Cristina Kirchner y el Fondo
Si no se aplican los correctivos dolorosos del FMI, el Frente de Todos, la alianza peronista que gobierna Argentina, correrá un riesgo: llegar a las elecciones de 2023 entre las llamas de un incendio. O no llegar
En abril de 2018, durante el Gobierno de Mauricio Macri, Argentina se vio sacudida por una implacable crisis financiera. Para frenar el ataque de los inversores contra el peso, el Banco Central se desprendió en poco más de una semana de 15.000 millones de dólares. Como la sangría no se detenía, Macri recurrió al Fondo Monetario Internacional. Consiguió un apoyo sin antecedentes: un crédito de 44.000 millones de dólares.
El Gobierno peronista que sucedió a Macri, presidido por Alberto Fernández, y liderado por su vicepresidenta, Cristina Kirchner, debe devolver en cuotas ese préstamo. O refinanciarlo, a cambio de un programa que ordene las principales variables de la economía.
La dimensión de ese ajuste desató un debate dentro del Frente de Todos, la alianza peronista que gobierna el país. El Presidente, con el apoyo tácito de muchos jefes territoriales de provincias y municipios, venía respaldando a su ministro de Economía, Martín Guzmán, en la negociación de ese plan de ajuste. Un sector minoritario de la coalición, que incluye al Partido Comunista y en el que militan dirigentes de izquierda más radicalizados, ha amenazado con la ruptura si se sigue ese camino.
La señora de Krichner no rechazó el entendimiento, pero advirtió en sucesivas oportunidades que no tolerará las clásicas restricciones que impone el Fondo para acceder a sus recursos. La última vez fue el miércoles pasado, desde Honduras, adonde asistió a la asunción de la presidenta Xiomara Castro. Allí la vicepresidenta argentina sostuvo que ese tipo de restricciones debilitan de tal modo al Estado que terminan por favorecer la instalación del narcotráfico.
La reticencia del kirchnerismo, como de muchas otras corrientes de izquierda, de aceptar un acuerdo con el Fondo, se explica por razones que van más allá de la negativa a aceptar programas de austeridad. Resulta molesto, en especial, el monitoreo trimestral que ejerce el organismo sobre las cuentas de sus deudores. Resulta molesto, además, que ese tipo de entendimiento es imposible de alcanzar sin el visto bueno de los Estados Unidos, que lidera el Fondo, mucho más cuando la discusión se refiere a un país de América Latina.
El viernes pasado, el presidente Fernández anunció un acuerdo. No fue el resultado de una deliberación interna. Debió hacerlo porque ese día vencían 700 millones de dólares. La Argentina no los podía pagar porque, si lo hacía, se habría quedado casi sin reservas monetarias disponibles para pagar importaciones o para intervenir en el mercado de cambios, que está muy agitado por esa misma escasez de divisas.
El equipo técnico del Fondo emitió un comunicado explicando qué había sucedido. Allí definió el entendimiento alcanzado como parte de una negociación que deberá seguir su curso. Y que, una vez concluida, deberá ser aprobada por el directorio del Fondo.
Esta divergencia es, desde el punto de vista político, importantísima. Fernández dijo haber “firmado” un acuerdo definitivo. Pero sólo se definieron las metas de déficit fiscal que deberá cumplir el país: 2,5% del PBI en 2022; 1,9% en 2023; 0,9% en 2024. Quiere decir que se ató de pies y manos para el resto de las discusiones, ya que no podrá romper el entendimiento al que dijo haber llegado. Lo hizo presionado por la urgencia de tener que evitar un pago al Fondo. Esa premura fue tan severa que, a último momento, el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, debió acudir a sus amigos de la Casa Blanca para que realicen una gestión favorable delante del Fondo.
Los capítulos que deben negociarse son delicadísimos. El Fondo ya advirtió que tendrán que recortarse los subsidios al consumo de gas y electricidad, que son la porción más importante del insostenible déficit fiscal. Es decir, habrá que disponer un aumento del precio de la energía.
También habrá que reducir la emisión monetaria a través de la cual el Banco Central financia al Tesoro. Traducido: o se aprueba un impuestazo o se reduce de manera contundente del déficit fiscal por la vía de un recorte draconiano del gasto público.
Otro objetivo del programa es estimular la demanda de pesos. Los argentinos huyen del peso, que pierde valor por la alta inflación: 50% anual. Prefieren tener dólares, lo que ocasiona una caída de reservas que ya tocó su límite. Para revertir ese proceso, el Fondo recomienda, entre otras medidas, adoptar una tasa de interés real positiva. Es decir, que los ahorros se remuneren a una tasa de interés superior al 50%, que es la tasa de inflación. Es una recomendación dolorosa, porque tiene un gran componente recesivo. Además, impacta sobre otro problema, del que casi no se habla en la Argentina, pero que acaso sea el más grave: la deuda del Banco Central. Esa entidad ha emitido papeles destinados a absorber el dinero que emite para financiar al Tesoro. Y alcanzó un pasivo de 5 billones de pesos. Si, para que la moneda local se vuelva más atractiva, se aumenta la tasa de interés, esas letras del Banco Central se volverían impagables. La salida más probable para esa encerrona es una devaluación importante del peso.
Fernández debe conseguir que la oposición apruebe su acuerdo en el Congreso. La oposición, que está formada sobre todo por Juntos por el Cambio, la coalición de Macri, también está atrapada: no puede negarse a colaborar con la transacción de un pasivo que ella misma contrajo cuando estaba en el poder. Sin embargo, para prestar ese auxilio, los rivales de Fernández exigen algo lógico: que Cristina Kirchner se pronuncie a favor del ajuste.
El Presidente debe convencer a su segunda. Todavía no habló con ella. Pero consiguió a un mensajero persuasivo: el brasileño Lula da Silva felicitó al Gobierno argentino por el anuncio del viernes.
La señora Kirchner tal vez no mire tanto hacia Brasil. Mira hacia su izquierda, a esos seguidores radicalizados que le piden un plebiscito como el que Grecia realizó en 2015. Y mira, sobre todo, hacia su electorado, que se concentra en los segmentos más vulnerables de la población. Este segundo factor siempre es determinante en un político. Pero en el caso de ella, mucho más: entre 2019 y 2021 su Frente de Todos perdió al 40% de sus votantes.
Uno de los rasgos principales del discurso populista es ignorar el costo de las alternativas a aquellos caminos que propone. Si se reduce el gasto público, entre otras cosas, a través de un aumento de tarifas, y se desalienta la corrida hacia el dólar a través de una devaluación, en un primer momento habrá más inflación. Por lo tanto, habrá un mayor deterioro del salario real. Y el Frente de Todos correrá el riesgo de perder las elecciones presidenciales de 2023. Pero si no se aplican esos correctivos dolorosos, el Frente de Todos correrá un riesgo mayor: llegar a las elecciones de 2023 entre las llamas de un incendio. O no llegar.
El debate que atraviesa al kirchnerismo ayuda a examinar el estado de la política en la región. Las expresiones de izquierda se pueden clasificar con distintos criterios. Por ejemplo, las que toleran o no toleran dictaduras. O las que amenazan o no a la estratégica libertad de prensa. También hay otro modo: las que registran o no la restricción presupuestaria. Es decir, las que se resignan a que no se puede gastar mucho más de lo que ingresa, porque de otro modo se cae en procesos inflacionarios que mortifican más a los que menos tienen. Es el más reaccionario de los ajustes.
Si se observan las propuestas que va esbozando en Chile Gabriel Boric, es evidente que entiende el límite. Pretende aumentar el gasto, aumentando también los ingresos. Con Lula da Silva pasó lo mismo mientras gobernó. Xiomara Castro, en cambio, acaba de anunciar que un millón de hondureños recibirán gratis la energía, sin explicar cómo se solventará el regalo.
El oficialismo argentino duda sobre qué orientación tomar. Tal vez debería mirar a Venezuela. Allí acaba de fracasar el experimento que el sector más combativo del kirchnerismo pretende comenzar ahora. Nicolás Maduro superó la hiperinflación, para pasar a tasas mucho más alentadoras, del 7% mensual, que siguen siendo delirantes. ¿La receta? Reducción del déficit, que en 2020 había llegado a 20% del PBI; recorte en el subsidio a la gasolina; abandono del control de precios y reblandecimiento de las restricciones al mercado cambiario. En definitiva: hasta en el paraíso del socialismo del siglo XXI, cuando se llegó al borde del abismo, debieron flagelarse con un maldito “ajuste neoliberal”.
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