Ya llegó de paraíso
Conseguir la felicidad es un trabajo de locos, pero un día habrá que abrir el melón de lo poco que cuesta, y la satisfacción que da, reventarla voluntariamente


Se acerca la época del año en que, a mediados de agosto y tirado en la playa de Areas, a diez metros del chiringuito O Telleiro de Nel, con mi hijo jugando con otros niños y mis amigos organizando la cena en algún grupo de WhatsApp en que yo no estoy, pienso en las ganas que tengo de llegar a Madrid, encerrarme en mi estudio sin aire acondicionado a las seis de la mañana con varias llamadas perdidas de la noche anterior reclamando artículos o capítulos, y que el ordenador se quede colgado dejando 600 palabras sin guardar, yo estampe el ratón contra la pared, me meta en cama temblando de ira y pase el resto del día sin poder levantarme con otro ataque de ansiedad. Y poder remontar después, día a día, despacio, bajo esa sensación de felicidad que implica dejar atrás lo malo, una felicidad que no sería completa si no supiese que lo malo va a volver.
La frase “ya llegó de paraíso” es de Lucía Berlin el día en que, tras semanas iguales y felices con su marido recién desintoxicado y los niños en una cabaña, una playa y pescando lo que comían, vio aparecer en el paraíso al camello de su pareja y, horas más tarde, los dos hombres frente a una fogata, verles poniéndose un pico; su marido se echó hacia atrás, el camello hacia delante, sobre la hoguera. “Ya llegó de paraíso”, dijo ella tras enterrar durante toda la noche el cadáver, “me vuelvo a la vida real”. ¿Fue verdad o fue relato? La historia tal cual la recordó el escritor Juan Forn en una de sus contratapas en Página 12. Encontré, sí, un relato que es aún mejor que esta historia: uno en el que Lucía Berlin cuenta sus días tranquilos y enamorada de su marido cuando su amiga y vecina Peggy le hace un regalo al hombre: una cajita con doce viales de morfina pura. “Un regalito para Bud”. “(…) Debía de vernos a Buddy y a mí besándonos, debía de vernos felices. ¿Cómo fue capaz de mandar aquella caja?”, escribe Berlín en Bienvenida a casa.
Conseguir la felicidad es un trabajo de locos, pero un día habrá que abrir el melón de lo poco que cuesta, y la satisfacción que da, reventarla voluntariamente, a conciencia, desde lo anecdótico como las vacaciones hasta lo trascendental como las adicciones (a menudo superpuestas). ¿Por qué? Una vez un médico me dijo que mi interés en bajar al pozo era lo mucho que disfrutaba saliendo hacia la superficie, pero que en la superficie ya no sabía qué hacer, no encontraba rutina a la que agarrarme ni mundo que me agradase, de ahí que lo primero que haría de llegar un día al cielo sería ponerme a cavar.
Creo que tiene razón, pero nunca se la di ni tengo pensado hacerlo. Mi drama no es tanto la paz como el aburrimiento. Salvo la del amor, apenas tengo consistencias. Una de ellas era precisamente Juan Forn, escritor y periodista argentino que leo desde hace muchísimos años en Página 12. Se ha citado aquí mismo varias veces para vampirizarlo (como hoy), que es aún peor que plagiarlo, porque al menos con el plagio no existe el cinismo de la cita. Murió el pasado domingo a los 61 años de un infarto. Hacía cosas de privilegiados, como contagiar las ganas de leer y de escribir, y lo hacía de manera implacable, como se hacen las cosas que mueven la curiosidad y la pasión. Es la falta de gente, no la falta de uno, la que exige las remontadas más grandes, las remontadas imposibles.
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