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Columna
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Desperdicios del peor pasado

A pesar de los extremos, esta Alemania europea y europeísta es definitivamente la que quería Thomas Mann cuando abominó de Hitler y huyó de la Europa que él había soñado

Lluís Bassets
El candidato del SPD a canciller, Olaf Scholz, el pasado martes.
El candidato del SPD a canciller, Olaf Scholz, el pasado martes.TOBIAS SCHWARZ (AFP)

En la Europa polarizada y tentada por los populismos, destaca el consenso alemán expresado con claridad en las urnas. Solo una quinta parte de los votantes se sienten atraídos todavía por la vieja labor de zapa autoritaria, nacionalista y antieuropea, concentrada en Die Linke y Alternativa para Alemania, los dos extremos. Elección tras elección, canciller tras canciller, van aventándose los añejos fantasmas, que poseyeron a Thatcher y Mitterrand en 1989 cuando cayó el Muro, con el anuncio de los desastres de la unificación alemana, un euro convertido en el eufemismo monetario del marco alemán y el eco de los siniestros tambores militaristas.

Si las perturbaciones en los equilibrios de poder mundiales nos trasladan a ideas y temores de hace 70 o incluso 100 años que creíamos periclitadas, estas elecciones demuestran que no es el caso de Alemania. Nada hay que temer de ella. O hay que temer lo mismo que de cualquier otro país europeo. Muy poco queda de la nación de Thomas Mann de hace un siglo, el escritor todavía nacionalista de Consideraciones de un apolítico, que denostaba la idea de una democracia europea construida a partir de las democracias nacionales y declaraba que “el pueblo alemán no podrá amar nunca la democracia política porque (…) el Estado autoritario tan denostado es, y sigue siendo, según creo, la forma gubernamental adecuada que corresponde al pueblo alemán y que yo mismo prefiero”.

Las dos reliquias del peor pasado han quedado retratadas. Los herederos del autoritarismo comunista han bordeado la catástrofe con el 4,9% de votos, una décima menos del porcentaje exigido para entrar en el reparto proporcional de escaños, y solo han escapado de la desaparición parlamentaria gracias a los tres escaños de votación nominal directa obtenidos en el antiguo territorio de la extinta Alemania oriental. Mejor les ha ido a los nostálgicos de la extrema derecha, con su 10,3%, 2,3 por debajo de su resultado de 2017, aunque nuevamente ha sido en los antiguos länder del Este donde han salvado los muebles.

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La piedra de toque del consenso en el que participan las cuatro fuerzas centrales, las únicas útiles para gobernar en fórmulas de coalición, es la Unión Europea y más en concreto su política exterior y de defensa. Ciertamente, ha sido el capítulo ausente de la campaña. No de los programas, suficientemente explícitos todos ellos. Moviliza el medio ambiente y las políticas sociales y nunca llegan los debates a las grandes cuestiones estratégicas globales. Visto desde la turbulenta política española, es admirable la resonancia europea entre los cuatro partidos, incluso en los capítulos más delicados que giran en torno la autonomía estratégica o el ejército europeo.

A pesar de los extremos, esta Alemania europea y europeísta es definitivamente la que quería Thomas Mann cuando abominó de Hitler y huyó de la Europa alemana soñada por él mismo en su juventud, convertida luego en el horror totalitario. Solo falta ahora que los programas se traduzca en políticas. Es lo que los europeos esperamos de su liderazgo reluctante.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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