La memoria heredada de la guerra
La amalgama de emociones y sensaciones que los escritores escucharon de voz de sus padres soldados también son el conflicto. Explican nuestra historia sentimental, cultural, política y social y nuestra identidad
No viví la Guerra Civil, pero algunos episodios que vienen de entonces permanecen latentes en la memoria de mi familia; por ejemplo, el fusilamiento de un tío político de mi padre. Como profesor universitario, la guerra me llega con todo su caudal historiográfico y su ruido político e ideológico. Como pariente de un fusilado y como hijo de mi padre, la guerra me alcanza con su punzada emocional y sentimental. No tengo memoria de la guerra, pero sí posmemoria, un término propuesto inicialmente para aludir a lo interiorizado por los hijos de las víctimas del Holocausto, cuyas vidas están marcadas por los recuerdos del trauma de los padres y, por tanto, por un pasado anterior a su nacimiento. Lo que hoy me constituye como individuo empezó a formarse mucho antes de que yo viniera al mundo, pues somos el resultado de una memoria heredada: unos recuerdos que se asientan en la intrahistoria familiar y unos valores transmitidos que fundamentan nuestra identidad personal.
Varios miles de soldados de la guerra española de 1936 murieron en el frente de batalla. No tuvieron la oportunidad de contar nada. Muchos siguieron con vida, unos ostentando la victoria y otros soportando la derrota, pero casi todos con una tendencia general al ensimismamiento. No gustaban de referir lo sufrido, pero antes o después se daba la ocasión para que los combatientes rompieran su silencio y contaran a sus hijos lo vivido en las trincheras. Y estos se lo contaron a los suyos, o sea, a los nietos de aquellos. Es la cadena de transmisión de la memoria heredada, término que prefiero al de posmemoria.
Esos relatos de la experiencia bélica del padre suelen permanecer en la esfera privada y solo a veces alcanzan una proyección pública. Así sucede en el caso de algunos poetas actuales que han evocado al padre que luchó en la guerra, en un ejercicio que tiene tanto de balance existencial del que te ha dado la vida como de examen de conciencia de uno mismo. No tienden a presentarlos como víctimas ni como héroes de nada, sino como jóvenes abocados a una guerra por el azar de la historia y la edad. Julio Llamazares lo aclaró en un verso definitivo: “Les creció un fusil entre las manos”. No distingo ahora de bandos, hablo de padres e hijos y de una sentimentalidad común, porque la memoria heredada pone la emoción en el centro del recuerdo.
No se quiere igual a un padre vivo que a un padre muerto, tampoco se le reprueba igual. Los ajustes de cuenta hechos en vida se tornan en contradicciones y necesidad de aclaraciones cuando aquel falta. Hay que estar fino para elegir los recuerdos y las palabras apropiadas en un poema que retrata a un padre joven en la guerra, adulto en el franquismo y anciano en la democracia. Hay que dar con la palabra justa para aventar unas relaciones paternofiliales que comprenden tanto la admiración personal y la afinidad temperamental como el desapego afectivo y el conflicto ideológico.
Cada uno de estos poetas atesora una razón emocional y sentimental, también histórica e ideológica, al tratar de la guerra de sus padres. Joan Margarit recuerda un capote manta. Andrés Trapiello se fija en el frío en los días de Teruel. Jorge Urrutia menciona el agua que su padre, el poeta Leopoldo de Luis, bebe en Jimena de la Frontera. Jane Durán recorre los lugares en los que su padre, el compositor Gustavo Durán, lucha. Miguel d’Ors conserva un crucifijo y un detente desde la guerra. Antonio Jiménez Millán se acuerda de los juegos olímpicos de Berlín y los desfiles militares en Granada. Jacobo Cortines retiene unas muletas colgadas en la pared de su casa. Julio Llamazares no olvida las montañas de León, como tampoco a su tío desaparecido. Pere Rovira recupera las caras inexpresivas de los compañeros de su padre, muertos y tumbados boca arriba.
Junto al relato familiar de un episodio determinado, se erige el deseo de entender al padre, de conjeturar en qué piensa al marchar al frente y qué siente a la vuelta. Persiste el afán de empatizar con sus emociones. Los héroes no combaten, lo hacen seres humanos. Los que luchan se parapetan en un ideal o la valentía o la inconsciencia o el instinto o simplemente las ganas de seguir vivo para que no los paralicen el miedo, la cobardía, la tristeza, el frío, la rabia, el cansancio, el agotamiento, el sueño, el hambre, el hastío, la ansiedad, la angustia, la compasión, la solidaridad, la incertidumbre, el desasosiego, el dolor, la indecisión, la morriña y la culpa.
También esto es la guerra, una amalgama de emociones y sensaciones. Y no las traigo de rondón. Son las que los escritores escucharon de voz de sus padres soldados. Las emociones conservadas en la memoria heredada explican nuestra historia sentimental, cultural, política y social. Explican nuestra identidad y determinan la relación con nuestros padres. Ya digo (una obviedad) que no viví la Guerra Civil, pero las experiencias de otros me han enseñado que, para saber quién soy, resulta conveniente saber de dónde vengo.
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