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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Brasil y su fetiche por los uniformes

Sin haber superado los traumas de la dictadura, una parte de las instituciones y de la prensa se comporta como si fuera rehén de un gobierno militar liderado por Bolsonaro, demostrando servilismo y desconexión de los hechos

Eliane Brum
Una seguidora de Bolsonaro, durante una manifestación a principios de mayo en Brasilia.
Una seguidora de Bolsonaro, durante una manifestación a principios de mayo en Brasilia.REUTERS

El bolsonarismo ha revelado, en todo su estupor, un fenómeno cuyos síntomas podían percibirse durante la democracia, pero que solo se diagnosticaron tímidamente. Lo llamaré fetiche por los uniformes. Es una construcción mental sin conexión con la realidad que hace que algo se convierta en su opuesto en el funcionamiento individual o colectivo de una persona, un grupo o incluso un pueblo. El mecanismo psicológico es similar al llamado “síndrome de Estocolmo”, cuando la víctima se alía a su secuestrador para resistir la terrible presión de estar sometido a alguien que es claramente perverso, frecuentemente impredecible y de quien depende su vida como rehén. El fetiche por los uniformes se ha mostrado en toda su gravedad desde el inicio del Gobierno de Jair Bolsonaro y, durante el mes de mayo, se ha vuelto aterrador: incluso la izquierda y el centro describen a los militares como algo que los hechos demuestran que no son —ni lo han sido en las últimas décadas— y los tratan con una solemnidad que sus acciones —y sus omisiones— no justifican.

El fetiche por los uniformes no es una curiosidad más en la crónica política de Brasil, llena de rarezas. El fenómeno moldea la propia democracia y está determinando el presente del país. Se ha creado la narrativa fantasiosa de que, en el Gobierno de Bolsonaro, los militares son una “reserva moral”, una “fuente de equilibrio” en medio del “descontrol” de Bolsonaro. El debate se produce en torno a si los generales podrían contener o no al maníaco al que ayudaron —y mucho— a llegar al poder.

El Gobierno se ha clasificado en “alas”, entre las que habría la “ideológica”, compuesta por el ministro de Relaciones Exteriores Ernesto Araújo y otros alumnos del gurú Olavo de Carvalho, y el “ala militar”, creando así la fantasmagoría de que los militares en el Gobierno no tienen ideología y que la palabra “militar” ya se califica en sí misma y por sí misma. En cada flatulencia del antipresidente, la prensa espera ansiosamente la manifestación del “ala militar”. No por lo que efectivamente son y representan los militares, sino porque serían una especie de “oráculo” del presente y el futuro.

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Algunos columnistas por los que tengo un gran respeto, cuando se refieren a las Fuerzas Armadas, les cuelgan adjetivos como “honorables” y “respetables”. Cuando alguno de los generales dice algo más truculento de lo habitual, afirman que “desentona de la tropa”, porque se supone que las Fuerzas Armadas se guían por el “honor” y la “verdad”. A lo largo del Gobierno de Bolsonaro, se ha ido dibujando una imagen de los militares próxima a los “padres de la nación” o “guardianes del orden”, mezclada con la idea de que también serían una especie de padres del incorregible niño Bolsonaro.

¿Cómo es posible? ¿Cuál es el mecanismo psicológico que produce esta mistificación en tiempos tan intensos? El fenómeno sería fascinante, si no nos empujara a un nivel todavía más profundo del pozo sin fondo.

Bolsonaro no es una anomalía de las Fuerzas Armadas, sino su fiel producto

Desde el comienzo de su Gobierno, e incluso antes, escribo que Bolsonaro no es una anomalía de las Fuerzas Armadas, algo que salió mal y que niega su origen. Al contrario. Desde su génesis, ha sido tanto el producto como la expresión de lo que los militares han representado en Brasil las últimas décadas, o posiblemente a lo largo de la historia republicana del país. Bolsonaro contiene toda la deformación que ha ocurrido en Brasil del papel y del lugar de los militares en una democracia (lea “Mourão, el moderado”).

Bolsonaro es el chico de clase media baja que adoraba los uniformes y vio en el Ejército la posibilidad de conseguir posición e importancia. Como ha demostrado la historia, lo entendió todo correctamente. Su trayectoria está muy bien contada en el libro O cadete e o capitão: a vida de Jair Bolsonaro no quartel (El cadete y el capitán: la vida de Jair Bolsonaro en el Ejército), del periodista Luiz Maklouf Carvalho, que murió de cáncer el pasado 16 de mayo. El autor muestra, a partir de una investigación rigurosa de los autos, como el juicio a Bolsonaro por planear poner bombas en cuarteles ignoró, vergonzosamente, pruebas inequívocas. El Superior Tribunal Militar lo absolvió, con la condición de que abandonara la corporación. Bolsonaro así lo hizo, una vez elegido concejal de Río de Janeiro con el voto de sus colegas, que luego lo reelegirían como diputado federal durante los casi 30 años que se pasó en el Congreso (lea “Por qué Bolsonaro tiene problemas con los agujeros”).

Bolsonaro existe políticamente y está en el poder porque la cúpula militar absolvió a un miembro de su corporación que planeaba una acción terrorista para llamar la atención sobre una reivindicación salarial. Si lo hubieran condenado por lo que fue e hizo, la historia sería diferente. Fue la impunidad que a los militares se les permitió cultivar, debido a sus intereses corporativos, incluso después de la redemocratización, lo que gestó el personaje de Bolsonaro.

Él, que tanto habla de impunidad, es producto de la impunidad que supuestamente critica. Ahora está más que claro que, para Bolsonaro, sus hijos y sus amigos, la impunidad es la razón de estar en el poder. Eso de responsabilizarse es para los demás. No tengo información para afirmar que aprendió esta lección de sus padres, pero hay información suficiente para afirmar que la perfeccionó con sus superiores. Si un plan terrorista no es razón suficiente para condenar a alguien, entonces nada lo es.

Durante todos sus años como diputado, Bolsonaro siempre defendió la dictadura (1964-1985), no solo normalizando el secuestro, la tortura y la muerte de civiles, sino defendiendo que los militares deberían haber matado a “al menos unos 30.000”. Votó a favor de la destitución de Dilma Rousseff rindiendo homenaje al único torturador reconocido por la Justicia como torturador, el coronel facineroso Carlos Alberto Brilhante Ustra. Y, en ese momento, presentó simbólicamente su candidatura. Y, una vez más, se benefició de la impunidad que le garantizaron tanto sus colegas como el Poder Judicial brasileño.

La candidatura de Bolsonaro tuvo como vicepresidente a un general, Hamilton Mourão, que en varias ocasiones ha expresado su vocación de golpista, incluso durante la campaña. No se puede afirmar o desmentir que Bolsonaro fuera elegido gracias al apoyo que una parte de estrellados militares dio a su campaña, pero se puede afirmar que ese apoyo fue importante y legitimó a Bolsonaro. A cambio, él militarizó el Gobierno, que hoy cuenta con nueve ministros provenientes de las Fuerzas Armadas y casi 3.000 militares en el segundo nivel. Y los números van en aumento. Bolsonaro ha hecho posible que los militares regresen al poder en un país donde todavía hay más de doscientos cuerpos de personas desaparecidas por la acción criminal del Gobierno de los generales durante el régimen de excepción.

Bolsonaro y los generales que lo apoyan no están hechos de materiales diferentes. No son dos cosas separadas. Es lo mismo y el mismo proyecto de poder. Por qué se ha hecho esta disociación mental es un tema para historiadores y sociólogos. Quizás aún más para la psiquiatría y el psicoanálisis. Bolsonaro es una criatura del militarismo brasileño. Y no como el monstruo de Frankenstein, que en la obra de ficción de Mary Shelley fue repudiado por su creador. No. Bolsonaro es el retoño exitoso al que alentaron y apoyaron para que se convirtiera en presidente de Brasil y, así, redimiera a sus padres inconformes, que querían no solo volver al poder, sino también borrar la mancha histórica de asesinos y dictadores.

La peligrosa operación mental que disocia la imagen de los militares de sus actos

Sin embargo, más grave que la disociación entre Bolsonaro y los generales de su séquito es la disociación entre lo que los militares realmente hicieron y hacen en el poder y la manera como esta acción se describe y se convierte en imagen pública. No es necesario analizar todo el período republicano, desde 1889, solo las últimas décadas. En 1964 los militares dieron un golpe a la democracia. Quitaron del poder a un presidente elegido democráticamente. João Goulart fue vicepresidente hasta 1961. Había asumido la presidencia tras la renuncia de Jânio Quadros. Y entonces llegó el golpe. Jango, como lo llamaban, vivió en el exilio hasta su controvertida muerte.

Los militares tomaron el poder por la fuerza, en un golpe de Estado clásico, y permanecieron en él por la fuerza durante 21 años, con el apoyo de parte del empresariado brasileño. En diciembre de 1968, con el Acto Institucional número 5, ahora ampliamente revivido como una amenaza explícita en los discursos de los bolsonaristas, el Gobierno de excepción se endureció. El AI-5 eliminó los instrumentos democráticos que quedaban e inauguró la era más violenta del régimen, convirtiendo el secuestro, la tortura y la muerte de opositores en instrumentos del Estado, ejecutados por agentes del Estado.

Hay abundantes pruebas y testimonios que demuestran que, durante ese período oscuro, además de miles de adultos —varias eran mujeres embarazadas—, al menos 44 niños fueron torturados (lea “A los que defienden la vuelta de la dictadura”). Uno de ellos, Carlos Alexandre Azevedo, Cacá, torturado cuando tenía 1 año y 8 meses, no soportó las marcas psicológicas y se suicidó en 2013, después de una existencia muy penosa. Hay familias de brasileños que aún no han logrado encontrar los cadáveres de los más de 200 desaparecidos por la dictadura. Son padres, madres, hermanos e hijos que buscan, desde hace décadas, un cuerpo que enterrar. “La punta de la playa”, adonde Bolsonaro amenazó con enviar a los opositores en un discurso durante la campaña de 2018, era uno de esos lugares para torturar y deshacerse de civiles en Río de Janeiro.

Durante la dictadura militar, se censuró a la prensa; se prohibieron películas, libros y obras de teatro; se intervinieron las universidades; miles de brasileños fueron obligados a vivir en el exilio para no ser asesinados por el Estado. Durante la dictadura, la corrupción en las licitaciones de obras públicas fue abundante, como demuestra una amplia bibliografía. También fue durante la dictadura que los grandes contratistas, que más tarde ocuparían los titulares por el sistema de corrupción conocido como mensalão, crecieron, se multiplicaron y se enriquecieron con las obras megalómanas del “Brasil Grande” y sus chanchullos en los gobiernos militares.

La dictadura torturó y mató a miles de indígenas. Las “grandes obras” en la Amazonia, que luego se conocerían como los “elefantes blancos” del régimen, fueron construidas por estos contratistas sobre cadáveres de la selva y sangre de seres humanos. La dictadura militar inauguró la deforestación como un proyecto de Estado y convirtió el exterminio de los pueblos indígenas en una política al ignorar su existencia en la propaganda oficial de la Amazonia, como en el eslogan “tierra sin hombres para hombres sin tierra”. El Ejército ha promovido algunas de las masacres más crueles de la historia, como la de los Waimiri Atroari, que casi fueron aniquilados en los años 1970.

¿Cómo es posible que alguien que vivió o estudió ese período pueda tratar la creciente ocupación militar del Gobierno de Bolsonaro como algo remotamente similar a una “reserva moral” o una “fuente de equilibrio” o un “ejemplo de honradez”? ¿En serio? Además del fetiche por los uniformes, debemos investigar el posible estrés postraumático en este fenómeno. O quizás una parte de los brasileños tiene tanto miedo de que el horror se repita que distorsiona lo que ve porque la realidad ha alcanzado un nivel insoportable.

Algunos afirmarán, como han afirmado, que los militares que están hoy en el poder, a diferencia de sus predecesores y maestros, son amantes de la democracia. ¿En qué hechos se basan para hacer tal afirmación? Hay innumerables ejemplos de comportamientos golpistas de varios de los personajes del militarismo, empezando con el general Eduardo Villas Bôas, una mezcla de consejero y garante del Gobierno actual, y terminando con el villano de cómic llamado Augusto Heleno, que, si hay justicia, algún día responderá por lo que las tropas brasileñas a su mando hicieron en Haití. Cité Soleil, el barrio marginal más grande de Puerto Príncipe, es un nombre que causa temblores cuando se pronuncia en algunos círculos. Mourão, a su vez, antes de convertirse en vicepresidente, ya era una ametralladora rotativa de declaraciones golpistas.

¿En qué momento del Gobierno de Bolsonaro los militares han sido un ejemplo de respeto a la democracia? Basta analizar un episodio tras otro. La relación entre el crecimiento de los militares y el aumento de las manifestaciones golpistas es directamente proporcional. El número de personal militar solo aumenta y el Gobierno solo empeora su nivel de imbecilidad, autoritarismo y también incompetencia. Todo esto culmina en el momento actual, cuando Jair Bolsonaro se ha convertido en el villano número uno de la pandemia y los brasileños han empezado a ser rechazados incluso en los Estados Unidos de Donald Trump.

¿Y qué tenemos hoy? La militarización de la sanidad. Dos ministros civiles, médicos, se negaron a ceder ante la presión de Bolsonaro para que se utilizara cloroquina, un medicamento sin eficacia científica probada para tratar la covid-19. Dejaron el Gobierno. Entonces Bolsonaro designó a un militar como ministro de Sanidad y logró meter la cloroquina, jugando con la salud de 210 millones de personas. En lugar de designar a técnicos, con experiencia en el área, en la crisis sanitaria más grave del último siglo, Brasil convierte el Ministerio de Sanidad en un cuartel del Ejército.

Antes de la pandemia, el Gobierno militar de Bolsonaro horrorizaba al mundo con la destrucción acelerada de la Amazonia. Con la covid-19, las alertas indican que la deforestación se ha disparado. Es visible que los grileiros (ladrones de tierras públicas) aprovechan el aislamiento necesario de quienes siempre han luchado contra sus acciones, sus sicarios y sus motosierras poniendo sus cuerpos en primera línea.

¿Y qué tenemos hoy? La militarización de las acciones de inspección ambiental en la Amazonia. El Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (Ibama) y el Instituto Chico Mendes para la Conservación de la Biodiversidad (ICMBio) han pasado a ser subordinados del Ejército, como en una dictadura clásica. En el primer ataque, según un informe obtenido por el periódico Folha de S. Paulo, más de 90 agentes en dos helicópteros y varios vehículos realizaron una operación en el estado de Mato Grosso contra madereros y aserraderos, que terminó sin multas, arrestos o incautaciones. El Ibama había sugerido otro objetivo en la región y, según los inspectores, tenían pruebas sólidas de que cometía ilegalidades. Lo ignoraron. El recientemente creado Consejo Nacional de la Amazonia, comandado por el general Mourão, tiene 19 miembros: todos son militares.

La realidad muestra que los grileiros —todos ellos entusiastas partidarios de Bolsonaro y de los militares en el poder— actúan con una desenvoltura que solo se veía en la dictadura. Invaden, destruyen y presionan para que se legalice el robo de áreas forestales públicas, legalización anunciada a finales de 2019 mediante la denominada Medida Provisional de Grilagem de Bolsonaro, y ahora mediante el Proyecto de Ley de Grilagem, que se discute en el Congreso. El proyecto de los militares para la Amazonia es el mismo de la dictadura y todos sabemos cómo termina. O, en este caso, cómo sigue.

Si alguien aún tuviera alguna duda sobre el carácter de los militares en el Gobierno, el espectáculo de terror expuesto en la reunión ministerial del 22 de abril evidenció el nivel del generalato que está allí. El magistrado Celso de Mello, del Supremo Tribunal Federal, levantó el secreto del vídeo de la reunión, presentado por el exministro de Justicia Sergio Moro como prueba de que Bolsonaro había intentado interferir en la Policía Federal. Solo ser cómplice de aquella atmósfera y aquellas declaraciones ya sería una sobredosis de deshonra capaz de hacer que una persona con niveles medios de honestidad personal vomitara durante días. Pero no. Los militares patrocinan esa bazofia de un nivel intelectual bajísimo y una moralidad inferior a cero. La reunión ministerial expone una cotidianidad de falta de respeto a la democracia a ritmo de imbecilidad máxima. No se podría soportar el nivel de estupidez de esos tipos ni en el bar más sórdido.

La distorsión de la democracia de las últimas tres décadas tiene las huellas de los militares

La calidad de la democracia que Brasil obtuvo entre el final de la década de 1980 y la destitución de la expresidenta Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT), en 2016, es el resultado de las negociaciones que tejieron el fin de la dictadura y la redemocratización del país. A diferencia de otros países que padecieron dictaduras militares, como Argentina, Brasil no juzgó los crímenes del régimen de excepción. Así, los asesinos, torturadores y secuestradores al servicio del Estado quedaron impunes, ocuparon funciones públicas y obtuvieron salarios públicos. Sus víctimas podían encontrárselos tanto en el ascensor como en la panadería de la esquina o en la escuela de sus hijos, y este tipo de encuentros macabros ocurrieron más de una vez.

Incluso después de la redemocratización, Brasil continuó tolerando la anomalía que es tener una policía militar. Hoy, una parte se ha convertido en milicia, que controla y explota barrios pobres en las afueras de las ciudades. En Río de Janeiro, donde las milicias y el Estado se confunden, Bolsonaro y su familia ya han demostrado que mantienen relaciones íntimas con algunos milicianos famosos, una de las razones por las que el presidente quiere tanto controlar la Policía Federal. El asesinato de Marielle Franco, concejala del Partido Socialismo y Libertad (PSOL) en Río de Janeiro, sigue sin resolverse desde hace más de 800 días, habiendo indicios de la implicación de milicias cercanas a Bolsonaro y sus hijos.

Otra parte de la Policía Militar se ha vuelto cada vez más autónoma, y solo rinde cuentas a sí misma. La reciente huelga del cuerpo en el estado de Ceará reveló la gravedad de este fenómeno. En 2017, el escenario ya se había evidenciado en la huelga en Espírito Santo, cuando la población se convirtió en rehén de las fuerzas de seguridad de ese estado.

El ADN de la Policía Militar está incrustado en el genocidio de jóvenes negros y pobres de las favelas, en masacres de presos, como el de Carandiru, en 1992, y de campesinos, como el de Eldorado dos Carajás, en 1996. En las protestas de junio de 2013, la acción violenta de la Policía Militar contra los manifestantes también se hizo visible para una parte de la clase media brasileña.

Por supuesto, hay policías militares honestos, competentes y con buenas intenciones. Pero no se trata solo de la calidad de las personas, sino de la incompatibilidad entre un régimen democrático y una policía militarizada que trabaja junto a los ciudadanos.

La democracia brasileña siempre ha tolerado tanto los abusos de las policías —también la civil— como el genocidio de negros e indígenas, incluso durante los Gobiernos de centroizquierda de Lula y Dilma Rousseff (PT). Esa misma democracia posdictadura coexiste con las torturas en las cárceles y las condiciones torturadoras de las prisiones superpobladas de jóvenes negros, que hoy también mueren por covid-19.

En parte, la democracia brasileña está deformada porque no ha sido capaz de juzgar los crímenes de la dictadura y eliminar sus excrecencias, manteniendo una relación de temeroso servilismo con los militares. La misma que hoy hace que todo el país espere a que estos generales en el poder se manifiesten, como si dependiera de su estado de ánimo que cumplan o no la ley, que apoyen o no el golpismo, que mantengan o no la democracia. Claramente, las élites, incluida una parte de la prensa, se comportan como si fuera normal que los militares tuvieran la última palabra sobre el destino de la democracia en Brasil, como si fuera natural que hubiera titulares que resalten el estado de ánimo verde oliva como si fuera el oráculo de Delfos.

Es servilismo envuelto en liturgia y travestido de respeto. No son los militares los que deben “poner firme” a Bolsonaro, algo que ya se ha demostrado que no pueden y no quieren hacer. Quienes tienen que poner firmes a los militares y ponerlos en su lugar son las instituciones democráticas. Y todas las instancias de poder, incluida la prensa, deben dejar de doblegarse como si les fueran a patear la frente con las botas en cualquier momento. Veo a campesinos pobres y desamparados en la Amazonia que se enfrentan a los uniformados con mucha más firmeza. A finales del año pasado, presencié como un líder comunitario se enfrentó abiertamente a un coronel armado con un rifle que quería censurar sus carteles durante una audiencia pública en Altamira. Dijo que no admitía una escena como esa porque Brasil todavía era una democracia. Y no la admitió. Eso es dignidad.

En un artículo de Folha de S. Paulo del 24 de mayo, el politólogo Jorge Zaverucha muestra como “la fuerte presencia militar en el Estado refleja la fragilidad de la democracia en Brasil”. Hasta la Constitución de 1988, la carta magna que marcó la reanudación del proceso democrático tras la dictadura, fue socavada por la sumisión al Ejército, porque líderes constituyentes como Ulysses Guimarães entendían que no sería posible retomar la democracia sin esas concesiones. Aunque sea posible entender las dificultades del momento, ha habido más de tres décadas para eliminar los autoritarismos supervivientes, como se hizo en países vecinos. Pero nada de eso se llevó a cabo en Brasil. En ese sentido, en algunos momentos parece que la democracia haya sido una concesión de los generales y no una conquista de la sociedad civil, lo cual es pésimo para la ciudadanía.

El artículo 142 de la Constitución determina que las Fuerzas Armadas “son instituciones nacionales permanentes y regulares, organizadas sobre la base de la jerarquía y la disciplina, bajo la autoridad suprema del presidente de la República, y están destinadas a la defensa de la patria, a la garantía de los poderes constitucionales y, por iniciativa de cualquiera de estos, de la ley y el orden”. ¿Cómo es posible, pregunta el investigador Jorge Zaverucha, someterse y garantizar algo simultáneamente? Y, citando al filósofo italiano Giorgio Agamben: “el soberano, que tiene el poder legal de suspender la ley, se pone legalmente fuera de la ley”.

Para los investigadores de la época, como Jorge Zaverucha, la élite brasileña “no tiene un ethos democrático”. Apuesta, desde el principio, por un gobierno democrático electoral, pero no por un régimen democrático. “En Brasil, las Fuerzas Armadas dejaron el Gobierno, pero no el poder”, afirma el politólogo. Y hoy, como cualquiera puede constatar, también han vuelto al Gobierno.

¿Y ahora?

La ambigüedad del artículo 142 de la Constitución no es nada ambigua estos días. Claramente, demasiadas personas se comportan en Brasil como si los militares no solo estuvieran fuera de la ley, sino como si tuvieran derecho a estarlo. La ambigüedad de la Constitución, con respecto al papel de las Fuerzas Armadas, se ha deshecho en la práctica de los días. Sin contar las excepciones, la cotidianidad muestra que en todas las instituciones y también en una parte de la prensa predominan los lamebotas de generales, como si la dictadura nunca hubiera terminado. La pregunta se vuelve obligatoria: ¿ha empezado realmente la democracia? ¿Es suficiente votar en cada elección para que un país sea considerado democrático?

El fetiche por los uniformes puede llevarnos a muchas vías de investigación. También hay algo más prosaico, de hombrecitos a quienes les gusta la mística de la masculinidad: la estética de la testosterona por el uso de armas y por el monopolio del uso de la fuerza suele ponerse de moda en tiempos de gran inseguridad. Cuando leo la carta de los militares en pantuflas en solidaridad con Augusto Heleno, el amenazador en jefe de la República, parece que realmente se creen que son, como alardean, los “guardianes del honor”. Que se pongan en su lugar. “¡Basta!”, decimos nosotros.

Nuestro dinero paga sus pensiones, que la reforma de la Seguridad Social trató de forma especial y menos rigurosa. ¿Quiénes se creen que son estos hombres para amenazar al Supremo Tribunal Federal, la institución? Son funcionarios jubilados y no fueron ungidos por ningún dios para decidir el destino de nadie, y menos aún el de un país. Tampoco se formaron en ninguna “SAGRADA CASA”, como ostentan en mayúsculas, confundiendo conceptos básicos. Si tras más de 30 años de democracia tenemos que soportar este tipo de declaración golpista por parte de quienes deberían servir a la democracia, es porque la democracia que Brasil ha logrado construir se derrite.

Al apoyar a Bolsonaro, los generales querían adulterar la historia del golpe de Estado de 1964, garantizar que la ley de amnistía de 1979 nunca se reformara y asegurarse de que los crímenes cometidos durante la dictadura continuaran impunes. Cuando Bolsonaro intentó celebrar el 31 de marzo, la fecha del golpe militar, como efeméride patriótica en el primer año de su mandato, hubo protestas de diferentes áreas de la sociedad. El problema, sin embargo, era mucho más grave. Y el riesgo, mucho mayor.

La adulteración de la historia tiene lugar en la práctica, en la subjetividad que constituye cada uno, en la naturalización de que los militares determinen destinos, pronuncien amenazas y se sitúen por encima de la ley. Esa es la peor adulteración, porque se infiltra en las mentes, altera comportamientos y se convierte en verdad. Cada vez es más evidente que la dictadura nunca nos abandonó, porque al dejar a los asesinos impunes, seguimos siendo rehenes de los criminales que nos sometieron durante 21 años.

No veo que haya en el mundo un país más desafiado que Brasil. Tiene que luchar contra una pandemia con un perverso en el poder que va en contra de todas las leyes sanitarias, lo que está llevando al país al podio de casos y muertes por covid-19; que está destruyendo la Amazonia, de la que depende el futuro de todo el planeta, como si realmente no hubiera un mañana; y que está convirtiendo a los brasileños en parias globales. A la vez, Brasil tiene que restaurar una democracia que nunca se completó y, en plena crisis, ponerles las pantuflas a los generales que se infectaron con la fiebre mesiánica del poder y del autoritarismo.

La penúltima vez que los generales estuvieron en el poder, dejaron un rastro de desaparecidos, torturados y asesinados. Sin mencionar una inflación por las nubes y una corrupción vigorosa. Esta vez, dejarán un rastro de decenas de miles de muertos por covid-19, un número que podría ser considerablemente menor si el Gobierno hubiera seguido las normas sanitarias de la Organización Mundial de la Salud, mantuviera en el Ministerio de Sanidad un equipo técnico compuesto por profesionales con experiencia en salud pública y epidemiología y estuviera concentrando todos sus mejores esfuerzos en construir un plan consistente para enfrentar la pandemia. También podrían llevar la selva amazónica al punto sin retorno, si se mantiene el ritmo actual de destrucción. Abrazados, claro, con los mercaderes del Centrão, un grupo de diputados que subasta su apoyo a cambio de cargos y dinero público, y que ya se les empieza a denominar Centrão Verde Oliva.

Lo siento. Pero o nos erguimos ahora o pidan disculpas a sus hijos, porque sus padres son, como diría Bolsonaro con su elegancia habitual, unos mierdas.


Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro.

Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.

Traducción de Meritxell Almarza

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