Constituciones analógicas ante sociedades digitales
El ejercicio de derechos básicos en democracia como la comunicación, la información, la protesta o la educación está ahora en manos de plataformas privadas, poco transparentes y de muy difícil control
Las constituciones siguen siendo instrumentos jurídicos para una realidad analógica. Sin embargo, la realidad en la que discurre la actividad cotidiana de gran parte de la ciudadanía se ve cada vez más impregnada de diversas realidades tecnológicas. Encender el móvil, consultar el mail o leer este diario, pedir una cita médica, buscar una dirección, pagar un recibo o comprobar si tenemos contactos de riesgo por covid en nuestro entorno son una parte ínfima de las acciones que realizamos cada día gracias a la tecnología y a la digitalización. La transformación digital de nuestro entorno es un reto de primera magnitud y, antes que después, supondrá un cambio de paradigma a todos los niveles, también del jurídico constitucional. Nuestros ordenamientos no pueden permanecer impasibles ante los enormes cambios que los fenómenos antes señalados producen en nuestras relaciones ciudadanas y con los poderes públicos que son, a la postre, el objeto de cualquier sistema jurídico.
Las constituciones modernas, como plasmación jurídico-política del pacto social de cada comunidad, se asientan sobre el esquema liberal del Estado de derecho democrático, más o menos social. Pues bien, todo ese entramado de valores principios y normas se ven hoy en día claramente afectados por el fenómeno de la digitalización, en un sentido muy amplio —y algo impreciso— del término. Cualquiera de las actividades señaladas más arriba como ejemplo entraña, además, el ejercicio de algún derecho fundamental, aunque en ocasiones no seamos conscientes de ello; cada vez que utilizamos uno de estos servicios, nuestros datos, elementos propios de nuestra privacidad, incluso intimidad, empiezan a circular convirtiéndose en información para sus receptores. Además, los receptores y/o gestores de aquella información pueden ser públicos o privados.
Fijémonos ahora en internet. La red permite una comunicación y un intercambio de contenidos sin intermediación aparente, en un espacio sin fronteras. Todo ello propiciado por una serie de plataformas, mayoritariamente en manos privadas. Aunque creamos que la red y las redes sociales son algo parecido a un foro público, lo cierto es que son otras personas (en sentido jurídico) privadas las que procuran aquel espacio donde ofrecen esas posibilidades casi infinitas de comunicación, aparentemente, sin coste. Sin embargo, en esos intercambios vamos dejando por el camino datos de todo tipo que aquellas empresas utilizan en su propio beneficio de múltiples y muy imaginativas maneras. Se trata, en definitiva, de entidades privadas que prestan un servicio con la intención de obtener réditos económicos. Las plataformas son, a la postre, terceros particulares, cada vez más poderosos, con un modelo de negocio que tiene como eje central nuestros datos, saber cosas sobre nosotros, que pueden utilizar directamente o poniéndolos en manos de terceros, privados y públicos, para ofrecernos productos y servicios, pero también, atención, opciones políticas.
En efecto, cada vez está más claro que, desde un punto de vista institucional, la digitalización puede comportar enormes peligros para las democracias. El aparataje tecnológico es en buena parte invisible (sobre todo para la ciudadanía), de difícil fiscalización para los poderes públicos, porque se escapa a los instrumentos de control propios de la realidad analógica, con unos tiempos propios y de manera transfronteriza. La neutralidad tecnológica es, en ocasiones, solo aparente porque, sin ser la ciudadanía consciente, se produce una suerte de secuestro tecnológico de su voluntad, que puede llegar a convertirse en una potencial fuerza desestabilizadora de las democracias. Hemos conocido campañas de desprestigio de determinadas candidaturas electorales, sabemos de la utilización del microtargeting como técnica para captar la atención, y el voto, de sectores específicos de la población, conocemos el uso de la mentira como instrumento de campaña. Todo ello, además, con unos sesgos muchas veces implícitos en los propios sistemas de rastreo y tratamiento de los datos, que acrecienta las múltiples discriminaciones sociales ya existentes.
En esta línea, son destacables los retos que plantea la utilización de la inteligencia artificial y los algoritmos. Aunque existen investigaciones rigurosas que desmienten que la digitalización sea la causa, reputados autores nos insisten en que el algoritmo en las redes acaba conformando cámaras de eco y burbujas de filtro que nos acercan a aquellos que piensan como nosotros, debilitando la pluralidad del debate público. También se pone el acento en la polarización que generan las redes y, muy importantes, los desórdenes informativos (desinformación, información errónea, información incorrecta) que propician y que son aprovechados por empresas, grupos con intereses políticos o gobiernos, para condicionar nuestras actitudes políticas, a la postre, perturbar el fair play sobre el que debe sostenerse una democracia.
Las plataformas se han convertido en una pieza clave de nuestras democracias porque a través de ellas ejercemos derechos básicos como la comunicación, la información, la protesta, la educación o la reivindicación laboral. Sin embargo, a diferencia de los medios tradicionales de comunicación, las plataformas son de muy difícil control. Son poderes difusos, poco transparentes en su toma de decisiones en relación con el ejercicio de nuestros derechos más básicos. Hasta hace poco solo podía censurar una publicación un juez, en las condiciones marcadas por la Constitución. Un diario podía decidir no publicar una noticia o una opinión siguiendo una determinada línea editorial, marcada con anterioridad y siendo una decisión editorial-empresarial individualizada. Las grandes plataformas, sin embargo, eliminan cada día cientos de miles de mensajes en sus redes porque no cumplen sus propios códigos de conducta a través de la aplicación de algoritmos. Se han convertido, de facto, en los intermediarios entre el hecho o la opinión y el resto de la ciudadanía.
En un mundo sin fronteras físicas, intangible a los ojos del usuario, ¿bastan los estándares clásicos de garantía de los derechos para regular estos nuevos ámbitos de interacción? Joan Barata, por ejemplo, señala la diferencia que existe entre Estados Unidos y Europa en relación con el tratamiento a las redes. En Estados Unidos, de momento, las plataformas no son tratadas como foro público. En Europa parece que la tendencia es a considerarlas como prestadoras de una suerte de servicio público. La diferencia es relevante, puesto que supone poder exigirles unas u otras obligaciones. En Estados Unidos los conflictos que se generan entre una plataforma y una usuaria se resuelven como un conflicto entre particulares, esto es, entre dos sujetos ejerciendo sus derechos e intereses. En Europa, la cosa es algo más compleja y el nivel de exigencia a las plataformas tiende a ser más alto que a un particular, por la función a la que sirven. De momento la tendencia europea es la de implicar a los prestadores, a las plataformas, en la regulación de cómo ejercer nuestros derechos en la llamada aldea global a través, por ejemplo, de los códigos éticos mixtos.
Esto plantea cuestiones que afectan de lleno a alguna de las premisas básicas del constitucionalismo en materia de vinculación y eficacia de los derechos. Una de las más relevantes es que la digitalización ha venido a intensificar las relaciones entre privados, las relaciones horizontales, siendo, en muchas ocasiones, mayor el poder de las empresas del sector digital sobre nuestros derechos que el de los poderes públicos. Nuestra capacidad de control sobre las actividades de aquellas y nuestra capacidad de tutela se han ido difuminando. Por razones como esta debemos tender hacia un nuevo pacto social digital.
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