Walter Benjamin, el desterrado de Berlín
Mientras la guerra derrumbaba todo su mundo, el escritor se refugiaba escribiendo sobre su infancia perdida
Hay novedades sigilosas. Es preciso estar alerta para que no pasen sin dejar rastro. La editorial Periférica publica nuevas traducciones de las dos obras más puramente literarias de Walter Benjamin, Infancia berlinesa hacia mil novecientos y Calle de sentido único, a cargo de Richard Gross. Y esa novedad se vuelve todavía más atractiva porque coincide con la traducción de la más reciente biografía en inglés de Benjamin, la que publicaron hace varios años Howard Eiland y Michael W. Jennings. Las ediciones de Periférica tienen un formato que se ajusta al bolsillo de una chaqueta y favorecen la lectura accidentada e itinerante que parecen exigir esos dos libros. Con casi mil páginas de papel biblia, que incluyen notas copiosas, fotografías e índices muy bien organizados, la biografía de Eiland y Jennings es una proeza más llamativa todavía porque la ha emprendido una pequeña editorial, Tres Puntos. Y también habrá tenido mucho de proeza el trabajo de la traductora, Elizabeth Collingwood-Selby, que ha debido moverse con mucho conocimiento y destreza entre el inglés de los biógrafos y el alemán del biografiado.
Hay veces que el talento de un escritor no concuerda con el espíritu o con la moda de su época y del círculo en el que le ha tocado moverse. Es como esos pintores muy dotados para el dibujo y la figuración que por influjo de su tiempo se hicieron abstractos sin necesidad. En Infancia berlinesa y Calle de sentido único se ve que Benjamin tenía una inclinación poética y narrativa muy poderosa, educada en la lectura de Baudelaire y de Proust. A los dos los tradujo y se empapó de ellos, absorbiendo una influencia mucho más honda que la de la imitación del estilo: en Baudelaire y en Proust a lo que aprendió Walter Benjamin fue a iluminar su propio mundo, a modelar su mirada, el aliento de su escritura. Pero la cultura alemana en la que le tocó vivir era de un gran espesor especulativo y filosófico, igual que algunos de los amigos de los que Benjamin se sentía más cerca, Gershom Scholem y Adorno. Puede que sea un prejuicio mío, causado por mi ignorancia de la filosofía y por mi recelo instintivo hacia el pensamiento abstracto, pero tengo la sospecha de que Walter Benjamin habría sido un escritor más rico en intensidad humana y pura observación del mundo si no se hubiera esforzado tanto en estar a la altura de los rigores filosóficos de Adorno.
Benjamin poseía una originalidad que estaba entre Proust y Kafka: el aire de crónica y alucinación urbana de Calle de sentido único recuerda a El Spleen de París, de Baudelaire, y a aquella película contemporánea sobre un día en Berlín que rodó Walter Ruttmann en 1927, Sinfonía de una gran ciudad, justo un año antes de que se publicara el libro de Benjamin. La prosa de Infancia berlinesa tiene la misma cualidad de percepción sensorial de Por el camino de Swann, si bien su impulso creativo es el opuesto al de Proust: en Proust la escritura se ramifica y se expande como una reacción en cadena a partir de un solo estallido inicial de la memoria; Benjamin concentra y depura, como excavando en un yacimiento muy rico pero muy estrecho.
Pero nada se escribe en el vacío, y el estilo no depende solo de la voluntad, sino de las circunstancias muchas veces hostiles en las que se construye, cuando no de la lotería terrible de la historia. Dejando aparte sus contratiempos amorosos y sus dolencias, Proust tuvo todo el sosiego del mundo para escribir su novela inmensa. El desenlace mortal de su enfermedad no le dejó terminarla, pero hasta su mala salud había contribuido durante años a un retiro confortable de las obligaciones sociales que le vino muy bien para concentrarse en el trabajo. Como a Franz Kafka, la muerte prematura salvó a Proust de llegar a conocer el derrumbe de Europa y la crecida del salvajismo en la que es muy probable que los dos, como judíos, hubieran perecido. En Infancia berlinesa se ve que la de Walter Benjamin había sido igual de protegida pero más opulenta que la de Proust, un bienestar lujoso y más bien sofocante, con todo el espesor decorativo del siglo XIX burgués, las alfombras, los cortinajes, las lámparas, las plantas de interior, los muebles de caoba, las vitrinas con cristalería y porcelanas, la presencia asidua y fantasmal de los criados, la sensación permanente de abrigo frente a la intemperie exterior. Pocos escritores han contado mejor que Walter Benjamin la dulzura de ver por la ventana la nieve cayendo, y las ventanas iluminadas de noche al otro lado de la calle, con la claridad del gas, o las luces encendidas en los árboles de Navidad. Pero esa dulzura infantil de pronto se vuelve tristeza: el niño se aleja de la ventana “con el corazón tan afligido como solo lo aflige la cercanía de una felicidad segura”.
El mundo de Proust se mantuvo más o menos intacto hasta su muerte. Vivió en apartamentos bastante cercanos entre sí, en la misma ciudad, rodeado por muchas de las mismas cosas que había conocido desde niño. El mundo de Walter Benjamin, que parecía tan macizo, fue rápidamente destruido por la guerra europea, por el hundimiento del imperio alemán, por la inflación de los años veinte, que arruinó a su familia, por los trastornos políticos, por la victoria de los nazis. Proust no tuvo que trabajar ni un solo día de su vida. Benjamin pasó una gran parte de la suya buscando una seguridad que no encontró nunca, arrojado a un exilio en el que la pobreza y el miedo no le dejaban ni un día completo de sosiego. Según llega a sus últimos capítulos, la biografía de Eiland y Jennings se convierte en un catálogo de huidas y en una novela de terror. Los episodios de esa infancia en Berlín que invocan un paraíso fuera del tiempo y libre de toda amenaza, aunque no de melancolía, se fueron escribiendo a salto de mata, en lugares distintos de Europa, mientras Benjamin tenía la sensación física de que el suelo desaparecía bajo sus pies, y se publicaron de manera dispersa en periódicos, muchas veces con seudónimo, porque su nombre estaba proscrito en Alemania. Este libro que ahora nosotros tenemos en las manos él no llegó a verlo nunca. Nos da una sensación tan verdadera de refugio porque Walter Benjamin se escondía escribiéndolo, bien protegido en su madriguera ilusoria de palabras.
Infancia berlinesa hacia mil novecientos / Calle de sentido único. Walter Benjamin. Traducción de Richard Gross. Periférica, 2021. 136 / 176 páginas. 11 euros.
Walter Benjamin. Una vida crítica. Howard Eiland y Michael W. Jennings. Traducción de Elizabeth Collingwood-Selby. Tres Puntos, 2020. 1.003 páginas. 49,95 euros.
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