Pan para hoy (y para mí)
Cada vez es más evidente que la transición ecológica lo es también de las estructuras de poder. Más valdrá que nos dotemos de una gobernanza que permita gestionarla
Se suele olvidar que las palabras “ecología” y “economía” tienen una raíz común: “eco”, procedente de “oikos”, “casa” en griego. Ecología y economía son un binomio inseparable; la primera remite a la comprensión del funcionamiento de la casa, y la segunda a su administración. Sin una buena salud de la biosfera que nos provee de alimentos, agua, aire, etc., no hay economía posible. La economía, por tanto, es una variable dependiente de la biosfera, y no al revés.
El del mar Menor es un buen ejemplo de la incomprensión de esta dependencia entre economía y ecología, y de cómo el beneficio económico a corto plazo de unos pocos es capaz de acabar con la economía del conjunto unos años después. En contra de toda evidencia científica, demasiadas personas, durante demasiado tiempo, han estado mirando para otro lado. Han desoído a quienes, cargados de datos y argumentos, planteaban que la capacidad del Campo de Cartagena no da para las 60.000 hectáreas de regadío que hoy soporta ―incluidas 8.400 ilegales―, con sus fertilizantes asociados, y que han permitido la proliferación de pozos de agua clandestinos. Si a esto se suman las instalaciones de porcino, el desorden urbanístico y un modelo turístico desaforado, el resultado es conocido: el mar Menor se ha convertido en un mar muerto. Ni aguas cristalinas, ni peces, ni entornos paradisíacos para el disfrute de los turistas. Es decir, se acabó la pesca, el turismo, la hostelería, el comercio y toda la economía asociada a este ecosistema. El pan era para hoy, y solo para mí.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Más allá de la casuística concreta del caso, es importante recordar que todos los conflictos de este tipo tienen un elemento en común: para afrontarlos se necesita romper las inercias y poner en marcha prácticas nuevas. En muchas ocasiones esto incluye enfrentarse a sectores que han disfrutado del beneplácito de una normativa ajena al bien común, o que han contado con una enorme permisividad ―a veces complicidad― institucional y social, fuertemente arraigada.
Las consecuencias políticas de estas rupturas de las inercias empiezan a emerger. Se ha visto este verano con la polémica sobre el consumo de carne, el proyecto de ampliación de El Prat, los conflictos sobre la instalación de renovables en el medio rural, y por supuesto con la factura de la luz. En el caso del mar Menor, además, la Comunidad de Murcia ha decidido que la mejor defensa es un buen ataque, culpando de inacción a la ministra Ribera y obviando que el grueso de competencias es suyo. Cada vez es más evidente que la transición ecológica lo es también de las estructuras de poder. Más valdrá que nos dotemos de una gobernanza que permita gestionarla.
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