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Columna
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Cataluña debe decidir

¿Puede vincularse el destino de una nación a los intereses de quien huyó después de declarar una independencia que nunca existió?

Mariola Urrea Corres
El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont atiende a los medios en Cerdeña (Italia).
El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont atiende a los medios en Cerdeña (Italia).Europa Press
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El diálogo aguanta la presión judicial

Carles Puigdemont ha recuperado un protagonismo político que languidecía camino de la extinción. Esta es probablemente la única certeza que deja su detención y puesta en libertad en Italia. Todo lo que vaya a pasar a partir de ahora no es fácil de predecir. Ocurre de manera evidente en la vertiente judicial del asunto. Así, no es posible anticipar sin riesgo a equivocarse si el Tribunal General de la Unión Europea anulará finalmente la Decisión del Parlamento Europeo que retiró la inmunidad a Puigdemont. Tampoco se puede saber si ese mismo Tribunal, en tanto resuelve el fondo del asunto y a la vista de las novedades que arroja el caso, otorgará ahora la protección cautelar que negó el 30 de julio. Y, por supuesto, resulta también aventurado pronosticar si el juez italiano decidirá el próximo 4 de octubre tramitar la euroorden y, en ese caso, si estimará que concurren las condiciones de entrega a España como pretende el Tribunal Supremo. El caso constituye, en suma, un laberinto jurídico de enorme atractivo para quienes estudiamos la materia, pero cuya complejidad desorienta a la ciudadanía.

Nada de esto sería demasiado importante si no fuera porque el proceso judicial desenfoca la atención de lo relevante (el futuro de Cataluña) para concentrarla en lo accesorio (la situación personal de un eurodiputado). De ahí que la dimensión jurídica del asunto no sea, a mi entender, la mejor opción para ordenar los términos de la conversación sobre Cataluña. La situación procesal de Carles Puigdemont debe mantener ocupada a su defensa, pero no debería comprometer la relación política que el Gobierno trata de explorar sobre la base del diálogo con el Govern y en el marco de una negociación realista capaz de arrojar un acuerdo que validen, en su caso, los catalanes. Esto es, guste o no, lo mollar. Lo contrario implica poner el futuro de Cataluña al servicio de las estrategias de quien aspira a comprometer cualquier iniciativa que ubique el centro de decisión en aquellos otros actores que disponen ahora de más legitimidad democrática e institucional.

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Desde esta perspectiva es pertinente interpelarse acerca de la razón de ser de todo lo que ha ocurrido en los últimos días. Me encuentro entre quienes creen que nada se explica desde la mera casualidad. No resulta tan extraño pensar que lo ocurrido obedezca a un movimiento calculado (e interesado) de quien trata desesperadamente de recuperar un liderazgo político que las urnas, y también la realidad política del momento, le niegan. Qué duda cabe que todavía hay muchos catalanes dispuestos a creer en una narrativa de la represión que justifique el conflicto. Esa herida emocional es la que sabe aprovechar Puigdemont en beneficio propio. Pero nada de lo expuesto cuestiona la validez de la pregunta que solo Cataluña tiene el reto de responder: ¿puede vincularse el destino de una nación a los intereses de quien huyó después de declarar una independencia que nunca existió?

PD. Hablando de hacer el ridículo, habrá quien crea que aquello también compite con fortaleza en esa categoría.

Sobre la firma

Mariola Urrea Corres
Doctora en Derecho, PDD en Economía y Finanzas Sostenibles. Profesora de Derecho Internacional y de la Unión Europea en la Universidad de La Rioja, con experiencia en gestión universitaria. Ha recibido el Premio García Goyena y el Premio Landaburu por trabajos de investigación. Es analista en Hoy por hoy (Cadena SER) y columnista en EL PAÍS.

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