La libertad de los propietarios
El concepto que se defiende desde ciertos sectores esconde otras cuestiones vinculadas al modelo económico neoliberal, como desregulación, privatización y, la que menos se pronuncia, acumulación
No hay grupo político más globalizado que los llamados antiglobalistas. Entre un mar de banderas, los populistas de derecha repiten los mismos mensajes en todo el mundo: dibujan un pasado feliz, familiar y seguro, enfrentan al “pueblo” con la élite, a la que ellos mismos pertenecen, e insisten mucho en la palabra libertad. Podríamos decir que es su significante vacío. Tras la primera vuelta de las elecciones chilenas, el candidato de ultraderecha, José Antonio Kast, señaló que la elección estaba clara: libertad o comunismo. El mismo lema ha circulado por Madrid, Perú, Bolivia o Argentina. Dentro de «comunismo», cada país pone sus fantasmas. En el caso de Chile, son casi idénticos a los nuestros: terrorismo, delincuencia, inmigración y, cómo no, Venezuela. En Estados Unidos, se usa tiranía, una palabra con más tradición política en ese país.
La libertad que se defiende ya no es el concepto ilustrado del pensamiento autónomo y la redistribución de derechos, sino la libre disposición del capital y la propiedad. La libertad del propietario puede resumirse en una frase bastante repetida: no quiero que nadie me diga lo que tengo que hacer. Es decir, lo contrario a la convivencia y la comunidad. Por eso, este tipo de discursos suele tener más éxito en lugares con unos altos niveles de segregación urbana, escolar o sanitaria. Hace falta romper el espacio social común para lanzar el mensaje de que cada persona puede desarrollar su proyecto vital o laboral sin los demás. La libertad que se defiende esconde otras cuestiones vinculadas al modelo económico neoliberal, como desregulación, privatización y, la que menos se pronuncia, acumulación. Ese el verdadero dilema.
La Revolución Francesa inició la era de la redistribución, un concepto que alcanzó su mayor consenso en el siglo XX. Desde la doctrina social de la Iglesia al socialismo real, pasando por el New Deal o el Estado del bienestar, parecía el objetivo de cualquier país. Si uno quiere acabar con una idea hegemónica, no hay que presentarse a las elecciones, sino cambiar el sentido común. La clave es desligar libertad de igualdad y fraternidad para enfrentar el primer concepto a los otros dos a través de lo que los diferencia. La igualdad y la fraternidad siempre necesitan del otro, mientras que la libertad puede negarlo. La mejor herramienta para hacerlo es la propiedad. Concretamente, el modelo más extendido: la vivienda.
La rebelión de los propietarios tuvo lugar en California en los años setenta. El círculo virtuoso de la posguerra estaba comenzando su declive. El principal problema económico era la inflación, que se comía los salarios y, sobre todo, las pensiones de las personas que habían trabajado en los años dorados. Una de esas personas era Howard Jarvis, un jubilado que había combinado su trabajo con el interés por la política y que, en 1978, lanzó la propuesta 13, una iniciativa popular destinada a cambiar el mundo. El contenido era sencillo: dejar al mínimo el impuesto sobre la propiedad y dificultar los futuros aumentos de impuestos. La leyenda dice que Jarvis, presidente de la Asociación de Contribuyentes, se inspiró en el discurso de Howard Beale en Network: «Estoy más que harto y no pienso seguir soportándolo». Se trataba de movilizar el enfado de la clase media contra la situación económica, la integración y una sentencia que redistribuía los fondos escolares, financiados precisamente por los impuestos locales a la propiedad, para defender la igualdad de oportunidades entre las diferentes zonas.
Ayudado por las potentes asociaciones de propietarios californianas y el sector inmobiliario, elaboró una agresiva campaña de comunicación que ha llegado hasta nuestros días. Con apelaciones míticas a los Padres Fundadores o al Motín del Té (Boston Tea Party), Jarvis presentaba su lucha como el pueblo contra los políticos elitistas y despilfarradores y, de paso, contra los que se aprovechaban de las ayudas públicas. “Por qué la Administración tiene que decidir qué hacer con nuestro dinero” o “por qué tenemos que pagar los servicios de otros y que no usamos” son frases aún vigentes, lo mismo que otro recurso propagandístico: los casos extremos de personas arruinadas por los excesivos impuestos. Normalmente, jubilados como Jarvis.
Hubo advertencias sobre los problemas que la iniciativa iba a provocar no sólo en la educación pública de California, sino en todo el tejido social. No sirvió de nada. La propuesta 13 triunfó y fue el inicio de un problema de desigualdad que, 40 años después, es sangrante en las grandes ciudades del Estado, como Los Ángeles o San Francisco. No es un error, sino el modelo. Dos años más tarde, el exgobernador de California, Ronald Reagan, dirigió una rebelión de propietarios a nivel nacional escudado por el programa de televisión Libertad para elegir, presentado por Milton y Rose Friedman. Irónicamente, en la televisión pública estadounidense. El debate sobre los impuestos se convertía en terreno minado. Podía comenzar la demolición del Estado del bienestar porque, frente a la redistribución, ya no estaba la desagradable acumulación, sino la libertad. Y hasta hoy.
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