Te llamaste Delia
Podrías haberte llamado Alegría, porque fue lo que nos trajiste. Ojalá todo lo que nos has enseñado, todo lo que nos has dado antes incluso de llegar al mundo te sea devuelto, pequeña niña de los mil nombres
Te llamaste Delia, pero podrías haberte llamado Salvadora. Eso dijo mi padre el día que naciste. Los médicos dijeron algo parecido cuando, embarazada, le encontraron a tu madre ese tumor: “La niña te ha salvado la vida”. Ella decidió seguir adelante y aceptar lo que viniera. Decidió preocuparse más por ti que por la vida que habías salvado con solo existir: la suya. Probablemente, de no haber sido por las ecografías y los controles rutinarios, nunca le hubieran descubierto ese cáncer en esa zona tan rara, que seguramente habría seguido creciendo. La abuelita María Solo, que te habría querido mucho y se habría referido a ti como “mi niña”, como ya hizo conmigo, murió por eso mismo hace 22 años.
Cuando me dieron la noticia, “Ana Iris, la tita tiene cáncer”, lo primero que pensé fue que no era verdad. No era posible porque estaba embarazada y nadie se merece un cáncer, pero una mujer embarazada menos. Más que miedo, sentí rabia, porque otra cosa que tampoco merece nadie es pasar, a punto de ser madre, por aquello que le hizo perder a la suya.
Te llamaste Delia, pero podrías haberte llamado Milagro, así, sin s. A pesar de las sesiones de quimio y del susto aquel, naciste fuerte y sana, aunque para saberlo te tuvieron que llenar de cables a tu primer contacto con el aire. Tuviste la madre más calva, la más valiente y la más sonriente del hospital. En las semanas previas a tu nacimiento, viéndola con su panza, su pañuelo en la cabeza y su sonrisa, la admiraba como la admiré de cría, pero ahora entendiendo por qué. Escuchándola hablar de ti antes de verte la carita, contemplando su paciencia y su resignación, me daba cuenta de que es verdad eso que dicen, lo de que Dios da sus peores batallas a sus mejores guerreros.
Tu madre nació sin un brazo, supongo que te habrás dado cuenta, y nunca quiso ponerse uno de pega porque ella es muchas cosas, pero sobre todo auténtica. Cuando de pequeña me llevaba a jugar o a Juandela a por chuches —no se lo digas a nadie, pero era mi tía favorita— y algún niño le preguntaba que por qué le faltaba una mano, ella respondía siempre que se le acababa de caer y empezaba a buscarla. Así afrontó también el cáncer: sin peluca y con humor.
Te llamaste Delia, pero podrías haberte llamado Esperanza, porque en algún sitio leí que no es la seguridad de que algo va a salir bien, sino el convencimiento de que, aunque no sea así, habrá tenido sentido. Supongo que era eso lo que animaba a tu madre cuando se enganchaba el gotero con la quimio mientras te notaba en sus entrañas. En esta casa, ya sabes, no son muy creyentes, pero al tito Jose y a la tita Arantxa les dijeron que en esos días hubo quien rezó mucho por vosotras. Y ellos, aunque son unos incrédulos, lo agradecieron. Por si acaso y porque lo que sí somos es agradecidos, lo somos hasta con los muertos, así que el día de tu nacimiento fuimos al cementerio a ponerle unos claveles a la abuelita. De algún modo, tu victoria y la de tu madre fueron la revancha, años después, por haberse tenido que ir ella tan pronto.
Te llamaste Delia, pero podrías haberte llamado Alegría, porque fue lo que nos trajiste. Ojalá todo lo que nos has enseñado, todo lo que nos has dado antes incluso de llegar al mundo te sea devuelto, mi querida Delia, pequeña niña de los mil nombres.
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