Anda, Chile, anda y vence
Lo que está en juego no es apenas una elección con un candidato que puede ser un nuevo Bolsonaro. Es más bien la capacidad de acabar con una historia de derrotas y abrir una nueva secuencia de luchas con nuevos actores políticos
Pido permiso para escribir por primera vez en primera persona singular, pido disculpas sin saber muy bien por qué este procedimiento se impuso en el asunto en cuestión. Pero llega un momento de la vida en el que se comienza a confiar en lo que no se tiene claro, algo así como quien acepta aquel espíritu que Pascal describió como una mezcla de incapacidad de probar algo totalmente y, a la vez, abandonarlo completamente.
Nací en Chile meses antes del golpe de Estado que derrocaría a Salvador Allende e implementaría no solo una de las dictaduras más sanguinarias en un continente donde nunca faltó sangre corriendo en las calles, sino también el primer laboratorio mundial para poner a prueba un conjunto de políticas económicas, conocidas como neoliberalismo y que acarrearían la concentración de renta y muerte económica para poblaciones en todo el globo. Ese modo de gestión social, que se vende como defensor de libertades y de la autonomía individual, comenzó con un golpe de Estado, desaparición de cuerpos, manos cortadas y violaciones. Lo que dice algo respecto a su verdadera esencia autoritaria.
Mi madre solía decir que en los meses en que ella empezaba a descubrirse como una joven madre de 24 años, era común oír explosiones de bombas y tiros en las calles. Eran los últimos meses del gobierno de Salvador Allende. Mi padre, que tenía la misma edad, había participado en la lucha armada contra la dictadura brasileña en el grupo de Marighella y había optado por ayudar, de la forma que fuera posible, a la experiencia socialista de Allende en vez de aceptar la propuesta de su familia y terminar sus estudios en Inglaterra. Impotentes, como boys scouts que miran un bosque en llamas, comenzaron sus vidas adultas con un hijo y una catástrofe.
El gobierno de Allende era apuñalado por todos lados. Víctima de bloqueos financiados por Nixon y su macabro brazo derecho, Henry Kissinger, alabado más tarde como “gran estratega” por haber logrado un apretón de manos entre su presidente y Mao-Tse Tung mientras enviaba al pueblo chileno a un infierno de veinticinco años, Allende parecía una figura trágica griega. Si el Chile de Allende triunfaba –el único país en la historia en el que un programa marxista de transformación social habría sido implementado por el voto y respetando las reglas de la democracia liberal–, se mostraría como una vía irresistible en un momento histórico en el que estudiantes y obreros lideraban insurrecciones en varios países centrales del capitalismo global. Chile era el punto frágil de la Guerra Fría, pues ensayaba un futuro que había sido negado en muchas otras ocasiones. Aquí se tanteaba por primera vez un socialismo radical que rechazaba la vía de la militarización del proceso político.
En agosto de 1973 las calles de Chile fueron testigos del primer ensayo del golpe que vendría el 11 de septiembre. Allende pide poderes especiales al Congreso para enfrentar la crisis. El Congreso rechaza la petición. Ellos querían el golpe. En las elecciones de marzo de 1973, cuando se esperaba que la derecha tuviera 2/3 para derrumbar al presidente, ocurrió lo contrario, la Unidad Popular había crecido y alcanzado un 44%. La única salida sería el golpe y mi madre seguiría escuchando bombas y tiros que venían de las calles hasta el último día que estuviese en Chile.
Entonces vino el golpe y huimos del país. Durante treinta años no tuve valor para regresar. En casa había un libro con la foto del Palacio de La Moneda en llamas. Crecí con aquella foto acompañándome, como si anunciase que, por más que lo intentáramos, las bombas volverían. Como si nuestro futuro fuese golpearnos contra una fuerza brutal, con la edad del fuego que quemaba aldeas indígenas colonizadas y que termina en discursos de presidentes que, dispuestos a morir, todavía encuentran la fuerza para recordarnos que un día habrían grandes alamedas donde veríamos mujeres y hombres rompiendo al fin las corrientes de su propia expoliación. Por eso, realmente no me sorprendí cuando en Brasil, los mismos contra los cuales habíamos luchado, volvieron.
Como decía, acabé regresando treinta años después. La primera cosa que hice fue ir a nuestra antigua casa en la calle Monseñor Eyzaguirre. Cuando llegué, la casa había sido demolida tres meses antes. Solo había ruinas. Durante dos horas me quedé parado mirando las ruinas. No recuerdo qué pensaba, tampoco recuerdo si efectivamente pensé en algo. Podría decir ahora alguna tontería sobre Walter Benjamin, ruinas, historia, pero sería intelectualmente deshonesto y me gustaría, al menos en este momento, incluso siendo profesor de filosofía, mantener una cierta decencia intelectual. Solo recuerdo la parálisis, el silencio y el viento.
Después de eso encontré una manera de hacer amigos en las universidades y empecé a ser invitado para regresar. En una de esas vueltas –el año era 2006–, recuerdo haber preguntado a mis colegas si creían que alguna cosa podía ocurrir en Chile. La respuesta fue tajante: no. La dictadura había naturalizado de tal forma los principios de emprendimiento, individualismo y competencia que aquella generación ni siquiera recordaba lo que “Chile” había representado un día para el resto del mundo. El asesinato había sido perfecto y las explicaciones tenían sentido.
Pues bien, dos meses después 500 mil estudiantes salían a las calles en lo que se conoció como “La revolución pingüina”. Los y las estudiantes lucharon valientemente contra los “pacos” por el fin del neoliberalismo y su discurso hipócrita de meritocracia, de libertad como derecho de elegir la mejor manera de ser expoliado y exigían el retorno de la educación universal y gratuita. Como pasa siempre, lo que realmente cuenta nos toma por sorpresa.
Años después, en 2011, un tunecino se inmoló en una pequeña ciudad de Túnez y desencadenó una serie de revueltas que entraron en la historia como la Primavera Árabe. Para mí, estaba claro. Algo recomenzaba y no era el fuego de las bombas que cayeron sobre La Moneda. Era el fuego de quien prefiere ver su cuerpo quemándose a someterse nuevamente a la servidumbre. Fui a Túnez, a Egipto, y volví comprendiendo que sería apagado y encendido muchas veces más. Lo que no haría ninguna diferencia. Ya no nos desmovilizaríamos más ante su primera extinción, porque nuestro tiempo no se compone de instantes sino de duraciones.
Entonces, en 2019, el fuego comenzó nuevamente a encenderse en Chile. Mientras el Gobierno disparaba contra su propia población, matando a más de 40 personas, mientras los carabineros intentaban parar la rabia de un pueblo que había sido objeto mundial de las peores experiencias económicas y políticas, el fuego quemaba las estatuas de antiguos conquistadores.
Y así, contra todo lo que está escrito en los libros y nos es mostrado en los periódicos, nosotros vencimos. Contra los que intentan inocularnos el veneno de la incredulidad, nosotros vencimos. El Gobierno de Piñera fue obligado a doblarse de rodillas ante la soberanía popular en furia y tuvo que convocar una nueva Asamblea Constituyente. Aquella locura típicamente chilena de romper las estructuras respetando las reglas produjo una de las más improbables victorias políticas que una sublevación popular haya logrado en la historia reciente del mundo. Lograron implantar un proceso constitucional que entra en la historia como el primer proceso paritario y presidido por alguien que inauguró las jornadas constitucionales hablando la lengua de quienes habían sido históricamente destruidos y diezmados por los colonizadores, a saber, los mapuche.
Bien, pero en estas horas de entusiasmo alguien debería recordar El 18 brumario de Marx. Con los ojos puestos en la revolución de 1848, Marx quería entender cómo una revolución proletaria terminaba en una reinstauración de la monarquía. Adelantándose casi un siglo, Marx ofrecía las bases de una teoría del fascismo como el último freno de mano del liberalismo, insistiendo en que toda insurrección popular está acompañada por la emergencia de una fuerza de regresión social. Hay quienes no adhieren a las formas de reproducción social de la vida hasta ahora hegemónica, pero hay quienes entienden que el retorno a la “paz y a la seguridad” exige otra forma de ruptura con el presente, aquella que reinstaura las mismas fuerzas en el poder en su versión más abiertamente violenta. Siempre ahí donde una revolución molecular se diseña, hay una contrarrevolución molecular al acecho. Quien abre las puertas de la indeterminación debe saber lidiar con todas las figuras de la negación.
Y en medio del proceso constitucional tenemos una elección presidencial en la que, en la primera vuelta, gana un candidato fascista. Este término ha sido tan manoseado que olvidamos cuándo es analíticamente adecuado. Kast es analíticamente un fascista, como lo es Bolsonaro. Por supuesto siempre habrá quienes, animados por un discurso supuestamente desapasionado, dirán: “No se trata de un fascista, es tan solo un conservador”, “a veces se pasa de los límites, pero puede ser controlado”, “Sí, a veces dice algunas cosas que son inaceptables, pero después se retracta”. Claro, porque retractarse no es más que un modo de acostumbrar a la sociedad a esas “cosas inaceptables”, hasta que estas empiezan a parecer parte del paisaje y son aceptadas.
En un continente donde Premios Nobel de Literatura no ven ningún problema en apoyar a hijas de dictadores que, una vez más, conspiran contra gobiernos electos, siempre habrá alguien que dirá: “mira bien, no es tan así”. Hoy en Chile, cada día aparece algún “analista” que intenta dar descripciones “técnicas” para demostrar que Kast no representa el fascismo. Nosotros vimos lo mismo con Bolsonaro. Fuimos ridiculizados por “analistas” durante años, cuando decíamos que, técnicamente, una persona cuyo discurso está marcado por el culto a la violencia, por el militarismo, por la indiferencia absoluta en relación a grupos vulnerables, por una concepción paranoica del Estado que moviliza la inmigración y la identidad como fenómeno de angustia social, alguien que invoca el pasado criminal de las dictaduras militares, que intenta paralizar el proceso de institucionalización de la soberanía popular, solo tiene un nombre: fascista. Y contra él, las sociedades no tienen el derecho a la contemporización.
El programa de Kast es un programa de guerra, tal y como el de Bolsonaro. Se trata de pisar el freno de emergencia del liberalismo económico y liberar todas las fuerzas que pueden modificar los cuerpos hasta hacerlos glorificar dictaduras. Kast fue el primer líder extranjero en felicitar a Bolsonaro por su victoria. Si Kast gana, se constituiría un eje latinoamericano cuyos polos son Chile y Brasil, un eje que reforzaría las posiciones reaccionarias como nunca antes.
Cuando ganó Bolsonaro, escuchamos a quienes decían que el poder lo “civilizaría”, que todo aquello era un mero “discurso electoral”, que la realidad del gobierno sería otra, con sus incesantes negociaciones. Lo que más me impresiona es cómo esas personas consiguen mantener sus empleos. O más bien no, hace ya tiempo que nada de eso verdaderamente me impresiona. Las fake–news siempre fueron la regla. Quien hoy reclama, en verdad reclama por la pérdida de un monopolio de producción, nada más que eso.
Por toda la historia que resuena en el momento presente, no es difícil percibir que lo que está en juego en Chile no es apenas una elección. Es más bien la capacidad de acabar con una historia de derrotas y abrir una nueva secuencia de luchas con nuevos sujetos políticos. Cuando, en 1780, José Gabriel Condorcanqui lideró la mayor revuelta indígena que este continente conoció, su inteligencia le permitió comprender que la primera condición para la victoria era librar al pasado de su melancolía. Al liderar la revolución que atravesó lo que hoy es Perú y Bolivia, él se hizo llamar Tupac Amaru II, no por “mesianismo” o por alguna razón a la que recurren los académicos para descalificar la fuerza popular de la revuelta. Él lo hizo porque entendió que las verdaderas luchas comienzan por invertir las derrotas del pasado, que era necesario traer el nombre del rey inca que había sido asesinado por los españoles en el momento en que se iniciaba la servidumbre. Arrebatarle ese nombre a la sombra traumática de la derrota. Era necesario reubicarlo al frente de la batalla para callar las lágrimas ante la destrucción. “Volveré y seré millones”, como decía Tupac Amaru. Pues la posibilidad de la repetición histórica es lo que transforma el desamparo en coraje. Coraje para vencer, lo que parece que la izquierda, en la mayor parte del mundo, simplemente perdió. Cuando en las calles de Santiago, en 2019, se volvieron a tocar las canciones revolucionarias de los años 70 que recordaban que es necesario permanecer “De pie, cantar, que vamos a triunfar”, la misma inteligencia había retornado a la escena política.
Por esto, todo este artículo es solo para decir algo simple: Chile, ve adelante. Anda y vence, esta vez con Gabriel Boric. Esto no es apenas una elección. En el Chile real, hay ciertas elecciones que no son solo elecciones. Desde hace casi 50 años esperamos este momento, sabiendo que retornaría. El momento ha vuelto, y esta vez no habrá más bombas que puedan detenernos.
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