Chiringuitos de ida y vuelta
La gran ironía es que, después de deslegitimar la política y su ejercicio, se acabe reproduciendo lo peor de ella
El olfato político es el arte de detectar espacios vacíos de representación. Para ello, es necesario identificar lo que preocupa o inquieta a la sociedad. También se puede, para reconducir el descontento, tomar atajos, algo siempre peligroso en política. Lo llamamos populismo, y ocurre cuando una parte importante de la sociedad está insatisfecha con algo que falla y alguien que habla en nombre del pueblo se intenta apropiar moralmente de esa ira. Tras la victoria del Brexit, por ejemplo, Farage habló del “triunfo de la gente real”, del buen pueblo frente a las élites; y ahora, Casado, para capitalizar el descontento por los indultos, califica a los manifestantes de Colón como “la España real”. Como ven, el argumentario político brilla por su ausencia: la división del terreno de juego se hace sobre la base de una visión moral del conflicto político.
En nuestro país, esta estrategia comunicativa llegó, sobre todo, de la mano de Podemos, con la crisis de representación que estalló con el 15-M. España tenía muchos problemas (paro, desigualdad, dificultades de acceso a la vivienda…), y los partidos tradicionales estaban tan ensimismados en sus guerras intestinas que parecían haber dejado siquiera de considerarlos. Podemos articuló esos conflictos sociales con un marco populista que presentaba a los políticos como parte del problema. Luego llegó Ciudadanos. Pero tanto Iglesias como Rivera compartían los mismos prejuicios sobre la política. Ambos enarbolaron, desde lugares distintos, el discurso de la antipolítica: para unos, la solución era sustituir a los tradicionales dirigentes por “gente real”; para los otros, colocar a “tecnócratas”. Fue el momento de otros regeneracionistas: Macron en Francia, los 5 Stelle en Italia.
Estos días, la coartada del discurso antipolítico se delata con el famoso chiringuito de Toni Cantó. Crear una oficina para la promoción del castellano en Madrid puede tener o no sentido, pero la discusión no versa en absoluto sobre su conveniencia, sino precisamente sobre “el chiringuito”, es decir, el mismo marco que utilizó tantas veces Cantó para estimular prejuicios negativos sobre la política y erigirse (él sí) como valedor ético del ejercicio de la representación. Cantó se ha convertido en campeón de la contradicción: saltando de un partido a otro como un picaflor, siempre bajo la debida cobertura moral, termina al frente de una oficina creada expresamente para darle una salida profesional, sin que nadie le conozca una capacitación especial para su desempeño. No es el único ni será el último, pero la gran ironía es que, después de deslegitimar la política y su ejercicio, se acabe reproduciendo lo peor de ella. Es el problema de quienes se dicen impolutos, de la moral estricta como antorcha del quehacer político, pues sabemos desde Robespierre que la política produce siempre más terror cuanto más puros son sus agentes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.