Moral de los juguetes
La arrogancia de los adultos puede perder de vista la capacidad infantil para vivir y experimentar mil fantasías. En los juegos no rige la imitación sino la creación, el principio de placer y la libertad
La reciente campaña del Ministerio de Consumo alentando a eliminar el sexismo en los juguetes, reforzada con la convocatoria de una huelga simbólica de estos (noticia que en cualquier niño causaría tanto asombro como tristeza o rabia), me ha hecho evocar algunas lecturas que tratan de la relación de los adultos y de los niños con los juguetes.
En los días de su primera infancia, la madre de Baudelaire lo llevó de visita a casa de Madame Panckoucke, una verdadera hada que en una amplia estancia atesoraba todo tipo de juguetes para obsequiar a los pequeños, ofreciéndoles así un espectáculo extraordinario: las paredes desaparecían tapizadas por los juguetes y también el techo, del que pendían al modo de maravillosas estalactitas, así como el suelo, reducido a un estrecho surco por donde moverse. El pequeño Charles se apoderó del más bonito, caro y llamativo, a lo que su madre —¡cómo no!—, escandalizada, se opuso de inmediato, obligándolo a contentarse “con un objeto infinitamente mediocre”. Tal “aventura” la recuerda Baudelaire cada vez que se detiene ante una juguetería y pasea los ojos por “el inextricable revoltijo de curiosas formas”, por “el brillo cegador de los colores” o “la violencia en el gesto”, pues el poeta conservó siempre “un afecto verdadero y una admiración razonable por tan “singular estatuaria”, que para él representa muy bien las ideas de la infancia sobre la belleza. Lo cuenta en Moral del juguete (1853), donde, además de valorar distintos tipos de juguetes —del más primitivo y tosco al más caro y científico—, analiza las relaciones de adultos y niños con ellos. Para estos, el juguete es la iniciación en el arte en tanto que espolea su fantasía e imaginación, e incluso puede despertar una temprana tendencia metafísica cuando se empeñan en ver el alma del juguete, lo que a menudo los lleva a destrozarlos y romperlos. En los adultos prima el principio de realidad —pragmatismo, interés o tacañería—, actitudes, a su juicio, tan superrazonables como antipoéticas.
Baudelaire se refería al buen burgués. El amable y tierno Edmondo de Amicis —el célebre autor de Corazón (1886)— retrata a madres e hijas en un relato tan perturbador como ácido y crítico, El Rey de las muñecas. Además de una estupenda descripción de la tienda del señor Bonini —”inventor, fabricante y vendedor de niñas inanimadas”, y filósofo—, hay en el cuento una interesante tipología de las clientas —las apasionadas y ardorosas, las dignas, las astutas, las obstinadas o las indiferentes e impasibles—, de sus gustos y preferencias, y un lúcido análisis psicológico de las compradoras, que desvela la hipocresía o el cinismo con que las madres enmascaran sus argumentos —determinadas muñecas despertarían en las niñas ideas vanidosas, y no el lujo de sus propias madres—, los diferentes propósitos o intenciones que guían la elección —recompensa o premio, pero también castigo, y hasta coacción o chantaje—, junto a ciertas conductas: esa “costumbre materna, tan sabiamente educativa —apostilla con ironía Amicis—, de consolar a la niña que se cae pegando a la muñeca que la ha hecho caer consigo”.
Walter Benjamin —que aporta una lectura materialista y también analiza los juguetes en tanto que mercancía, al reseñar en 1928 el libro de K. Gröber Una historia del juguete— es igualmente incisivo al señalar la turbia relación de los adultos con los juguetes infantiles, la dudosa bondad o el propósito moral que guía las decisiones de los mayores, y analiza la confrontación que se plantea entre unos y otros: “Menos del niño con los adultos que de los adultos con él”, pues precisamente en el juego —sea con muñecas o con soldaditos o con pelotas— descubren los niños la condición de “un ser subordinado” y aprenden a tratar con él. O a vérselas con él, como le sucedía al escritor Gustavo Martín Garzo con las peonzas, que siempre lo han acompañado en su cuarto de trabajo, y cuya contemplación —”el enigma de su giro y de su ensimismamiento”— lo lleva a trazar una metáfora de la escritura: ese “baile alegre, incomprensible, demente” o “el frágil equilibrio de una peonza girando” (El libro de los encargos).
Convendría rebajar nuestra arrogancia, sin presuponer taxativamente las relaciones que establecen los niños con los juguetes, dada la capacidad infantil para vivir y experimentar mil fantasías, ni tampoco pronosticar posibles efectos nefastos. Porque en los juegos no rige la imitación sino la creación; o, si se prefiere, la transformación. Y el principio de placer. Los chavales del Carmelo que —en Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé— convertían el monte pelado en predilecto y fabuloso campo de aventuras y donde desplegaban sus modestas cometas —hechas con pasta de harina, cañas, trapos y hojas de periódicos con fotografías y noticias de una Europa donde “reinaba la muerte y la desolación”—, ¿veían en ellas la crónica de la realidad allí reproducida o vivían con ellas su sueño guerrero? Y convendría respetar lo que el juego —con o sin juguetes— siempre tuvo de espacio de libertad: un ámbito donde, en soledad o en compañía, también hemos crecido.
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