El diálogo totalitario
La democracia se va pareciendo así a una madrugada espesa en la que dos juerguistas charlatanes parlotean sin sentido y se celebran a sí mismos
Sin necesidad de irme más lejos, porque los resultados serían parecidos en cualquier otro sitio, una búsqueda de la palabra diálogo en este periódico me lleva a cientos de crónicas sobre Cataluña, las relaciones en la coalición del Gobierno, la reforma laboral, el aniversario del fin de ETA o la renovación del Poder Judicial, pero la lista es muchísimo más larga. Dialogan España y Latinoamérica en no sé qué foro, un cineasta dialoga con el pasado, Picasso dialoga con los pintores del siglo XVII en una exposición, una columnista dialoga con su hijo en una bella columna y un diseñador dialoga con la madera convirtiéndola en sillas, sin que sepamos qué opina la madera al respecto. Hasta Mercedes Milá dialoga en su nuevo programa, en vez de entrevistar. Solo hay un ámbito donde apenas aparece la palabra maldita: los deportes. No se ganan partidos dialogando.
Que me corrijan si es menester, pero, hasta donde sé, la palabra diálogo entró en el vocabulario político español en 1989. Era un eufemismo, como casi todos los términos políticos. El Gobierno de Felipe González abrió ese año las conversaciones de Argel con ETA y las presentó como un diálogo para subrayar que aquello no era una negociación. Un diálogo no compromete, como dice la sabiduría popular: por hablar no se pierde nada.
De eufemismo pasó a sinónimo usurpador, y hoy ya no se negocia casi nada, solo se dialoga, aunque al final haya pactos. Diálogo es la palabra mágica que se invoca ante todos los conflictos y se celebra fuera de los parlamentos, en mesas o foros creados ad hoc. Lo importante es mantenerlo abierto, que no decaiga.
Esta ubicuidad del diálogo lo vuelve estéril y totalitario, pues lo inunda todo. En el mejor de los casos, es una forma de estirar el chicle y evitar las decisiones. En el peor, una estrategia para acallar los conflictos. A veces, quien pide diálogo lo que en verdad pide es que el otro baje la voz y no exponga su oposición con dureza. Dos que se retratan dialogando no parecen enfrentados, aunque no se soporten.
La democracia se va pareciendo así a una madrugada espesa en la que dos juerguistas charlatanes parlotean sin sentido y se celebran a sí mismos por tolerantes y escuchantes, mientras el camarero, que encarna lo que antes se llamaba pueblo y hoy ciudadanía, asiste aburrido y preguntándose cuándo se van a largar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.