CD fue capaz de convertir a Duque, un senador joven y poco conocido, en una celebridad que dominó la primera y la segunda vuelta. No está claro que esté en disposición de hacerlo nuevamente, lo cual abre la posibilidad para que ni las élites ni el voto se coordinen de aquí a marzo, consolidando las divisiones que quedan tras un mandato que ha sido demasiado poco técnico para los moderados, y demasiado poco osado para los ideólogos.
A corto plazo, el indudable resultado de la debilidad de los partidos y el poder de los candidatos queda reflejado a la perfección en que ninguno de ellos cuenta con más de un tercio de las preferencias del total de los votantes. Tampoco el independiente Rodolfo Hernández, quien está aprovechando mejor que nadie este entorno de competición basado en nombres específicos sin plataformas sólidas para ganar popularidad a base de lograr que los medios y analistas lo mencionen gratis a cada salida de tono que tiene, una táctica que recuerda bastante a la seguida por Donald Trump en 2015 Y 2016. Los “ninguno” dominan en los diferentes escenarios de voto restringidos a los precandidatos de cada una de las tres corrientes, sí. Pero dominan en algunos espacios más que en otros, reflejando precisamente que en un universo de debilidades organizativas, la fortaleza mediática y discursiva es el único asidero para empezar a construir una candidatura.
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