La aversión de los partidos a la pluralidad ideológica
En la era de las redes, cualquier conato de disputa interna se convierte en pasto de los adversarios. El riesgo es que las formaciones conviertan sus congresos en festivales de la militancia y no sirvan para contrastar ideas
Aunque el exjefe de gabinete del presidente no estuviera en Valencia, ni se le esperara, el 40º Congreso Federal le salió redondo al PSOE: imagen de unidad, emoción colectiva y sentido táctico de la oportunidad. Todo ello cuidadosamente desprovisto de cualquier controversia o sustancia ideológica. Desde luego, si alguien quería conocer las diversas posiciones de la socialdemocracia española sobre los interrogantes abiertos en nuestro país en materia de desempleo, industria o modelo territorial, más allá de las vaguedades de la ponencia marco, no era este el lugar ni el momento. Sin embargo, reprochar el exceso de personalización y la falta de auténtico debate en el cónclave socialista quizá sería errar en lo esencial: ambas tendencias van hoy necesariamente de la mano cuando los partidos encaran temporalmente la senda del éxito. ¿Para qué arriesgarse?
No fue así en el pasado. La crisis socialista en torno al marxismo de 1979 precedió su victoria de 1982. Tampoco la división entre guerristas y renovadores —con fuertes disensos en ideas y políticas— impidió la victoria de 1993 ni explicó la derrota de 1996. Aunque exponer públicamente las discrepancias ideológicas internas de los grandes partidos nunca constituyó un atractivo electoral, a menudo era un síntoma de amplias fronteras y, por ello, algo necesario y aceptable, como ilustran tantos congresos de los principales partidos europeos, incluyendo verdaderos hitos de la socialdemocracia, como Tours (1920), Bad-Godesberg (1959) o Épinay (1971).
En la era de la prensa de papel, las disensiones ideológicas internas de los partidos gozaban de cierta bula entre ciudadanos y periodistas. Incluso los límites del formato analógico obligaban a ofrecer una síntesis ordenada de la heterodoxia existente en los partidos. En la era de las redes sociales, la lógica se ha invertido: cualquier conato de disputa interna se convierte inmediatamente en pasto de los adversarios y amenaza con ser repetida una y otra vez, como las jugadas polémicas del fútbol. Allí donde los electorados resultan cada vez más heterogéneos y difíciles de encapsular en tendencias generales, la discrepancia se convierte en síntoma de vulnerabilidad. La reciente Convención Nacional del PP muestra un buen contraejemplo del cónclave socialista. El esfuerzo de aunar voces diversas de la derecha española, reflejando la recuperación de su atractivo, se vio eclipsado en los medios por algunas previsibles salidas del guion, como la carga de Alejo Vidal-Quadras contra el Estado de las autonomías, argumentada ante importantes dirigentes autonómicos populares.
¿Toleran menos los votantes de hoy las discrepancias ideológicas dentro de los partidos? Los datos no son concluyentes. Pero sí sugieren, como apunta un reciente libro de Andrea Ceron, que el aumento de la fragmentación hace más costoso para los grandes partidos expresar pluralidad interna: si el PSOE aireara libremente, como en el pasado, sus voces discrepantes más izquierdistas o más moderadas, los votantes podrían pensar que estas estarían mejor representadas por Podemos o Ciudadanos. En ese sentido, sería ingenuo esperar que convivan plácidamente pluralidad ideológica fuera de los partidos y, a la vez, dentro de los partidos: las redes sociales se encargarán de que esa coexistencia sea imposible, especialmente entre las nuevas generaciones de electores propensos a cambiar de partido como quien cambia de plataforma televisiva según la serie del momento.
Esta creciente (y comprensible) aversión de los grandes partidos a exponer su pluralidad ideológica posee riesgos y consecuencias. Especialmente cuando gobiernan y, por ello, se resignan a adaptar su discurso a las exigencias gubernamentales. Si las grandes organizaciones políticas comprueban que sale a cuenta esgrimir discursos más homogéneos y con menos matices, preferirán el riesgo de reducir su representación de las diferentes visiones del electorado. Tal como apunta un sugerente estudio de Bruno Castanho y Christopher Wratil, ahí brota la fuente del populismo: aquellos votantes que no sienten representadas sus opiniones en los partidos existentes tienden a adoptar más fácilmente actitudes populistas. ¿Qué pueden ofrecer el PSOE o el PP a los ciudadanos que sufren el aumento del coste de la electricidad, las limitaciones del actual modelo educativo, o la falta de vivienda accesible? Seguramente más que quienes solo plantean respuestas tan simples como inviables. Pero para ello, también deben ser capaces de discutir internamente el alcance y las alternativas para responder a tales problemas. No solo parecen no hacerlo, sino que muestran más comodidad instalados en la ortodoxia de los lugares comunes.
De momento, el contrapunto adoptado por el Congreso socialista ha sido avanzar hacia un mayor alineamiento entre partido y Gobierno, aunque de modo distinto al que operaba en el pasado. Si tras la remodelación de julio, muchos interpretaron que el partido tomaba las riendas del Ejecutivo, ahora vemos mejor que se trataba de lo contrario: utilizar el Gabinete como plataforma para quienes personificarán el recambio generacional del PSOE tras este congreso. Nunca tuvo tantos ministros la ejecutiva federal del PSOE. Tampoco hubo tantos ministros con poder orgánico: desde 1982, este es el Gobierno de izquierdas con más presencia en las ejecutivas de los partidos que lo componen. Si con González incluso se intentó aplicar la incompatibilidad entre ambas esferas, y con Zapatero se mantuvieron límites a la dirección del partido dentro del Gobierno (excepto en su agónica etapa final), casi la mitad del actual Gobierno simultanea presencia en ambas cúspides. Con ello, se refuerza el predominio de la lógica gubernamental sobre la de los partidos, que quedan al albur de cómo les vaya en los ministerios. Significativa combinación de gobernantes independientes y dirigentes de partido.
Es una situación opuesta a la que suelen diagnosticar quienes piden reformas que separen la política de la dirección de las administraciones públicas: no es que los partidos acaparen en sus manos el control del Estado; es que más bien los partidos están en las manos de quienes lo dirigen. No solo como resultado de la falta de músculo que hoy tienen los partidos para analizar, diseñar y promover políticas públicas complejas (con sobresalientes excepciones, como el ingreso mínimo vital). También, y principalmente, porque para condicionar la orientación de los grandes partidos ni siquiera es necesario afiliarse: simplemente se requiere ascender, desde alguno de los grandes cuerpos de funcionarios, a una dirección general o una secretaría de Estado cuando el partido cercano consiga la alternancia gubernamental. Además de grosero, resulta desajustado pensar que Ferraz o Génova controlarán el Tribunal Constitucional o la cúpula de los jueces simplemente porque los hayan elegido. Tampoco cabe olvidar que la política económica de los últimos 44 años ha estado dirigida, casi la mitad del tiempo, por ministros no afiliados (sin incluir al sinuoso Miguel Boyer). Todo ello sugiere una tecnocracia light aceptada por los partidos.
Por eso, los partidos pueden estar tentados —cuando las cosas van bien— de convertir sus citas congresuales en actos ecuménicos que sean vividos como festivales de la militancia, antes que como momentos de exigencia para contrastar opiniones sobre qué quieren representar y para qué. En su reciente investigación sobre la evolución de los sistemas de partidos europeos desde 1848, Fernando Casal Bertoa y Zsolt Enyedi nos recuerdan que cuando los partidos políticos establecidos dejan de ser percibidos como alternativas programáticas distintivas y plurales, fiando su suerte a la gestión táctica del poder, los votantes acaban por hacer experimentos con fuerzas antisistema. El problema es que, a menudo, la calidad de la democracia se resiente con ello.
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