Las fronteras de Gabriel Boric
El presidente electo de Chile se recorta sobre un paisaje más amplio, que es el de un movimiento de renovación de la izquierda latinoamericana
“Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone”. Esa afirmación de Ítalo Calvino presta interesantes servicios a la interpretación de la vida pública. Los políticos delimitan muchas veces su liderazgo a través de pronunciamientos sustantivos. Pero también lo hacen por la afinidad o el rechazo hacia otros protagonistas del tablero. En ocasiones, la dificultad para ofrecer precisiones programáticas les condena a esa segunda forma de presentación. Son lo que sus relaciones con otros actores le permiten ser.
Gabriel Boric es un ejemplo de este modo de afirmación a través de los contornos. Muy comprensible: las sucesivas etapas a través de las que fue construyendo el consenso que lo condujo a la Presidencia de Chile le han convertido en un equilibrista. Él debe contar con una extraordinaria ductilidad para timonear su nave evitando que una parte del pasaje se amotine, disconforme con el rumbo que ha elegido. Esta es la razón por la cual, para descifrar cuál es ese rumbo, muchas veces habrá que observar las acciones y reacciones de Boric respecto de terceros.
En los últimos días se produjeron dos novedades. El nuevo presidente hizo declaraciones respecto de su relación con Joe Biden y con la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), que es la organización político-militar más agresiva en la reivindicación indigenista.
La relación de Boric con los Estados Unidos es crucial para perfilar su gobierno. El nuevo mandatario se recorta sobre un paisaje más amplio, que es el de un movimiento de renovación de la izquierda latinoamericana. Para tomar nota de este fenómeno conviene leer el excelente artículo que el viernes pasado firmaron en EL PAÍS Federico Rivas Molina, Naiara Galarraga Gortázar y Santiago Torrado. Allí se explican los términos de ese proceso de recambio, uno de cuyos rasgos es el distanciamiento del castrismo, del chavismo, del kirchnerismo o del sandinismo.
Esas cuatro versiones de la izquierda local están impregnadas de una peculiaridad que hunde sus raíces en la historia: su carácter nacionalista/anti-imperialista. Dicho de otro modo, una nota determinante de las corrientes radicales de América Latina ha sido su enemistad con los Estados Unidos. De esta animadversión ha derivado otra singularidad. El sesgo antinorteamericano ha llevado a esos movimientos a relativizar las violaciones de derechos humanos cometidas por regímenes cuyo autoritarismo se pretende disimular con la bandera nacionalista.
Hay varias señales de que en Boric encarna otro estilo. Una de ellas es el tono de la charla que mantuvo con Biden, cuando el presidente de los Estados Unidos le llamó, el jueves pasado, para saludarle por su triunfo electoral. Boric, a través de su cuenta de Twitter, informó así sobre ese contacto: “Acabo de recibir llamada del Presidente de USA @joebiden. Además de la alegría compartida por nuestros respectivos triunfos electorales conversamos sobre desafíos comunes como comercio justo, crisis climática y fortalecimiento de la democracia. Seguiremos conversando”. El comunicado que emitió la Casa Blanca dijo lo siguiente: “Los dos líderes discutieron su compromiso compartido con la justicia social, la democracia, los derechos humanos y el crecimiento inclusivo”.
Para la Administración demócrata esta aproximación tiene una importancia estratégica. Pretende demostrar que la enemistad con regímenes como el cubano, el venezolano, el nicaragüense o el boliviano, no se debe a que sean de izquierda sino a que son tiránicos. Esa intención guiaba también a Barack Obama, cuando privilegiaba el trato con el Chile de Michelle Bachelet o con el Uruguay de José Mujica. Son homenajes que líderes progresistas, como Biden o como Obama, rinden a su propia base partidaria.
Boric facilita mucho este entendimiento, no porque esté realizando un giro hacia el pragmatismo diplomático, sino por una posición que ya había fijado desde el comienzo de su carrera hacia La Moneda. Hay que recordar que el primer segmento de esa carrera estuvo marcado por la competencia con Daniel Jadue, el candidato del Partido Comunista. La contradicción con Jadue delimitó a Boric. Y lo hizo imprimiéndole rasgos ajenos a la versión bolivariana de la izquierda. En el debate que mantuvieron ambos el 11 de julio pasado, el nuevo presidente formuló un inequívoco reproche a las violaciones de los derechos humanos en Nicaragua, Venezuela y Cuba.
Boric y Jadue tuvieron un cortocircuito más severo en octubre. Fue cuando el líder comunista, ya derrotado en las primarias, advirtió que “el día que Gabriel se mueva un milímetro de la línea del programa, me van a tener a mí primero en la línea de denuncia”. Boric le respondió recordando que “el candidato ganador fui yo y por lo tanto las decisiones finales las voy a tomar yo, y no Daniel Jadue”. Agregó también que “no hay lugar para las amenazas”. La medianera con el comunismo es clave para modular la idiosincrasia del nuevo gobierno, en especial porque ese partido tiene posturas muy rígidas sobre política exterior. Es a la luz de este vínculo que la cordialidad de Boric con Biden aumenta su relevancia.
La otra cuestión alrededor de la cual se ha ido definiendo en estos días la personalidad de la próxima administración chilena es la relación con la Coordinadora Arauco-Malleco. Es una organización política y militar, que reivindica la autonomía territorial para la nación mapuche. La CAM defiende la violencia armada como método. Por eso el gobierno de Sebastián Piñera la ha considerado una agrupación terrorista.
La CAM emitió la semana pasada un comunicado desafiante, que puso a Boric en una situación incómoda. La declaración contenía un párrafo justificando la toma de las armas, “sea quien sea que esté gobernando”. El presidente electo contestó diciendo que estaba abierto al diálogo con todos los que estén en el camino de la paz, aclarando que hay que ser cuidadoso con esta materia, por el sufrimiento causado a los mapuches y también a las víctimas de sus atentados.
Cifrada en ese pronunciamiento ambiguo anida una novedad. Hasta ahora las autoridades se habían negado a reunirse con una organización armada. No sólo Piñera. La socialista Michelle Bachelet, hoy alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, también rechazó cualquier contacto cuando ejerció la presidencia.
El activismo de la CAM se concentra, sobre todo, en la Araucanía. Esa región fue militarizada por Piñera, en el marco de un Estado de Excepción que fue votado y prorrogado varias veces por el Congreso. En esas votaciones los diputados y senadores alineados con Boric se manifestaron en contra.
La lucha de los mapuches está presente todo el tiempo en la agenda chilena. La violencia armada que protagoniza una de sus organizaciones, también. En la zona donde se despliega ese drama el electorado se inclinó de manera muy notoria por la derecha. El tema plantea uno de los problemas más desafiantes para la izquierda a escala universal: cómo reprimir a quienes, aun detrás de una causa justa, desafían el monopolio de la violencia que debe ejercer el Estado.
En el caso de Chile, en este momento histórico, se trata de un problema con gran potencial simbólico. Boric llega al gobierno al cabo de un colapso. Acorralada por el caótico desborde del espacio público, la clase dirigente debió entregar la Constitución con tal de reponer la calma. Los ataques de la CAM no tienen una conexión directa con el estallido social de 2019. Pero ambos fenómenos son esenciales para entender el reto que tiene frente a sí el nuevo presidente: proponer y coordinar un contrato social que reponga la armonía. Liderar una segunda transición. Ese es el desierto sobre el que debe adquirir forma el nuevo Chile.
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