Kiko Amat: “El odio es una energía primaria que se proyecta contra lo que tienes cerca”
El escritor catalán se aleja con ‘Revancha’, su sexta novela, de la literatura pop para sumergirse en un mundo de violencia, ‘hooligans’ y extrarradio no fotogénico
Kiko Amat (1971) es puro nervio. Sentado en la terraza de un bar barcelonés para hablar de su sexta novela, Revancha, que publica estos días el sello Anagrama, el escritor parece recorrido por una tensión eléctrica. Ha venido a defender su obra “más ambiciosa y madura”, y lo hace con la energía y la elocuencia atropellada del punk (dos acordes, tres minutos, toda la verdad), la secta sonora a la que se afilió siendo un adolescente en la ciudad dormitorio de Sant Boi de Llobregat.
Revancha es una novela violenta. Hay una violencia soterrada en su uso del lenguaje, rico en metáforas abruptas y frases de una rotundidad casi pugilística, y violencia cruda y explícita en su trama y en sus personajes, un par de lobos esteparios aturdidos por las cicatrices de la experiencia y condenados a destruir todo aquello que desean. Amat vuelve a un marco geográfico y temporal que le resulta muy familiar, la comarca catalana del Baix Llobregat a finales de los ochenta: “Me fui de allí hace casi 30 años”, nos cuenta, “pero en cierto sentido sigo atrapado en aquel paisaje de mi infancia, aquella periferia sórdida, miserable y sin horizontes. Por eso vuelvo a ella una y otra vez cuando escribo, es de ese paisaje de donde saco la energía y el odio que son el combustible de mis novelas”.
Con César y Amador, el justiciero a sueldo y el ultra futbolístico que protagonizan Revancha, Amat comparte apenas un paisaje y un par de recuerdos de infancia: “También la rabia y el resentimiento proletario, la conciencia íntima de venir de un entorno de mierda y estar predestinados al fracaso”, admite. “Pero la diferencia fundamental es que yo soy un escritor, tengo un don que he sido capaz de desarrollar y que ha sido mi ascensor social, mi puente hacia una vida mejor o, al menos, distinta. Ellos no han tenido esa suerte, solo son capaces de canalizar su frustración a través de la violencia”. El autor reconoce sentirse particularmente orgulloso de sus criaturas, las más ricas y complejas que ha sido capaz de crear: “Sobre todo, estoy satisfecho con Amador, que me parece más real que muchas de las personas reales que conozco”.
Para llegar a crear a Amador, criminal reticente, el gran hallazgo de Revancha, Amat tuvo que superar una auténtica travesía del desierto: “Fueron seis meses de incertidumbre y angustia en los que escribí más de cien páginas desde el punto de vista del personaje que eran una novela en sí mismas y que al final acabé descartando por completo. No quise aferrarme a ellas, porque una de las claves de escribir bien es no enamorarte del sonido de tu propia voz narrativa, ser capaz de distinguir lo que es solo provisional del producto acabado que de verdad vale la pena. Pero aquel borrador desechado me sirvió para encontrar al personaje, con toda su complejidad y sus contradicciones, sus instintos crueles y también su fondo de ternura y decencia. Porque Amador es un mal tipo y un salvaje, pero no un psicópata, y eso está en la esencia de la novela”.
Amat se siente, hoy más que nunca, un escritor profesional, alguien que se ha demostrado a sí mismo que la literatura es algo más que un arrebato o un capricho: “No basta con la energía y el entusiasmo, no basta con la vocación. Yo siempre he sido un narrador nato, tenía ese instinto. Ya en la escuela formaba parte de mi estrategia de supervivencia, me permitió hacerme respetar en un entorno cruel en el que yo no destacaba en nada más, nunca tuve mucha fuerza ni talento para el deporte. Pero esa cualidad mía he tenido que trabajármela a conciencia. He tenido que desarrollar una técnica, pasar por un proceso de aprendizaje. Exigirme siempre escribir más y mejor, incluso en los momentos de frustración y desaliento”.
Hoy asume con naturalidad que es “un artista” y que siempre lo ha sido (“siempre tuve un temperamento creativo”), pero en el Sant Boi en que creció “parecía imposible llevar una vida artística, ganarse la vida con una profesión como la de escritor: sencillamente, nadie de nuestro entorno lo hacía”. Con 13 años, en 1985, ganó la final provincial del concurso de escritura que patrocinaba Coca-Cola. La juventud hoy, ese era el tema del certamen. No recuerda qué escribió, pero sí cuál fue el premio obtenido con ese precoz triunfo literario. Un televisor. En blanco y negro. “Mis padres vieron que esa cualidad mía, en principio tan poco útil, me podía servir al menos para ganar algo tangible, un aparato que valía un dinero, pero no sé decirte si con eso me gané su respeto. Supongo que siguieron pensando más o menos lo mismo, que perdía el tiempo leyendo y escribiendo”.
Desde entonces, ha recorrido un largo trecho. Ha perseverado año tras año, libro tras libro, y siente que ha desarrollado su potencial y se ha hecho justicia: “Supongo que Revancha es el tipo de novela que siempre quise escribir. Una historia de personajes y situaciones, con mucha sustancia narrativa, en que el estilo no es un adorno, sino una herramienta. Con las metáforas pasa como con las rayas de cocaína: hay que saber dosificarlas, porque la primera es la buena y la decimocuarta, muy probablemente, sobra. Detesto a los escritores que se limitan a acumular frases brillantes por puro narcisismo. Detesto las novelas que no tratan de nada, los ejercicios de erudición y estilo en que todo es melindre y almíbar”.
Revancha tiene algo de western crepuscular, de esas historias de hombres solitarios que han llevado vidas miserables y se asoman a la hora decisiva persiguiendo una redención imposible: “Hay en el libro escenarios muy Far West, como las ruinas del camping La Ballena Alegre, que es también uno de los entornos kitsch de mi infancia”, concede Amat. “Sobre todo, es una novela que se nutre de las mitologías del Baix Llobregat de mi adolescencia. Suelen preguntarme por mis influencias literarias, pero yo no escribo libros que hablen de otros libros. Parto de la tradición oral, de las historias de hooligans y skinheads que compartíamos en mi pueblo cuando éramos una pandilla de críos desorientados que pasaban las tardes muertas tomando cañas. Soy de una generación que aún sabía disfrutar del ocio estéril, de la conversación y del relato”. Para Amat, la periferia es un estado del alma: “Mis raíces son lo único a lo que no renuncio. En los últimos años, siento que he dado un salto cualitativo como escritor. He soltado mucho lastre. Ya no escribo novelas pop, como Rompepistas o Cosas que hacen BUM, me he distanciado de mi autobiografía y hasta de mi personaje y de mi voz narrativa. A lo que sigo aferrado es al Baix Llobregat, a mi identidad y a mi conciencia de clase”.
Amat no entiende la conciencia de clase en clave partidista: “Es más bien un instinto: se odia al que te desprecia. Es un mecanismo de defensa, mis amigos y yo crecimos odiando a las cuatro familias del barrio a las que les había ido un poco mejor que a las nuestras y nos miraban por encima del hombro. Tal vez sea cierto que el verdadero enemigo está en otra parte, pero el odio es una energía primaria que se proyecta contra lo que tienes cerca”. Hace un par de años, le preguntaban en las entrevistas por la fuerte implantación en su comarca natal de un partido como Ciudadanos: “Hoy, la periferia naranja va camino de convertirse en la periferia de Vox”, nos dice, “prefiero no hablar de política, así que solo diré que no me extraña en absoluto: es solo un paso más en la deriva ideológica de una clase obrera a la que la izquierda ha dejado huérfana, otra manera destructiva y contraproducente de canalizar la energía frustrada y la rabia del extrarradio”.
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