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BRASIL
Columna
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Maria, tengo que hablarte de Bolsonaro, el hacedor de huérfanos

El hombre que gobierna Brasil ha condenado a una generación a crecer y a vivir sin padre o madre

Eliane Brum
Una imagen de archivo tomada por la premiada fotógrafa Lilo Clareto
Una imagen de archivo tomada por el premiado fotógrafo Lilo Clareto, fallecido el 21 de abril.Lilo Clareto (Acervo pessoal)

Maria, solo tienes dos años. Uno, dos. Y solo estos dos años separan tu nacimiento de la muerte de tu padre. Lilo Clareto murió el 21 de abril. La causa oficial que consta en el certificado de defunción es: “sepsis grave, neumonía asociada a la ventilación y covid (tardía)”. Pero es solo parte de la verdad sobre la muerte de tu padre. Te miro, Maria, y me preparo para la conversación que tendremos un día, aquella en la que tendré que contarte la verdad entera.

Maria, tu padre ha sido víctima de un exterminio. Tu padre es uno de los más de 410.000 brasileños que han fallecido por un crimen de lesa humanidad entre 2020 y 2021. Mientras te escribo esta carta, los asesinatos siguen produciéndose a una media de casi 2.400 cadáveres por día. Te miro, Maria, y todavía dices, con los ojos como platos por la expectación, cuando alguien hace ruido en la puerta de entrada: “¡pa!”. Y luego, decepcionada: “¿pa?”.

No, Maria, tu padre no volverá a entrar por la puerta de casa cantando y con las manos extendidas para cogerte en brazos. Mientras te escribo esta carta, Maria, tu padre se ha convertido en cenizas. Estas cenizas se esparcirán un día en la desembocadura del Riozinho, donde este río, pequeño solo de nombre, se une al Iriri, en la Tierra Media, en la Amazonia.

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Maria, sé que, aunque espere a que seas mucho mayor, no serás capaz de entenderlo del todo. Podrás entender el pensamiento de Davi Kopenawa, Sueli Carneiro y Paul Preciado, pero no podrás entender el pensamiento de un hombre que, durante la mayor crisis sanitaria de la historia de Brasil, trabajó para diseminar un virus que puede matar. Y mata.

No importa la edad que tengas ni los diplomas que acumules, Maria. No habrá manera de entender a un hombre que estimuló aglomeraciones cuando los médicos pedían a la población que se quedara en casa. Un hombre que vetó la obligatoriedad de llevar mascarillas cuando la población de la mayoría de los países del mundo las llevaba para protegerse del contagio. Un hombre que ha despilfarrado dinero público con fármacos de probada ineficacia contra una enfermedad mortal y ha mentido a la población diciendo que eran eficaces. Un hombre que denominó “gripecita” a lo que ha matado a tu padre y a casi medio millón de brasileños (hasta ahora). Un hombre que rechazó las vacunas contra esta enfermedad que te ha convertido en huérfana. No, Maria, no podrás entender a este hombre bajo ninguna circunstancia.

Me mirarás con tus ojos oscuros, tus pupilas negras, buscando una explicación. Te miraré y te prometo que haré lo posible por no bajar la mirada. Porque no tengo la respuesta, Maria. Se han creado muchas teorías sobre genocidas como Adolf Hitler, Pol Pot y Slobodan Milosevic. He leído algunas. Y muchas se harán sobre Jair Bolsonaro, estoy segura. Y también se escribirá mucho sobre los brasileños y brasileñas que lo mantuvieron en el poder. Primero con su voto, luego con su creencia. Como tantas películas y tantos libros hablan de los alemanes medios que, con su acción u omisión, apoyaron el exterminio de seis millones de judíos, homosexuales, gitanos y personas con deficiencias en la Alemania de los años 40. Personas que caminaban entre nosotros, que charlaban sobre trivialidades en la cola del pan y, de repente, las miramos y descubrimos que salivan con la muerte. No pedían más pan, sino más armas.

¿Qué es el mal, Maria? Lo hemos debatido desde siempre. Cuando experimentaba horrores como este solo a través de los libros, tenía muchas dudas sobre cómo nombrar el mal. Me parecía demasiado sencillo, demasiado fácil. Pero hoy, Maria, después de lo que he presenciado con mi propio cuerpo, tengo que decir que el mal existe. Bolsonaro es el mal, Maria. Y Bolsonaro fue engendrado en este mundo, en esta época histórica, por esta sociedad, por esta conjunción de genes y azar, por estas circunstancias.

El mal sigue gobernando Brasil

Bolsonaro intenta hacer el mal desde que Brasil sabe de la existencia de Bolsonaro. Era militar del Ejército y ya planeaba poner bombas en los cuarteles. Por intereses de un grupo y de otro, quienes debían detenerlo no lo hicieron. Y, de impunidad en impunidad, el mal tomó el poder. Y, por eso, tu padre ha perdido la vida y tú te has quedado sin padre. Tú, Maria, y decenas de miles de otros niños y niñas. Cuando por fin pueda tener esta conversación contigo, puede que haya cientos de miles de hijas e hijos sin padre o madre. Porque hoy, mientras te escribo esta carta, Maria, el mal sigue gobernando Brasil.

Interrumpiré el mal para hablar de tu padre. Si no, yo tampoco lo soportaré, Maria. Algunas personas, con la mejor de las intenciones, lo sé, me dicen que a tu padre le había llegado la hora, que ya había cumplido su misión en este plano. Yo afirmo con toda convicción: a Lilo no le había llegado la hora de morir. Al contrario, seguía siendo hora de que viviera. Tu padre me contaba, apenas unas semanas antes, que, a pesar de todas las dificultades de enfrentar una pandemia, estaba experimentando uno de los mejores momentos de su vida. Porque estaba enamorado de tu madre y porque te tenía a ti, Maria. Y soñaba con enseñarte todo lo que sabía.

Tu padre ni siquiera lo supo, Maria, pero mientras estaba en coma inducido en el hospital, entró en la carrera de Letras de la Universidad Federal de Pará. En realidad, quería hacer Arqueología, porque se había enamorado del trabajo de los arqueólogos en una expedición que hicimos juntos a la Estación Ecológica, en la Tierra Media. Pero en Altamira, la ciudad amazónica donde vivimos, no había esa opción. Como tu padre era poeta, de la luz y también de la palabra, eligió estudiar Letras. Tu padre sabía recitar entero La máquina del mundo, un poema de su compatriota Carlos Drummond de Andrade. Y, cada vez que lo recitaba, sus ojos flotaban en agua salada. Para tu padre, la máquina del mundo se abría siempre como el diafragma de la cámara con la que captaba la realidad tal y como la veía. Desde que naciste, Maria, tu realidad era la que convertía en imagen. Tú y tu madre eran, para él, un mundo solo bueno.

No, Maria, no creas ni por un segundo que a tu padre la había llegado la hora. No. Tu padre, al igual que cientos de miles de brasileños, ha muerto porque Jair Bolsonaro y su Gobierno ejecutaron un plan para diseminar el coronavirus para, supuestamente, lograr lo que llaman “inmunidad de rebaño”. Sí, Maria, como el ganado. “Algunos morirán, lo siento, así es la vida”, eso dijo el presidente de Brasil.

Todo el mundo y todos los epidemiólogos reputados decían lo contrario. Afirmaban que era una locura, además de inmoral. Dos ministros de Sanidad, médicos, dejaron el Gobierno porque no soportaban la idea de ser cómplices de este crimen. Pero Bolsonaro prefirió creer en sí mismo, con su experiencia de casi 30 años reeligiéndose en el parlamento sin proponer nada útil, porque supuestamente no quería que la “economía” se viera perjudicada y, con ello, su proyecto para reelegirse.

Así lo demostró el análisis de más de 3.000 normas federales, realizado por un grupo de reconocidos juristas de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de São Paulo. Enseguida, otros estudios que concluyen que una parte significativa de las muertes por covid-19 se habrían evitado si Bolsonaro hubiera combatido la enfermedad se dieron a conocer en algunas de las publicaciones científicas más importantes del mundo. Estudios internacionales han demostrado que Brasil es el país que peor ha gestionado la pandemia en el planeta.

Mientras te escribo esta carta, Maria, las acciones deliberadas y las omisiones deliberadas de Bolsonaro y su Gobierno han causado y siguen causando decenas de miles de muertes evitables. Como la de tu padre, Maria. Mientras te escribo esta carta, las acciones deliberadas y las omisiones deliberadas de Bolsonaro y su Gobierno han gestado decenas de miles de niñas y niños huérfanos, pequeñas y pequeños brasileños que tendrán que crecer y vivir sin padre o madre. Como tú, Maria.

Miro tu carita mofletuda de bebé y pienso: ¿cómo voy a explicarte por qué has crecido sin padre? Te miro, Maria, con solo dos años, y pienso: ¿cómo voy a explicarte que tu vida, también materialmente, se verá enormemente perjudicada porque ahora tu madre tendrá que mantenerte sola? Te miro, Maria, con solo dos años, y pienso: ¿quién te va a pagar, Maria, lo que no tiene precio, la pérdida de un padre? ¿Quién pagará a todas las Marias y Clarices y Sthephanhys? ¿Quién pagará a todos los Josés y Pedros y Neymares? ¿Quién, Maria?

Antes de que vuelvas a levantar tus ojos perforantes hacia mí, tengo que volver a hablar de tu padre. Cuando lo conocí, Maria, ya era un reportero gráfico experimentado. Había trabajado durante muchos años en el periódico Estadão y acababa de aterrizar en la revista Época, donde yo trabajaba. Entre sus muchas fotos notables está la de un niño que vivía en las calles de São Paulo, un niño condenado por nuestra incapacidad de ver. La imagen que captó tu padre muestra a un niño pequeño, solo un poco más grande que tú, que se quita el chupete de la boca para dar una calada a un cigarrillo. Es brutal. El chupete y el cigarrillo, uno al lado del otro en esa boca con dientes de leche. La infancia que resiste pidiendo cuidados, la infancia destruida que, sin cuidados, se incinera con un cigarrillo.

Creo que solo Lilo podría haber captado ese instante. Y —también esa vez— Lilo sufrió con lo que sufriría para siempre. Lo que tu padre denunciaba provocó conmoción social, discursos, pero la sociedad y el Estado pronto lo olvidaron. Y los niños de Brasil continuaron muriendo antes de crecer.

Y ahora, Maria, ahora tú eres la niña que ha perdido a su padre. Tú y decenas de miles de pequeñas brasileñas y brasileños. Necesito respirar profundamente, yo, que aún tengo aire. ¿Me quedará oxígeno, Maria, cuando llegue el momento de nuestra conversación, o seré una víctima más del exterminio? Mientras te escribo esta carta, ninguna mujer brasileña, ningún hombre brasileño está seguro de lo que sucederá al día siguiente. Y no lo estarán hasta que se le impida a Bolsonaro llevar a cabo su plan de muerte.

Pero, sí, necesito respirar el aire que aún queda en Brasil y seguir hablándote del hombre que ha matado a tu padre. El análisis de los documentos firmados por el presidente, al que prefiero llamar antipresidente, así como sus declaraciones públicas y también los documentos y las declaraciones públicas de miembros de su Gobierno, al menos uno de ellos un general en activo, muestran que se ha ejecutado un plan para diseminar el virus para promover la inmunidad por contagio. Es cierto, eso ha ocurrido, los hechos están documentados. Pero aun así, Maria, tengo que decirte que me parece que falta al menos una pieza.

Nunca he conocido a nadie como Bolsonaro. Alguien que parece, todo él, lo que el psicoanálisis llama la “pulsión de muerte”. Mi experiencia de más de 30 años entrevistando a personas de todo tipo, incluidos asesinos, violadores y maltratadores, y cubriendo todo tipo de eventos, me demuestra que los grandes acontecimientos los producen subjetividades tanto o más que objetividades. Las objetividades son las que permiten a la subjetividad realizarse como acto. Pero la fuerza, la pulsión, viene de un lugar menos aparente, menos asumido y menos pronunciado.

Mi hipótesis, Maria, es que a Bolsonaro le gusta matar. También disfruta viendo sufrir a todos los demás, excepto a sus hijos, a los que ha moldeado a su imagen y semejanza para que den continuidad a su legado de destrucción. Un día, si tienes estómago, Maria, puedo mostrarte una serie de escenas y declaraciones del hombre que ahora gobierna Brasil en las que deja explícito su goce con el dolor ajeno. A veces, incluso se ríe al referirse a los muertos de la pandemia.

Lo más fácil, Maria, es pensar que se trata de locura, como si la locura pudiera explicar este gusto por la muerte. No lo es, Maria. A Bolsonaro le gusta matar, le gusta infligir sufrimiento y ver sufrir, le gusta ver correr la sangre de los otros. Le gusta. Y, por desgracia, Maria, no es el único que tiene ese gusto. Sus seguidores en la Amazonia, Maria, donde ambas vivimos, tienen ese mismo anhelo. Del mismo modo que Bolsonaro planeó hacer estallar bombas en los cuarteles, planearon el “día del fuego” en 2019 y prendieron fuego a vastas porciones de la selva tropical más grande del mundo.

También tengo que decirte, Maria, que Bolsonaro nunca ocultó sus gustos y pulsiones. Ya declaró que “la dictadura debería haber matado al menos a unos 30.000”, que prefiere que un hijo suyo “muera en un accidente de tráfico a que sea gay”, que los que no estén de acuerdo con él deben ir “a la punta de la playa”. ¿Qué es “la punta de la playa”?, sin duda me preguntarás. Y tendré que explicarte, Maria, que era un lugar donde se deshacían de los cuerpos de los opositores, torturados hasta la muerte durante el régimen militar que oprimió a Brasil de 1964 a 1985, cuando tu padre y yo éramos niños y luego adolescentes.

La triste historia de Brasil

Conocerás entonces, Maria, otro momento triste de la historia de tu país. Maria, Bolsonaro es un producto de este oscuro capítulo de Brasil. Es un hijo legítimo, principalmente, de la impunidad de quienes torturaron y mataron a instancias y a sueldo del Estado. Fue entonces cuando Bolsonaro aprendió que, al servicio del Estado, es posible liberar todas las pulsiones de muerte, todas las ganas de destruir los cuerpos ajenos, sin ser nunca responsabilizado y castigado por ello. Al contrario. Como le sucedió a Bolsonaro, el funcionario planea volar cuarteles y lo ascienden a capitán, luego se convierte en diputado y un día llega a ser presidente del país.

Nadie declara que su héroe es uno de los torturadores más sádicos de Brasil por casualidad. Sí, Maria, sufro por decirte esto, pero es necesario. El héroe del presidente de Brasil es Carlos Alberto Brilhante Ustra, un hombre que torturaba incluso a mujeres embarazadas y a niños de tu tamaño, Maria. Y, debo repetírtelo, porque tienes derecho a la verdad: Bolsonaro nunca lo ha escondido. Al contrario. Alardeaba públicamente de su héroe como si fuera un trofeo y, en la campaña electoral que lo convertiría en presidente, la figura del torturador aparecía estampada en una camiseta. Y, aun así, este hombre —este hombre— fue elegido.

Bolsonaro es el mal, Maria. Y, antes de que levantes tus ojos inquisidores hacia mí, tengo que volver a hablar de tu padre, si no, no tendré fuerzas para llegar al final de esta carta. Y debo hacerlo.

Creo que tu padre aprendió a ver con doña Geraldinha, la madre que aprendió a leer a los 92 años porque no quería morir ciega de las letras, la mujer de palabra cantada que dio a luz a 16 hijos en el campo de Passos, en el estado de Minas Gerais. Ningún sufrimiento, y fueron muchos, dejó huella en los ojos de tu abuela, Maria. Me gustaría tanto que la hubieras conocido, porque doña Geraldinha, al igual que tu padre, tenía la pureza de quien a cada momento “renace ante la eterna novedad del mundo”. Maria, doña Geraldinha le dio a tu padre ojos de primera vez.

Y con esos ojos, Maria, tu padre se convirtió en un fotógrafo capaz de documentar la brutalidad, el extenso historial de violaciones de derechos en los tantos Brasiles, sin dejar nunca de captar la belleza incluso en los momentos más brutales. En eso tu padre era imbatible. Lilo aprehendía de un vistazo dónde estaba la resistencia a través de la alegría, la risa y las delicadezas de la vida cotidiana. De esa mirada surgieron sus mejores fotos. Y con esa mirada sus imágenes recorrieron el mundo, estampadas en páginas impresas o digitales de publicaciones como El País, The Guardian, Folha de S. Paulo, Amazônia Real, Repórter Brasil y muchas otras.

Mi camino se cruzó con el de tu padre, Maria, en 2001, cuando ambos trabajábamos en la revista Época. Viajamos juntos por primera vez al territorio yanomami. Nunca habíamos intercambiado una palabra antes de ese encargo y nos mirábamos con desconfianza. Después de viajar en avión, helicóptero y barca, finalmente llegamos a la aldea indígena de noche, empapados por la lluvia amazónica. Nos ofrecieron gusanos a la brasa de la hoguera y un espacio fuera de la hermosa casa colectiva. Solo cabía una hamaca, y tu padre y yo dormimos con los pies de uno en la cara del otro.

Nos llovió encima toda la noche y pasamos la madrugada temblando de frío. Al amanecer, nos despertamos con los gritos del equipo sanitario al que acompañábamos: “¡En el suelo no! ¡Espere, por favor! Escupa aquí”. Los profesionales de la ONG Urihi necesitaban recoger las primeras flemas de la mañana para hacer pruebas de tuberculosis, la enfermedad que habían traído los mineros que diezmaba —y sigue diezmando— a los indígenas. Nunca hemos visto tanta flema en la vida. Con un debut de esa magnitud, o nos amábamos para siempre o nos odiábamos para siempre. Tu padre y yo no nos separamos nunca más. Nos convertimos en hermanos de alma en la vida y en un dúo de reporteros, y nunca separamos una dimensión de la otra. Por eso, cuando naciste, Maria, tuve el honor de ser tu madrina.

Han pasado dos décadas desde el primer reportaje e hicimos decenas más. En 2017, su padre y yo decidimos documentar Brasil y el mundo desde la Amazonia y nos trasladamos a Altamira. Aterrizamos en la ciudad la noche del 16 de agosto y, en una típica lilada, esa misma noche tu padre besaba a tu madre (o tu madre besaba a tu padre) en el almacén del muelle, a orillas del río Xingú. Tu madre, Maria, ya era una de las mujeres más bellas de la región, pero, sobre todo, una activista por la Amazonia y por los derechos de las mujeres negras. Naciste de ese amor más grande del mundo, Maria, y te alimentaste de leche materna y de manifestaciones contra la central hidroeléctrica de Belo Monte y todo lo malo, donde pasabas de regazo en regazo, amparada por manos marcadas por el trabajo duro.

Y por todo lo malo, Maria, tu padre fue asesinado. Posiblemente se contagió de covid-19 cuando documentó en vídeo el ecocidio producido por Belo Monte, en la Vuelta Grande del Xingú. La Fiscalía ya ha denunciado el crimen, pero se sigue perpetrando con la connivencia del Gobierno de Bolsonaro. Cuando puedas leer esta carta, Maria, ya te habrás enterado. Aun así, debo decírtelo. Tú, Maria, naciste y crecerás en una ciudad transfigurada por una obra corrupta y corruptora. Maria, Altamira se ha convertido en la ciudad más violenta de la Amazonia. En este escenario de cataclismo climático provocado por la acción humana, los adolescentes comenzaron a suicidarse en serie a principios de 2020. Maria, vamos a acordar desde ahora que aprenderás de tu madre a resistir toda forma de muerte.

Enfermo desde los primeros días de marzo, tu padre enfrentó todo el colapso de la sanidad pública en una ciudad amazónica. Sobre este capítulo, Maria, tendré que pedirte permiso para entrar en más detalles en una segunda carta, porque hay muchas cosas que aún deben aclararse. Por ahora, solo mencionaré que tu padre murió esperando una cama en una UCI pública de São Paulo.

Tu padre solo no murió en la calle, Maria, como le ha sucedido —y sigue sucediendo— a miles de brasileños, porque una red de amigas y amigos dedicó sus días a conseguir donaciones que permitieron ingresarlo en la UCI de un hospital privado. Aun así, tu padre murió con una deuda impagable que ni todas las colectas y ventas de fotos y camisetas pudieron cubrir. Tu padre soñaba tanto con tener su propia casa, que nunca consiguió construir con su sueldo de periodista mientras vivió, y su muerte costó una cantidad con la que se podrían construir varias casas. Brasil es así, Maria.

Para no perder el hilo, es necesario que siga hablándote de todo lo malo. Habrás notado, Maria, que prolongo cada vez más los párrafos sobre tu padre porque mi corazón se rebela ante la ineludible pregunta. Esta vez, te lo prometo, me enfrentaré a tus ojos y dejaré que me atraviesen.

Me preguntarás, Maria, con los ojos sangrantes, por qué no se detuvo a Bolsonaro. Me preguntarás, Maria, por qué las instituciones, en todos los ámbitos, no impidieron que Bolsonaro siguiera propagando el virus y matando a brasileñas y brasileños. Y tendré que decirte que los que dirigen las instituciones se dividen entre los cobardes y los corruptos. Ambos son cómplices, ya que la omisión es un tipo de acción.

Para que no te sientas tan herida por la sociedad brasileña, es justo que te diga que ya hay muchas más de 100 solicitudes de impeachment de Bolsonaro hibernando en el cajón del presidente del Congreso. Primero fue Rodrigo Maia quien los mantuvo allí, hoy es Arthur Lira, representante de una facción del parlamento formada por diputados de alquiler apodada Centrão. El que paga más, se lleva el gato al agua. Y Bolsonaro desembolsó 500 millones de dólares públicos para partidas extraordinarias para alquilar la lealtad de excelentísimas excrecencias. Para que comiencen a investigar el papel del Gobierno de Bolsonaro en la pandemia a través de una comisión parlamentaria de investigación fue necesaria una orden del Supremo Tribunal Federal.

Lo sé, Maria, yo también estoy asqueada. Y el vómito cruza mi garganta cuando me obligo a decirte que todavía existe una entidad metafísica a la que llaman “mercado”. Esta entidad apoyó y respaldó a Bolsonaro y al miniministro de Economía, Paulo Guedes, porque creyó que podría beneficiarse con Bolsonaro en el poder. Hay que decir que, aunque se pronuncie como si fuera un ente por encima del bien y del mal, que se mueve por fuerzas superiores, el tal “mercado” es solo un club muy selecto de humanos hechos con el mismo número de cromosomas que tú y que yo, pero que se apropian de la mayor parte de la riqueza del planeta. Una parte de este club tan selecto ya ha hecho cuentas y ha desistido, pero hay quienes creen que Bolsonaro todavía puede ser de alguna utilidad. Este club se resume a un puñado de multimillonarios y un número menos insignificante de ejecutivos a sueldo.

Tengo que decirte, Maria, que una parte de la prensa brasileña se enjuaga la boca con antiséptico antes de pronunciar o escribir la palabra “mercado”, como si se refiriera a una especie de Oráculo de Delfos. Y, para referirse a los generales y a las Fuerzas Armadas que apoyaron (y apoyan) a Bolsonaro, duplica la dosis de enjuague, tal como hacen los amantes para prepararse para el primer beso. Un día, quizás en una tercera carta, tendré que hablarte, Maria, del fetiche por los uniformes que aflige a Brasil. Cualquier general en zapatillas hace temblar a esta gente. Todavía no sé decirte si es por miedo o por pulsión erótica.

Lo sé, Maria, sé que sigo huyendo del tema más difícil. Lo siento, pero todavía no estará en ese apartado. Tendré que contarte un poco más sobre tu padre para volver a llenar mis pulmones de aire después de esta rápida incursión en las cloacas.

Quiero contarte que tu padre se había vuelto un verbo. La definición del verbo “lilar” se ha convertido incluso en una camiseta, a la venta en la tienda online creada para recaudar donaciones para pagar el tratamiento de tu padre y también para sustentarte a ti y a tu madre. ¿Cómo está Lilo, me preguntaba la gente? Lilando. Y todos ya entendían que se movía por las calles como si el mundo fuera bueno y no tuviera prisa, parándose para recoger un esqueje de flor allí donde estuviera sin darse cuenta de que un 4X4 pasó rozándolo, poetizando en las esquinas, cantando su asombroso repertorio de música popular brasileña o la colección completa de Pink Floyd con la seguridad inquebrantable del amor del público.

Tu padre era así, Maria. Incluso cuando pisaba en campos de minas, cantaba o poetizaba, como si intuyera que era necesario mantener la ligereza al pisar las bombas para no explotar con ellas. Desarmaba a cualquiera, a veces literalmente, con su certeza de que nadie tendría motivos para hacerle daño. Tu padre creía que, al final, siempre habría alguien dispuesto a lanzarle una cuerda para que saliera del pozo a ritmo de samba. Y así seguía lilando por todos los Brasiles.

Una vez más, rezo en silencio para que tu padre no haya descubierto que esta vez el agujero era demasiado profundo y ni siquiera todas las cuerdas que lanzaron los médicos y enfermeros, su familia y sus amigos fueron suficientes para enfrentar un exterminio promovido con la máquina del Estado.

No, Maria, todavía no voy a volver a ese camino de oscuridad. Todavía tengo que contarte que, poco a poco, fui descubriendo que había algo para lo que tu padre tenía aún más talento que para la fotografía. Lilo era un genio del amor. La red que se tejió en un solo día para cuidarlo, y ahora para cuidarte a ti y a tu madre, es una prueba de la capacidad de tu padre para ser amado. Y él correspondía. Antes de que lo intubaran, incluso en la UCI, tu padre se las arreglaba para responder los mensajes que recibía de variadas geografías. Como ya no tenía aire ni fuerzas para escribir o hablar, distribuía emojis a mansalva. El último mensaje que tengo de él en mi WhatsApp tiene un corazón, nueve árboles frondosos, tres cocoteros y tres plantitas. Y entonces tu padre se sumergió en el coma inducido.

Nunca habría imaginado, Maria, que nuestras últimas palabras intercambiadas serían emojis. Hacía veinte años que tu padre y yo estábamos juntos, contando los Brasiles, yo como reportera de texto, él como reportero gráfico. Siempre creí que, cuando escribía, añadía los ojos de Lilo a los míos. Y cuando él fotografiaba, añadía mis ojos a los suyos. Nos movíamos por el mundo de forma casi simbiótica, entendiéndonos solo con la mirada. Tengo que contarte, Maria, que cuando le cerraron los ojos a tu padre, empecé a caminar por los mundos, los exteriores y los interiores, medio ciega, tambaleándome, desacostumbrada a tener solo un par de ojos para contar las historias de esta época. Y cuando supe que Lilo no volvería a abrirlos, sentí que me habían amputado sus ojos.

Sí, lo sé Maria, es el momento de afrontar tus ojos bien abiertos. Y clavados en mí. Lo que he pospuesto hasta ahora es la pregunta ineludible. ¿Por qué no detenemos a Bolsonaro?

Podría empezar esta respuesta contándote que Brasil es un país fundado sobre cuerpos humanos, los de los indígenas y luego los de los negros que llegaron al país esclavizados. Maria, tú tienes esta historia grabada en el cuerpo, es tu historia. Brasil siempre ha convivido con la muerte violenta, creyendo que era “normal” que existieran los matables —gente de tu color, Maria— y los no matables. Tu pueblo, Maria, solo dejó de ser formalmente esclavizado hace poco más de un siglo y sigue siendo carne de las peores estadísticas de vida y muerte. Es un país brutal, Maria, e incluso el alma de los mejores entre nosotros está deformada por el racismo estructural.

Aun así, no sería la historia completa. Mi generación es débil, Maria, debo decírtelo. Grita mucho, pero se arriesga poco a enfrentarse a los opresores. Siempre prefiere arriesgar los cuerpos de los otros, y a estas alturas ya conoces el color del cuerpo de los llamados a sacrificarse. Cuando tu generación mire a la mía, como tú haces ahora, estoy segura de que tendremos una vergüenza mayor que la vida, porque este es el tipo de vergüenza que mancha una vida. Dependiendo del tamaño de la omisión, mancha incluso un nombre, mucho más allá de las primeras generaciones.

Sí, vosotras, las víctimas de ese hacedor de huérfanos llamado Bolsonaro, nos clavaréis la mirada y nos preguntaréis: “¿Por qué no evitasteis que matara a nuestros padres y madres? ¿Dónde estabais? ¿Qué hacíais?”. Y, por último, la pregunta más dura: “¿Quiénes sois?”.

Te digo, Maria, que hoy ya estamos marcados por la guerra. Ningún pueblo pierde casi medio millón de personas sin quedar marcado. Y nos señalarán por esta vergüenza, por esta afrenta, por este ultraje de presenciar el exterminio y de descubrirnos acostumbrados a morir o a ver matar. Ya he repetido esta pregunta unas cuantas veces y la vuelvo a repetir: ¿cómo puede un pueblo que se ha acostumbrado a morir detener su propio genocidio?

Ya está dado, Maria, ya ha sucedido. Más de 410.000 muertes marcan una sociedad para siempre. Lo que no está dado es si vamos a permitir que mueran 410.000 más. Ahora mismo, en el Congreso hay una comisión de investigación para inquirir los delitos del Gobierno de Bolsonaro relacionados con la covid-19. Créeme, Maria, solo ahora, por primera vez, la responsabilidad de Bolsonaro en las muertes por covid-19 se ha convertido en el tema principal en Brasil.

Para cuando leas esta carta, Maria, ya se habrá decidido y contado en los libros de historia si Bolsonaro siguió matando a su pueblo o si finalmente, con una demora criminal para siempre, se le responsabilizó y se le detuvo. Espero, Maria, lo espero tanto, que tú y todos los huérfanos tengáis alguna razón no para perdonarnos, porque es imperdonable, pero al menos para avergonzarme menos de mi generación. Que podamos decir, aunque sea tardíamente, que hemos obligado a las instituciones a cumplir con su deber constitucional.

Al menos una cosa te prometo, Maria, y también a todos los niños sin madre y sin padre. Se contará lo que ha sucedido, se documentará, se grabará en piedra si es necesario. Los hijos y nietos de todas las autoridades que se desentendieron conocerán la historia que manchará su apellido. Y mientras encuentre aire para respirar lucharé para que Bolsonaro responda por sus crímenes ante la justicia, la de Brasil y la del mundo. No lo hago por ti, Maria, no soy una mentirosa. Lo hago por mí. La mirada que más temo es la mía en el espejo del baño.

Recordar será nuestra resistencia

Recordar será nuestra resistencia. Recordar es siempre nuestra resistencia. Y recordaremos, Maria. Y transmitiremos este recuerdo generación tras generación.

Había planeado terminar esta carta hablando de las mariposas. Pero no será como lo había planeado. Para no decir que no he hablado de mariposas, te contaré algo, Maria. El viaje más importante que hicimos tu padre y yo fue en 2004. Fuimos los primeros periodistas en llegar a la Tierra Media, en el estado de Pará, en la Amazonia profunda. Las fotos de tu padre y mi texto fueron decisivos para la creación de la Reserva Extractiva Riozinho do Anfrísio. Por eso tu padre puso una foto aérea de Riozinho en la portada de su perfil de Facebook y escribió: “Entierren mi corazón en un recodo del Riozinho do Anfrísio”.

Cuando llegamos a Riozinho, Maria, nos envolvió una bandada de mariposas. No docenas o cientos, sino miles. Eran amarillas, de varios tonos, y para siempre tu padre y yo sentiríamos que habíamos cruzado un portal. Un portal de la selva, sí, pero también un portal dentro de nosotros mismos. A partir de ese momento, ambos empezamos a amazonizarnos. Maria, Riozinho se convirtió para nosotros en la tierra de las mariposas amarillas.

Aprendimos, tu padre y yo, a volvernos naturaleza o a volver a la naturaleza. Por eso también te digo, Maria, con toda convicción, que no le había llegado la hora a tu padre. Bolsonaro destruye la selva a una velocidad solo vista en el período de la dictadura cívico-militar. Miles y miles de kilómetros cuadrados de mundos complejos poblados por seres de todas las especies, humanas y no humanas, han sido borrados del mapa. Bolsonaro también ha destruido la vida de más de 410.000 familias, incluida la tuya.

Con esta masacre, Bolsonaro y su Gobierno han provocado un profundo desequilibrio en el planeta. No se borra casi medio millón de vidas sin provocar un cataclismo. Sé que en la sociedad que ve a las personas solo como individuos y no como seres en constante intercambio con otros seres, esta idea es difícil de captar. Pero tú, Maria, eres capaz de comprenderlo. Ya podemos sentir este desequilibrio en el aire que nos falta. Cada muerto que debería estar vivo deshilacha el tejido de la Tierra. Lo que ocurre en este momento es una catástrofe de grandes proporciones, mucho, pero mucho más allá de una lista de víctimas.

En el momento en que tu padre murió, tuve un sueño despierta. Vi un jaguar que se movía perfilado de blanco. No era un jaguar como los que vemos en la selva, sino que parecía un fantasma de jaguar. Y estaba furioso. El dolor que sentí por la muerte de tu padre fue el dolor de que me arrancaran las tripas a dentelladas. Entendí entonces que tu padre era el jaguar. Y entendí que tenía que dejarlo ir. El jaguar se adentró entonces en la selva. Te doy este sueño, para que tu padre, reconvertido en jaguar, camine a tu lado por todas las selvas.

El corazón de tu padre no estará enterrado en un recodo del Riozinho. Pero sus cenizas sí que se arrojarán donde este río, pequeño solo de nombre, se encuentra con el Iriri. Y espero que el portal de las mariposas amarillas se abra para recibirlo. Parece sencillo, porque las mariposas siempre han estado ahí, pero hace unos días me enteré de que Bolsonaro y todos los destructores de la Amazonia antes que él y con él también están robando los colores de las mariposas. Científicos de Brasil y del Reino Unido han descubierto que las mariposas se están volviendo grises y marrones para mimetizarse con la naturaleza muerta que ha tomado el color de los incendios y la tala. Sí, Maria, hombres como Bolsonaro y su estirpe de asesinos también están robando literalmente el color del mundo.

No te voy a engañar, Maria, con historias de esperanza. No soy ese tipo de madrina. Tú y todos los huérfanos y huérfanas habéis nacido en un tiempo en que el luto es lucha. Y tendréis que luchar —y mucho— para que el mundo en el que vives siga teniendo color. Yo estaré a tu lado, con mis palabras y mis dientes.

Traducción de Meritxell Almarza

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