Carta a Kiko Amat sobre el odio
Saber quién nos odia puede ser útil. Su inquina funciona como un estimulante. Para estar alerta, para hacer las cosas (algo) mejor
De acuerdo que las hostias no se olvidan, Kiko, pero a lo mejor tampoco era necesario acabar recordando ese sopapo de madrugada. Por muy hermano mayor que fueses, al fin, nunca devolviste los golpes. O lo hiciste sin fuerza. Ese día y tantos otros, en la calle y en casa. Y claro que también peleabas tú. No siempre con los puños, como el tipo duro que querrías haber sido y que aún sueñas ser, y quién no, sino con palabras. Han sido palabras de ficción en tus novelas, pero no imaginaba que acabases escribiendo secretos de familia. No es fácil. Se necesita coraje. Todos cargamos con nuestras heridas. La mayoría negamos tenerlas. Casi nunca las mostramos. Son muy pocos los que se atreven a desnudarlas. Ahora tú, en un cuadernito color coral y con ese dominio tuyo del humor que parece atenuar la profundidad, pero que solo la hace más tolerable, profanas la conveniencia y, entre una cita culta (Plutarco) y una broma gamberra (Hitler), desvelas las mentiras que nos contamos para convivir con nuestros demonios. Los subterfugios para no reconocer que odiamos, cuando tantas veces el odio, como el resentimiento, nos acompaña como una fuerza poderosa.
Me pongo el uniforme de nerd —cómo te cachondeabas el día que me colgaste la etiqueta, el último día que fuimos jóvenes— para decirte que Capitán Swing acaba de traducir un buen ensayo de Talia Lavin. La periodista cuenta su inmersión en la dark web, ese territorio digital donde estrategas de la extrema derecha hinchan la burbuja del odio activando tempestades de mierda cuyo objetivo principal es atemorizar al individuo señalado. Allí, racistas, incels y supremacistas se retroalimentan para apaciguar su miedo odiando al diferente, llevando su onanismo tribal hasta la amenaza explícita de violación, asesinato y expulsión. Refugiados en grupo, apuntando al otro, atrapados en la conspiración, se sienten más seguros. Nada que pueda sorprenderte porque, como constatas en Los enemigos, así es como funciona la dinámica del odio. “Odiamos la identidad ajena, pues comprendemos que es una amenaza de cara a la nuestra, que su supremacía implica nuestra exterminación”. Ante esa amenaza, como explica Lavin, el odio puede articular la vida en comunidad. “Han optado por dar sentido a sus vidas odiando, cimientan sus comunidades solidarias en el odio, cultivan el odio a diario y sin descanso”. Si sienten que su realidad se les está jodiendo, más que cambiarla, más que adaptarse al cambio, desean que otros se jodan más que ellos. Este odio, el que cohesiona, es la peste.
“A veces el odio no solo no nos personaliza, sino que nos inyecta inquina en las venas, produciéndonos ensoñaciones lóbregas que devienen pesadillas en toda regla”, dices y no te falta razón. Cuando se nos descontrola, se sitúa en el centro de nuestra arquitectura sentimental y nos posee para anularnos. Pero si logras comprenderlo, aunque sea al proyectar las carencias propias en los otros, su potencia tóxica aminora y adquiere la capacidad de descubrirte quién eres al reconocer la amenaza por la que sufres. Estoy seguro de que al leer lo anterior te vendrán ganas de potar, porque parecerá que has escrito un manual de autoayuda, pero sabes que la honestidad al pensar sobre uno mismo, aunque se use el disolvente de la ironía, siempre ayuda a perfeccionar nuestra disfuncional maquinita moral. Saber quién nos odia, además, puede ser útil. Este es el tema del libro. Su inquina funciona como un estimulante. Para estar alerta, para hacer las cosas (algo) mejor. Como esos momentos de tus novelas cuando al protagonista, tras un colapso de la tensión acumulada, se le deshiela el corazón y logra desparramar su vulnerabilidad. Ese instante en el que el odio puede disolverse porque puede compartir el dolor.
Si además de la pelirroja, lo haces con la chavala que se sentaba a mi lado en la clase de segundo de BUP, le das un abrazo y, ya que compartimos apellido, le dices que me habría molado ser hermanos. Asumo quién habría sido el nerd de la familia.
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