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BRASIL
Columna
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Cuando a los demonios no les gustaba que se gritase

Una afirmación de un exorcista del Vaticano me llevó a pensar que hoy, entre los políticos, los demonios también han evolucionado porque a buena parte de ellos les falta reflexión y compostura

Juan Arias
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, da un discurso en la Asamblea General de la ONU.EDUARDO MUNOZ (AFP)

Hubo un tiempo en el que a los demonios no les gustaba que se gritase. Me lo aseguró hace años, cuando yo era corresponsal de este diario en Italia, el entonces exorcista oficial del Vaticano, monseñor Corrado Balducci, ya fallecido, que era llamado para tratar los casos más graves de posesión diabólica.

Conseguí una entrevista con él tras una serie de peripecias. Lo encontré en su despacho dentro del pequeño y poderoso Estado del Vaticano. Me recibió cordial, pero me advirtió enseguida que procurase hablar en voz baja ya que, según él, “a los demonios no les gustaba que se gritase”. ¿Cómo lo sabe?, le pregunté. Me respondió, sin más detalles, que “por propia experiencia”. Y así la entrevista se realizó en voz baja.

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Recuerdo aún hoy algunos detalles curiosos que conseguí arrancarle aunque me pidió que no los incluyera en la entrevista. Por ejemplo, que existen también animales poseídos por el demonio. Y me dio el ejemplo de su caballo que a veces amanecía poseído. Le pregunté cómo lo sabía y me explicó que en esos casos, el animal “estaba con todos los pelos de su rabo erizados”.

La afirmación del exorcista vaticano de que a los demonios no les gustan los gritos, me ha hecho pensar que hoy entre los políticos los demonios también han evolucionado ya que so.

Aquella afirmación del exorcista vaticano de que a los demonios no les gustan los gritos me ha hecho recordar el griterío y la confusión que el presidente Jair Bolsonaro y su comitiva crearon durante su estancia reciente en Nueva York para participar a la Asamblea General de la ONU. La prensa brasileña e internacional ya han contado todas las peripecias ocurridas desde el hecho de que el Presidente brasileño tuvo que comer una pizza de pie en la calle al no dejarle entrar en un restaurante por no estar vacunado hasta el gesto obsceno realizado por el ministro de Sanidad, Marcelo Queiroga, contra los manifestantes.

Hay un detalle que, sin embargo, pasó desapercibido y que podría ser una metáfora de la actual política bolsonarista. En la ceremonia de apertura de la asamblea de la ONU, abierta según la tradición con el discurso del presidente de Brasil, hubo un detalle poco conocido y que fue filmado por los medios americanos. Nada más acabar su discurso el mandatario brasileño y antes de que hablara el presidente americano Joe Biden, el pupitre desde el que acababa de hablar fue rápidamente higienizado.

En aquel momento ya se sabía que el presidente brasileño no se había vacunado contra la covid y había miedo de que Bolsonaro pudiera contagiar al resto de los presentes. Y quizás por ello regresó a Brasil sin que pudiera encontrarse con el presidente americano.

Sin embargo, la escena del púlpito desde donde habló Bolsonaro siendo higienizado de prisa y corriendo, podría ser leída también como metáfora de la peligrosidad política que suponía el negacionista de extrema derecha, Bolsonaro, en el país considerado el mayor defensor de la democracia y de las libertades. Es como si aquel ritual de desinfectar el lugar donde había discursado el presidente brasileño fuese visto como un exorcismo contra los demonios de la discordia, de la mentira, del odio, del gusto por las dictaduras, del culto a las armas y a la muerte.

La higienización del lugar donde discursó Bolsonaro quedará para la historia y debería ahora ser una lección para los pocos brasileños que continúan apoyándolo. Hay a veces pequeños gestos que pueden pasar desapercibidos pero que acaban haciendo historia.

La escena de desinfectar la tribuna el Presidente brasileño fue más que una simple escena de limpieza. Denle ustedes el nombre que prefieran.

Una cosa es cierta y es que quien suceda a Bolsonaro en el Planalto, algo que la gran mayoría de los brasileños está deseando como indican todos los sondeos, deberá antes de nada desinfectar aquel lugar junto con el cercadillo donde el capitán cada mañana vomita a sus seguidores más fieles los demonios que le hacen lanzar anatemas, amenazas y mentiras. “Es que él es asi”, dicen quienes le siguen de cerca. Es cierto, pero también son así los desequilibrados psíquicos, los incapaces de enhebrar dos frases con sentido, los que hablan lo que les viene a la boca sin esos filtros que todos necesitamos como explica el psicoanálisis. Lo que ocurre es que personalidades de esa tipología deberían ser incapacitados para presidir y gobernar a una nación.

Esos políticos que sueñan con el poder absoluto son como volcanes siempre en peligro de erupción que provocan desastres y muerte. Quien tenga que sustituir en la Presidencia al capitán deberá darse prisa para desinfectar con urgencia ese un pedazo de historia de este país al que le están impidiendo con soñar días mejores sin miedos a ser devorados por el virus de una política que preocupa al mundo y engendra miedo y pobreza en esos millones de personas para quienes se han quedado muy lejos los tiempos en que se creía que Dios era brasileño. Quizás no lo fue nunca pues la historia del país arrastra aún mucha injusticia, violencia y segregación social, pero el peligro de hoy es que ese “Dios por encima de todo”, lema del presidente, se haya metamorfoseado en un demonio de la discordia y del desgarro existencial.

No soy de los que minimizo la peligrosidad de los mediocres que en política se creen dioses encarnados y acaban actuando como los nuevos demonios de la discordia. La Historia está llena de dictadores que eran insignificantes cuando entraron en el poder y acabaron arrastrando el país al infierno. Nada peor, en efecto, que un despreparado que se cree enviado por los dioses mientras aparece más bien como la encarnación de los nuevos demonios del fascismo y de la intolerancia que hoy parecen estar resucitando en el mundo y de los que querrían que Brasil fuera su epicentro político.

Es posible que a los demonios de hoy sí les guste gritar y mentir, pero lo que sigue siendo cierto es que los dioses prefieren el silencio, la reflexión, los valores que enaltecen, la compasión que cura y no el gusto por la violencia, la discordia, la mentira y la muerte.

¿Alguien será capaz de higienizar la política brasileña para detener que el virus de la intolerancia y del fascismo sigan contaminándola dejando regueros de dolor y desesperanza ­engendrados por quienes gobiernan al país?


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