Hambre de todos
El empeoramiento registrado durante la pandemia reclama reforzar las acciones para erradicar la inseguridad alimentaria
Los efectos del cambio climático y de la pandemia han dejado ya trazas dramáticas en la parte menos desarrollada del planeta al disparar el hambre en dirección opuesta a donde el mundo se había propuesto llegar. Si los Objetivos de Desarrollo Sostenible habían fijado la loable meta de erradicar la inseguridad alimentaria en el mundo para 2030, lo cierto es que se registran dolorosos pasos atrás, según un informe elaborado por cinco de las más importantes agencias de la ONU y divulgado el lunes. En 2019 eran 650 los millones de personas que sufrían hambre en el mundo. En 2020, al menos otros 118 millones se han sumado a esa realidad que incapacita para el desarrollo, el crecimiento, la supervivencia y el ejercicio de una vida digna.
La causa más directa del aumento del hambre ha sido la pandemia y la parálisis económica que se ha impuesto. En América Latina, esto ha golpeado a las clases medias y a una economía informal de la que dependen buena parte de los trabajadores. Unos 60 millones de personas sufren hambre en esta región. En África, donde el 21% de la población está afectada por esta realidad, la pandemia se ha sumado a conflictos armados y a desastres causados por los fenómenos meteorológicos que azotan una economía de por sí frágil. Unos 282 millones de personas tienen hambre en África. Y en Asia son 418 millones. En total, un 10% de los habitantes del planeta están afectados, frente al 8,4% que representaban en 2019.
La pandemia se ha revelado así como un factor acelerador o de puesta en evidencia de unas debilidades de la economía globalizada, que no ha logrado mantener los avances conseguidos. El informe de las cinco agencias recoge no solo el hambre, sino la desnutrición crónica y consecuencias muy concretas como la anemia extendida entre las mujeres jóvenes o el escaso crecimiento de los niños y bebés.
Esta inseguridad alimentaria, aunque parezca localizada en las zonas más vulnerables del planeta, afecta a todos y es un problema cuya solución debe ser impulsada desde las economías más pudientes. La indiferencia que suelen generar estas realidades que parecen lejanas es sin duda la peor reacción a una degradación de la vida en África, Asia y América Latina cuyos vasos comunicantes involucran a Occidente como consumidores, como sujetos económicos de un mundo global y como receptores de inmigración que solo crecerá si el mundo no encuentra y apoya el camino hacia una mayor resiliencia de las zonas afectadas. Programas alimentarios, sanitarios, sociales, medioambientales y económicos deben entrelazarse para frenar el deterioro y permitir el desarrollo en condiciones mejores.
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