Ambigua
Las etiquetas son tan importantes como los orígenes que generan desigualdades y contra los que sin ayuda no se puede bracear
Espectacularidad de los sondeos y cronificación de la campaña electoral colonizan la política, y una izquierda recatada frente a una derecha sin complejos desdibuja sus perfiles: desde el optimismo de ganar y gobernar —a duras penas lo permiten—, como mucho somos de arriba o abajo con anclajes en pisos intermedios, pero afirmamos que derecha e izquierda son nociones rancias, que nos somos de aquí ni de allá, no tenemos edad ni condición, etcétera. Nos estorban etiquetas y estereotipos y, en imprevisible alarde, invadimos territorios habitualmente ocupados por una derecha meapilas: nos vamos a ver al Papa de Roma. La derecha lleva robando palabras —¿democracia?— e iconografía hace tiempo para revestirse de una modernidad imposible: dicen que Lorca votaría a Vox y que la libertad ya no es libertad sin ira, sino libertad de mierda. Buscamos acceder a un amplísimo target que se llama gente. Se nos olvida que también son gente quienes meten alfileres en potitos y los youtubers que tributan en Andorra. Viva la gente.
El problema, sin embargo, es que las etiquetas son tan importantes como los orígenes que generan desigualdades y contra los que sin ayuda no se puede bracear. Nacer en Las Tres Mil Viviendas no es igual que nacer en La Finca. Ser mujer que hombre. Que tu familia posea una fábrica de embutidos o que tu padre sea trabajador pobre. Las etiquetas —rentista, parada, vieja, migrante, influencer— importan tanto como las cifras y condiciones materiales. Porque, para ser iguales y gente, tenemos que contar con las desventajas de partida y hacer políticas que palien la desigualdad sin miedo a las palabras ni a perder la fotogenia. Porque prefiero esta reforma laboral a ninguna, pero me indigna que el despido siga saliendo barato. Porque sí existe una izquierda a la izquierda del Gobierno de izquierda. Y del Papa de Roma.
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