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tribuna
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Delitos de odio por encima de nuestras posibilidades

La figura se introdujo en nuestro ordenamiento jurídico para proteger a las minorías vulnerables de ataques contra sus miembros por su pertenencia a dichas minorías, no para calificar de odio cualquier expresión ofensiva

Natalia Velilla
Eduardo Estrada
Natalia Velilla

Decía Liu Xiaobo que “los medios de comunicación electrónicos dentro del país y en el extranjero permiten vencer la censura del Partido Comunista chino. (…) En este juego de prohibición y contraprohibición, el espacio de expresión del pueblo aumenta de milímetro en milímetro. Cuanto más avanza el pueblo, más retroceden las autoridades. Ya no falta mucho para que se pueda cruzar la frontera de la censura y para que la libertad de expresión se convierta en una exigencia pública del pueblo”. Poco imaginaba el militante chino de la libertad de expresión —que fue galardonado con el Nobel de la Paz— que, casi dos décadas después de dirigir estas palabras a la ONG Reporteros sin Fronteras, la libertad de expresión se iba a encontrar seriamente amenazada en el mundo occidental.

La temperatura de la democracia de un país se mide precisamente en el respeto al ejercicio real de la libertad de opinión y de expresión. Cuando pensamos dialécticamente en una dictadura, lo primero que nos viene a la cabeza son los silencios impuestos, las miradas entremezcladas de miedo y reprobación ante excesos verbales en público, la censura de películas y libros, la difusión de “la historia oficial” como único discurso. Por eso en las democracias, la libertad de expresión constituye la base de los derechos humanos, lo que nos eleva desde el hombre primitivo hacia un ser civilizado, ordenado, sometido a un sistema político libre donde las minorías son respetadas y las mayorías deciden quiénes han de gobernarnos.

Observo la tendencia hacia una pérdida constante de libertad de expresión derivada de la confusión generalizada entre lo que supone su ejercicio y la necesidad de que lo manifestado sea de nuestro agrado. Esta desviación no es exclusiva de nuestro país, sino que es un mal endémico occidental, en una dinámica de autofagocitación de la democracia, que muere de éxito. En el momento de la historia en el que gozamos de más libertades que nunca, el hombre posmoderno siente el vértigo de esa libertad y da rienda suelta a comportamientos que parecieran querer volver a estadios de mayor cercenamiento y censura.

La hipertrofia del derecho penal y el populismo punitivo, del que tantos autores han hablado, están inundando los tribunales de querellas y denuncias por delitos de expresión, a los que suele añadirse la coletilla de “delitos de odio”, para enfatizar lo inaceptable del comportamiento perseguido. Las modas llegan a todas partes, hasta a la “delincuencia”. Poco importa que nos haya enmendado en más ocasiones de las deseables el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, precisamente por condenar como delitos de expresión conductas atípicas, con interpretaciones analógicas inaceptables, que seguimos en la misma dinámica.

Hace unas semanas se hizo pública la absolución del humorista David Suárez por la Audiencia Provincial de Madrid de un delito de odio contra el colectivo de personas con síndrome de Down. Tanto la Fiscalía como la acusación particular ostentada por Plena Inclusión Madrid pedían para él un año y diez meses de prisión. El caso de Suárez es el último de un interminable collar de cuentas de redes sociales frente a quienes se ha puesto a funcionar la maquinaria judicial. En mi opinión, la decisión absolutoria de la Audiencia Provincial (que es recurrible en apelación) es acorde a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en materia de delitos de odio, al afirmar que el polémico tuit —en el que se hacía referencia a lo satisfactorio de una supuesta felación realizada por una mujer con síndrome de Down haciendo referencia a su exceso de salivación—, era una “obra de ficción” de carácter “dañino” para las personas con síndrome de Down, pero que, para ser delito de odio, requeriría de algo más que de un sentimiento de rechazo. Sin embargo, no basta con que no haya recaído finalmente una condena: el acusado ha tenido que pasar por la pena de banquillo. Hay muchas personas a las que esto les parece bien, como cuando en tiempos oscuros se sometía al escarnio público a los malhechores, como una suerte de capítulo de Juego de tronos con una Cersei Lannister exhibida desnuda por las calles de Desembarco del Rey al grito popular de “vergüenza”. Nostalgias impropias de un Estado moderno.

El deficitario respeto a la libertad de expresión lleva al reduccionismo de entender que defender que la acción de Suárez no es delictiva es equivalente a reírle las gracias y a no respetar a las personas con discapacidad. Nada más lejos de la realidad. Simplemente, sucede que en España no es delito tener mal gusto, decir estupideces, ser soez, machista o tener poca gracia. No existe el carnet de “ciudadano ejemplar” que se otorgue a quienes digan siempre lo adecuado, sean moderadamente graciosos sin ofender, digan cosas sensatas y no molesten. En un país como el nuestro, existe el derecho a ser un auténtico cretino sin que por ello venga el Estado a reprimir tu estulticia. Si empezamos a confundir derecho con moral, retrocederemos unos cuantos siglos de historia del derecho y, lo que es aún peor, haremos depender la libertad de expresión del color del Gobierno que nos dirija en cada momento, de las corrientes sociales sometidas al socaire de lobbies de poder —que suelen tener detrás otros intereses económicos— o de meras modas mercantiles con nulo respaldo legal. Sólo el reconocimiento de los derechos fundamentales de forma objetiva, para todos y conforme a los criterios que nos hemos dado, son garantía de permanencia y legitimidad. Por otra parte, que algo no sea delito no significa que no pueda tener otras consecuencias legales: si alguien se siente ofendido por una expresión injuriosa, calumniosa o contraria a su dignidad, puede hacerlo valer en la vía civil. No todo es derecho penal.

Tenemos delitos de odio por encima de nuestras posibilidades. Este tipo de conductas fueron introducidas en nuestro ordenamiento jurídico para proteger a las minorías vulnerables de ataques contra sus miembros por su pertenencia a dichas minorías, no para calificar de odio cualquier expresión ofensiva, ni siquiera si va dirigida contra una persona vulnerable. Para ser delito de odio debe existir una verdadera incitación al odio o a la violencia, tal y como apunta la sentencia de la Audiencia de Madrid a la que hacía mención. Pero es que tampoco pueden considerarse delito de odio las expresiones contra colectivos que no son vulnerables, como los toreros, los policías o las enfermeras.

Finalizo esta tribuna parafraseando al catedrático de Derecho Penal de la Universidad Carlos III de Madrid, Jacobo Dopico, quien afirmaba que tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos obligan a que exista un cierto espacio de excesos no punibles. Esta defensa puede parecer moralmente incómoda pues “es la protección del exceso, la desmesura y (…) la falta de piedad. (…) Si se reacciona penalmente contra todo exceso … la libertad de expresión resultará ahogada”. El coste es asumible, la alternativa no lo es (Revista Eunomía, marzo de 2021).

Y yo añado que, con mayor racionalidad en la persecución de estas conductas, evitaremos convertir a personajes con afán de notoriedad en advenedizos mártires del sistema.

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