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Columna
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Nicaragua: criminales

La panoplia de subterfugios aprobada para quebrar la disidencia política y reventar las elecciones de noviembre sirve para un roto y un descosido

Juan Jesús Aznárez
Daniel Ortega Nicaragua
Daniel Ortega y Rosario Murillo durante un acto en Managua (Nicaragua).HANDOUT (AFP)
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Tribuna | En Nicaragua no hay más revolución; por Gioconda Belli

El sandinismo contrarrevolucionario optó por desmantelar la democracia y clonar la estructura política, militar, económica y social de la dinastía somocista (1934-79). Ni un paso atrás, diga lo que diga el mundo. Si la oposición pretendiera inscribir como candidato presidencial a un destetado, lo prohibirían arguyendo la complicidad del menor con el imperialismo yanqui y los quintacolumnistas apátridas. Y si la aplicación de la Ley de Agentes Extranjeros resultara inverosímil al no haberse podido encontrar las muelas del juicio del aspirante, podría considerársele reo de lavado de dinero o incurso en un delito cibernético porque el yanqui adoctrina desde muy temprana edad.

La panoplia de subterfugios aprobada para criminalizar la disidencia política y reventar las elecciones de noviembre sirve para un roto y un descosido. Se ejecuta sin embozos, a fin de que la beata Cecilia tampoco pueda optar a la jefatura del Gobierno al habérsele descubierto gravísimos pecados contra la moral y las buenas costumbres. El temor del régimen a la derrota es tanto que la represión debe ser sostenida y los detenidos, vips, para encarecer su liberación empoderando a los carceleros.

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Los fiscales encargados del tráfico de personas les imputan las fechorías habituales: traición a la patria y conspiración contra el pueblo en complicidad con gobiernos extranjeros que ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Los judas no obligan a proteger la soberanía nacional, asediada por la falsedad ideológica, la Fundación Soros, Oxfam, las oenegés abducidas por la propaganda enemiga, los ricos y los peleles financiados por el departamento de Estado. No nos atacan políticos sino criminales que violan nuestro Estado de derecho, baluarte de la estabilidad, la autonomía y la autodeterminación de Daniel Ortega y Rosario Murillo.

Los generales victoriosos recibían en la antigua Roma una corona de laurel y un esclavo que, ante los vítores del pueblo, les susurraban que no olvidaran que eran mortales. Durante la triunfal entrada del gallo Ortega en Managua (1979), alguien hubiera debido atizarle en la cresta con una variante del tópico literario sic transit gloria mundi: Daniel, eres perecedero, no se te ocurra la pendejada de creerte dueño y señor. Nadie lo hizo, y el comandante se encaramó sobre la revolución hasta pudrirla, víctima de un trastorno de personalidad narcisista muy contagioso en América Latina.

El agravamiento de la perturbación no se ataja con un par de aspirinas. El émulo de Somoza no cree en la reflexión utilizada durante la coronación de los papas: en lo efímero de la vanagloria y el poder mundanos. Contrariamente, manifiesta las ansias de permanencia de los enajenados por el mando. ¿Qué puede hacerse con la despótica camarilla? Pues apretarle las clavijas de la democracia o confinarla en Noruega hasta que respete la libertad del prójimo aunque no todos sean respetables.

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