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Tribuna
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El corazón del ciervo

La hermosa película ‘El peral salvaje’ contiene el símbolo de la verdadera cultura. Los poetas y niños que aman los cuentos guardan, como Blancanieves, la memoria del animal que murió para que ellos vivieran

Gustavo Martín Garzo
Tribuna Martín Garzo 30/1
NICOLÁS AZNÁREZ

En El peral salvaje, la última película de Nuri Bilge Ceylan, un joven que quiere ser escritor, Sinan, regresa a su pueblo, situado en la zona de Turquía donde yacen los vestigios de la mítica Troya. Allí se encuentra con las personas que en otro tiempo formaron parte de su vida: una antigua compañera de juventud, un escritor famoso con el que termina discutiendo con violencia, unos imanes que le ofrecen una visión idealizada de una religión en la que ya no cree; y, sobre todo, con su padre, al que considera un fracasado que dilapida su escaso sueldo de maestro en el juego y que vive obsesionado con cavar un foso en una tierra donde no puede haber agua. Sinan quiere alejarse de un mundo al que no quiere pertenecer por sentirse superior a los que viven en él, y serán esos encuentros los que le devuelvan inesperadamente las imágenes y sonidos de un territorio poblado de historias que forman el tejido escondido de su ser. El propio Ceylan, en una entrevista que concede con motivo del estreno de la película, resume con un dicho de su pueblo el sentido que la historia tiene para él: todo lo que el padre esconde aparecerá un día en el hijo.

Es casi al comienzo de la película cuando Sinan coincide con su antigua compañera. La chica le habla de su deseo de escapar de allí y de las cosas que sueña encontrar cuando lo haga: calles iluminadas, barcos que llegan a los puertos, noches de verano, enamorarse… Y le dice que también ella se irá muy pronto del pueblo. Se irá a un lugar lleno de oro y joyas. Sinan le pregunta en broma si acaso es la isla del tesoro. Y ella se ríe y le dice que no, que si le ha hablado de una habitación así es porque se va a casar con un joyero. Se quita entonces el pañuelo y su pelo, agitado por una racha de viento, se derrama sobre sus hombros mientras Sinan la mira como si nunca antes hubiera sucedido en el mundo algo así. Ya que lees tantos libros, le dice ella, ¿hay escorpiones debajo de ese oro? Sinan le contesta que hay escorpiones en todas las partes. En ese caso, insiste la joven, ¿debe entrar en ese cuarto elegante? Eso depende de ti, le contesta. Qué dice tu corazón. Mi corazón, ¿cuándo fue la última vez que dijo algo?, dice ella.

“Alma se tiene a veces. / Nadie la posee sin pausa / y para siempre”, escribe Wislawa Szymborska en uno de sus poemas. El alma de este poema es otro nombre de ese corazón que la joven de El peral salvaje ha dejado de sentir. Su queja es la queja silenciosa de todos los hombres y mujeres cuando su corazón deja de decirles cosas. Pero ¿es él quien calla o somos nosotros quienes no queremos escucharlo por el temor a lo que nos pueda pedir? ¿Cuándo fue la última vez que mi corazón dijo algo?, se pregunta con tristeza la compañera de Siam.

En un cuento de George MacDonald, los gigantes dan su corazón a una nodriza para evitar la responsabilidad de tener que ocuparse de él. No queremos tener corazón, por el compromiso que supone tenerlo. Los niños no pueden vivir sin él, por eso aman los cuentos. Los cuentos le piden a la oscuridad un lugar donde ese corazón pueda seguir latiendo. “Yo no quiero el mundo esclarecido”, dice Nélida Piñón. “Quiero el asombro. Porque el esclarecimiento tiene un aspecto dictatorial, tiene una versión única. El misterio garantiza múltiples versiones. Y el misterio alimenta la imaginación. La muerte y la vida son un misterio. Los dos se confunden. No se pueden resolver”. Todo el mundo del arte es la historia de los avatares de ese corazón que es a la vez lo más nuestro y lo más extraño que tenemos.

El que ama, decían los árabes, muere para sí, y si no es amado, es decir, si no vive en el ser amado, muere dos veces. Una idea que, en los albores de la Edad Media, da lugar al mito del intercambio de los corazones entre los amantes. Irene Vallejo dice que cuando oye hablar de ese corazón que se entrega no puede evitar pensar en el corazón del ciervo del cuento de Blancanieves. Es él quien salva a la niña a la muerte, pero también quien la cambiará para siempre, pues a partir de ese momento se tendrá que hacer responsable de él. No es fácil ser la guardiana del corazón de un ciervo. La vincula al bosque y al mundo de la noche, que es el mundo de lo Otro: el mundo donde viven los animales, los hombrecillos buscadores de oro, donde espera agazapada la muerte, pero también el mundo de la libertad y el conocimiento, el de los deseos que por fin pueden decir lo que quieren.

La muchacha de la película de Ceylan no es que no oiga los latidos de ese corazón, sino que no quiere escuchar lo que viene a decirle. Porque el corazón de un ciervo ¿qué nos puede pedir, adónde nos llevaría si le hiciéramos caso? Escucharle es el mayor riesgo de nuestra vida. “¿Quién es el que me pide que halle / lenguaje para el sonido / que hace la pezuña de una oveja al golpear / una piedra? ¿Y quién pronuncia / las palabras que son mi alimento”, escribe Jane Kenyon en uno de sus poemas. Por eso cuando, en la película de Ceylan, Sinan y su compañera se besan bajo el árbol, ella le muerde rabiosa en el labio y le hace sangrar. Es el ciervo quien le pide que lo haga.

Poco después será el propio Sinan quien reproche a su madre que se haya casado con un inútil como su padre, que se gasta el poco dinero que gana en el juego y que se empeña en cavar un pozo en una tierra donde no puede haber agua. Pero la madre defiende a su esposo. “Cuando los demás estaban hablando de dinero, o que eran dueños de esto o aquello, él hablaba del olor de la tierra, de los corderos y del color de los campos. Eso no ha cambiado. Puede que ahora me enfade con él cuando hable así, pero entonces nunca era suficiente para mí. Tenía 16 años, nunca había conocido a nadie así, y me fugué con él. Haría lo mismo otra vez. No lo defiendo, solo digo lo que siento”. “Ustedes están todas locas, le contesta Sinan fuera de sí, todo ese amor, esa emoción sensiblera y pegajosa de dónde viene”. Pero ni la muchacha que acaba de besar ni su madre están locas, todo lo que quieren es no dejar de oír los latidos de ese corazón que guardan en su pecho. Y ya se sabe lo que pasa con el corazón. Pide cosas que no son fáciles de encontrar: cuartos llenos de oro, libros que hablen del olor de los campos, besos con sangre, pozos de agua en la tierra más seca. El peral que crece al lado de ese pozo y que da título a esta hermosísima película es el símbolo de ese viaje al corazón de lo real que es el viaje de la verdadera cultura. Los poetas y los niños que aman los cuentos guardan, como Blancanieves, la memoria del corazón de ese ciervo que murió para que ellos pudieran vivir. No se equivocan al hacerlo. Es él quien les pone en contacto con cuanto de asombroso e inesperado hay en sus vidas.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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