Apagada
El comisario Benavente barruntó una tremebunda ola de asesinatos en los barrios obreros; las horas valle serían las más peligrosas
“No tenemos prisa. Comience por el principio”. El comisario Benavente ofrece un cigarrillo a A.L.P, varón, blanco, 57 años, divorciado, padre de dos niñas, repartidor. A.L.P no lo acepta. No se puede fumar en los espacios cerrados y él solo bebe zumos de frutas. No sabe que está dentro de una columna negra y aquí los comisarios tienen patente de corso para que el humo imprima a la atmósfera ese tono, turbio y brumoso, de las mejores películas de Lang, Huston o Dymitrick. Además, se crea cierta complicidad con el detenido. Pero A.L.P no fuma. “¿No quiere?”, Benavente sospecha que A.L.P es ciclista de fin de semana. Y montañero. Un escalofrío le recorre la columna vertebral. Siente cierta antipatía por esa hipotética personalidad, higiénica y deportiva, de A.L.P que, entontecido, enfoca sus pupilas hacia el flexo de la mesa. Sus pupilas son una polilla a punto de quemarse. La imagen de los globos oculares de A.L.P, licuados por efecto de la electricidad, le dan a Benavente mucho repelús. Al comisario no le gustan los iluminados: “Desembuche”. A.L.P recurre al tópico: “Yo no quería, señor comisario”. Benavente recuerda el cuerpo de M.N.A, mujer, blanca, 32 años, soltera, con un hijo pequeño, parada. M.N.A yacía estrangulada, encima de la lavadora de su pisito, ubicado en un barrio periférico de la ciudad de S. El cuerpo muerto parecía sufrir convulsiones durante el centrifugado. La mirada de Benavente se endurece y el detenido canta, como un jilguero, sin apartar los ojos de la luz: “Era un infierno. Todos los días, comisario… Esos ruidos sobre mi cabeza. Temblaban las vigas. Yo me levanto a las cinco para ir a trabajar y esa loca a las tres de la mañana…”. A.L.P se cubre con las manos las bolsas de los ojos. “¿A las tres de la mañana qué, imbécil?”. Benavente aún recuerda la tonalidad azulada de los labios de la difunta. A.L.P desbarra: “Tenía que dormir, yo tenía que dormir…”. El comisario revisa las declaraciones del vecindario: “Era una chica muy buena. Había sido teleoperadora. Había limpiado oficinas. Pero ahora no encontraba nada. Iba a las colas. Ahorraba cada céntimo. Y era muy limpia, limpísima, el niño siempre llevaba las camisetas de un blanco nuclear…”. Las hipótesis del comisario se centraban en el crimen pasional: Benavente era de la vieja escuela y no le gustaba la moda de la violencia machista. Volvió a dirigirse a A.L.P, perdidos los ojos en la bombilla de cien vatios: “¿Qué tipo de relación mantenía con la finada? Estoy dispuesto a ponerme en su lugar… ¿Le engañaba con otro? Ella era joven y usted, la verdad, no lo veo yo a usted muy varón dandy”. A.L.P, además de ciclista, debía de ser un poquito gilipollas: “¿Qué? Le digo que me levanto a las cinco, no podía dormir, esos ruidos de aparatos, una noche tras otra, me taladraban la cabeza. Le había dicho varias a veces a la chica que, por favor, hiciese a otra hora la colada, pero no entraba en razón, se reía: ¿'Tú crees que, si yo pudiese hacer la colada a otra hora, me iba a quedar despierta hasta las tres para poner el programa largo?”. Entonces, con la chica definitivamente apagada en una nevera de la morgue, Benavente barruntó una tremebunda ola de asesinatos en los barrios obreros. Las horas valle serían las más peligrosas. Al comisario se le había encendido la bombilla y comprobó qué hora era por si la tenía que apagar.
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