El bebé invasor
Esta criatura desconoce que su cuerpecillo de apenas cinco kilos está siendo utilizado como arma política sin que a nadie le importe que esa misión pueda costarle la vida
La madre sabe todo sobre su bebé. Apenas tiene dos meses, pero la madre sabe que es tranquila, astuta, encontró el pezón la primera noche, un hallazgo primordial en la vida, y se aferró a él. Aunque todavía no fija la mirada ya tiene la capacidad de distinguir a su madre de cualquier otro humano, porque el olfato es el sentido que le permite identificar el olor del vientre materno de todos los vientres sobre la tierra. Si no fuera por el llanto entrecortado con el que protesta por el dolor de barriga, el llanto rabioso del hambre o el gemido gatuno con el que expresa su molestia por no estar limpita, la niña sería uno de esos bebés angelicales que pasan las horas libres durmiendo y observando. La madre, como todas las madres, ya ha asignado un carácter a la niña. Aquellos que no han criado un bebé desde el nacimiento creen que son fantasías maternas ajenas al fundamento científico, que se trata de los deseos que la madre proyecta sobre la niña, sobre su futuro. Pero no, esa madre ya sabe que su niña es tranquila y que nada ha de temer si aferrada a su espalda y envuelta en una tela marsupial, se lanza con ella al agua en busca de ese futuro que una bebé, a todas luces inteligente, merece. Pero no calcula la joven que el mar es traicionero y al poco se encuentra desesperada y braceando para mantenerse a flote; la niña se le va desprendiendo de la bolsa, y cuando ya parece asumir que se enfrentan las dos a una muerte segura un hombre toma a la criatura entre los brazos y alza de las aguas a la pequeña Moisés, que acaba de renovar sin saberlo la leyenda del Antiguo Testamento.
Con esa voluntad furiosa con que los recién nacidos luchan por sobrevivir, la niña helada, que muestra el color pálido de la hipotermia, que se ha quedado inmóvil, congelada, que no parpadea, ni se queja ni llora, es depositada por su salvador, un guardia civil, en manos de la asistente de la Cruz Roja, que tras despojarla de su ropa empapada, la envuelve en una manta. La niña va despertando poco a poco, empieza a sentir el cosquilleo de la sangre a flor de piel, y antes de lo que nadie podía predecir mira con estupor a la mujer que la abraza y que no huele como su madre. Entonces rompe a llorar, que es la forma de expresar su desconcierto.
Esta criatura no sabe que fue arrojada a las aguas junto a su madre por un Gobierno sin escrúpulos con el fin de presionar al Gobierno de otro país, la bebé desconoce que su cuerpecillo de apenas cinco kilos está siendo utilizado como arma política sin que a nadie le importe que esa misión pueda costarle la vida. Tampoco sabe esa pequeña que la tierra a la que acaba de llegar no es suya, y que esa circunstancia alimentará discursos tan repulsivos como el de la matanza de los inocentes del Evangelio. Ella, que conoce lo básico de la felicidad, el olor a madre, el sabor de la leche, la placidez del sueño; y de la pena, el hambre, el desamparo, el frío hiriente; ella, que solo siente los fundamentos básicos que conducen al bienestar o al miedo, no puede comprender que en la otra orilla haya quien la califique de invasora, de diminuta peona de una guerrilla cuya misión es apoderarse del nuevo país, arrebatarle el trabajo a la buena gente, dejar a la población sin pensiones, aterrorizarla, amenazar su cultura y su religión, el marco de unas inmemoriales esencias. Ella es el eje del discurso racista y xenófobo que se ha abierto espacio en la conversación pública hasta tal punto que, aunque no lo compartamos, vamos siendo inmunes a las palabras de odio y admitimos lo vomitivo que hay en ellas como muestra de una sagrada libertad de expresión.
Ella carece de ideas de frontera, patriotismo y raza. Esa mujer que no conoce la deposita ahora en brazos de su joven madre, que también llora asustada. Y la niña encuentra de nuevo el olor amado, su patria.
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