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Los sediciosos catalanes odian a Barcelona, la menos nacionalista de sus ciudades, y los barceloneses son inhábiles para defenderse de la ruina
Anduve la semana pasada por Barcelona. Hacía un año que no la pisaba. Recorrí el barrio del Museo de Arte Contemporáneo (Macba), edificio y plaza muy estimados por la Escuela de Arquitectura de aquella ciudad cuyos mandarines trataron de gentrificar buena parte del Raval. Con toda objetividad se puede decir que en un año no sólo no ha habido mejora alguna, sino que todo ha decaído. Es una ruina.
El caso es que los sediciosos catalanes odian a Barcelona, la menos nacionalista de sus ciudades, y los barceloneses son inhábiles para defenderse. Los muros sucios de garabatos y signos macabros, las calles tomadas por patinetes, ciclos, tablas, patines y toda suerte de baratijas, los domicilios robados legalmente, todo recuerda al Nápoles de hace 40 años, pero sin gracia.
El proceso que ha llevado a la ruina a aquella parte del país está muy bien descrito en el sagaz ensayo de Anne Applebaum titulado El ocaso de la democracia (Debate). Allí describe el temible cuadro del actual populismo fascistoide. Los casos de Hungría y Polonia, que conoce de primera mano, son demasiado parecidos al de la Cataluña sediciosa. Una pulsión autoritaria y agresiva por parte de unos burgueses mal alfabetizados, resentidos y de una singular incompetencia, aunque expertos en el manejo de las pasiones de una muchedumbre irracional y pía a la polaca.
Por supuesto el fenómeno no se reduce a la Europa post-bolchevique, a Trump, a Vox o al Brexit. Applebaum menciona el caso de Venezuela donde estuvo en 2020 para constatar el cruce del rancio marxismo-leninismo con el corrupto populismo nacionalista. Extrema derecha y extrema izquierda se abrazan, como la CUP y los separatistas. Eso sí, con la benevolencia del Gobierno de España.
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