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LA CRISIS DEL CORONAVIRUS
Columna
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Bolsonaro transforma a Brasil en el paria del mundo

Con el país acercándose a las 2.000 muertes diarias por la covid-19, el presidente brasileño amenaza el control mundial de la pandemia al seguir favoreciendo la propagación del virus

Eliane Brum
Protesta en Brasilia contra Bolsonaro y Pandemia por coronavirus
Manifestantes protestan en Brasilia contra el manejo que le ha dado el presidente Jair Bolsonaro a la pandemia.Reuters
In English
Bolsonaro has turned Brazil into a global pariah

Afirmar que la covid-19 está fuera de control en Brasil por la incompetencia de Jair Bolsonaro es un error. Es el mismo error que llamar “desgobierno” al Gobierno de Bolsonaro. Bolsonaro gobierna y la propagación de la covid-19 está, en gran medida, bajo su control. Si lo que vive Brasil es el caos, es un caos planificado. Hay que entender la diferencia para tener alguna posibilidad de enfrentar la política de muerte de Bolsonaro. Si existe alguna experiencia similar en la historia, la desconozco. En Brasil, sin duda, no había sucedido antes. Estamos sometidos a un experimento, como cobayas humanas. La premisa de la investigación que se desarrolla en el laboratorio de perversión de Bolsonaro es: qué sucede cuando, durante una pandemia, se deja a una población expuesta al virus y la máxima autoridad del país da información falsa, se niega a seguir las normas sanitarias y a tomar las medidas que podrían reducir el contagio.

El resultado, en pérdida de vidas humanas, lo conocemos: Brasil superará los 260.000 muertos a finales de esta semana y la probabilidad de convertirse pronto en el país con mayor número de víctimas mortales de la historia de la pandemia de covid-19 en el siglo XXI aumenta velozmente. Varias naciones del mundo tendrán a su población totalmente vacunada en los próximos meses y comienzan a vislumbrar la posibilidad de superar la covid-19, mientras que Brasil se enfrenta a una escalada.

En 2020, Estados Unidos y el Reino Unido estaban, junto a Brasil, entre los países con peores resultados con relación a la covid-19. Hoy, con el demócrata Joe Biden en la presidencia, Estados Unidos da señales de que pronto dejará esta posición y el Reino Unido del derechista Boris Johnson da ejemplo en la campaña de vacunación, con un número de muertes que desciende día a día.

Brasil se aísla en el horror de la covid-19, como contraejemplo y paria global. Los datos de la Organización Mundial de la Salud muestran que, mientras la media de muertes en el mundo retrocede un 6%, en Brasil crece un 11%. Esta consecuencia es más visible. Al fin y al cabo, en este crimen hay cuerpos, en este momento una cantidad suficiente para poblar de cadáveres una ciudad de tamaño medio. Y la media actual ya ha llegado a 1.300 muertes al día.

Otro efecto es menos evidente: lo que descubrimos de nosotros, como sociedad, cuando nos sometemos a esta violencia y lo que cada uno descubre de sí mismo cuando las elecciones sobre la salud, en lugar de estar determinadas por la autoridad sanitaria, dependen de su propia decisión. Esta segunda parte del experimento ha resultado ser bastante inquietante y podría socavar los lazos sociales durante años e incluso décadas, como les sucedió a algunos países sometidos a la perversión del Estado en el pasado.

Seguir alegando que el Gobierno de Bolsonaro es incompetente para gestionar la covid-19 o es un síntoma o es mala fe. Un síntoma porque, para una parte de la población, puede ser demasiado aterrador aceptar que el presidente ha elegido propagar el virus. La mente encuentra un camino de negación para que la persona no se derrumbe. Es un proceso similar al del secuestrado que encuentra puntos de empatía con el secuestrador para poder sobrevivir al horror de estar totalmente a merced de la voluntad absoluta de un perverso.

La mala fe, en cambio, es entender lo que ocurre y, aun así, seguir negándolo porque le conviene, sean cuales sean sus intereses. Una investigación realizada por la Facultad de Salud Pública de la Universidad de São Paulo y la ONG Conectas Derechos Humanos ha demostrado que el Gobierno brasileño ha llevado a cabo un plan para diseminar el virus. El análisis de 3.049 normas federales muestra que Bolsonaro y sus ministros tenían —y aún tienen— el objetivo de contagiar al mayor número de personas, lo más rápido posible, para reanudar plenamente las actividades económicas.

Las pruebas están ahí, en documentos firmados por el presidente y algunos de sus ministros. El estudio demuestra lo que cualquier persona con una capacidad cognitiva media puede comprobar en su vida cotidiana, a partir de los actos y discursos del presidente. La acción deliberada de propagar el virus no es solo una percepción, también es un hecho. Lo que faltaba era la documentación del hecho, ya que con percibir no basta, hay que demostrar y documentar. Y hoy está documentado y esta documentación se ha convertido en la base de nuevas solicitudes de impeachment y comunicaciones en la Corte Penal Internacional.

En una carta pública, el Consejo Nacional de Secretarios de Sanidad ha exigido esta semana que se determine un toque de queda para todo el territorio brasileño y el cierre de bares y playas, entre otras medidas. Los secretarios han afirmado que el país está viviendo el peor momento de la pandemia y han exigido una “gestión nacional unificada y coherente”. También han pedido que se suspendan las clases y los eventos presenciales, incluidas las actividades religiosas. “La ausencia de una gestión nacional unificada y coherente ha dificultado que se adopten y apliquen medidas cualificadas para reducir las interacciones sociales”, han declarado. “Entendemos que el conjunto de medidas propuestas solo puede ser ejecutado por gobernadores y alcaldes si se establece en Brasil un ‘Pacto Nacional por la Vida’ que reúna a todos los poderes, la sociedad civil, los representantes de la industria y del comercio, las grandes instituciones religiosas y académicas del país, mediante la autorización explícita y la determinación legislativa del Congreso Nacional”. Sin embargo, Bolsonaro obviamente no quiere. Y, como ha informado la prensa, sus subordinados, muchos de ellos generales de cuatro estrellas, han advertido que no lo hará.

Bolsonaro se niega. Porque sí que hay una gestión y sus actos se centran en propagar el virus. Este es el error de quienes creen que hay que convencer a Bolsonaro para que lidere un pacto nacional por la vida. Ya ejecuta un pacto nacional, pero por la muerte, y no estoy usando una metáfora. Ya ha hecho varias declaraciones públicas y explícitas en las que ha dicho que la gente deje de ser “marica”, que, al fin y al cabo, “es normal que haya muertes”, “todos moriremos algún día” y “sigamos adelante”. Por eso, incluso en el peor momento de la pandemia, el presidente se mantiene fiel y dedicado a su política, fomentando que haya aglomeraciones y se abra el comercio, y atacando el uso de mascarillas.

En Porto Alegre, uno de sus partidarios, el alcalde Sebastião Melo, ha imitado a su jefe: “Contribuya con su familia, su ciudad, su vida, para que podamos salvar la economía del municipio de Porto Alegre”. Obsérvese que estamos ante una inversión total: a lo largo de la historia, las autoridades de las más variadas geografías y lenguas han pedido sacrificios económicos para salvar vidas. El bolsonarismo ha invertido esta lógica: exige el sacrificio de la vida —la de los demás, claro— para salvar la economía. Y así, el Brasil de Bolsonaro y del sacrificio de la vida supuestamente en nombre de la economía tuvo en 2020 el peor PIB de los últimos 24 años. Mientras algunos países que han hecho confinamiento ya empiezan a recuperarse también económicamente, Brasil descarrila.

Ante la abundancia de pruebas sobre la política de propagación del virus, hay que mirar con atención a los que siguen apoyando a Bolsonaro, en público o entre bastidores. Las razones para la mala fe son varias, dependiendo del individuo y del grupo. Una parte de esa entidad que llaman “mercado” sigue creyendo que Bolsonaro podrá seguir haciendo las “reformas” neoliberales que desea que se hagan. Una parte de lo que llaman “agroindustria” apuesta por la destrucción de la Amazonia para aumentar el stock de tierras para especular y ampliar la frontera agropecuaria. Lo mismo vale para la extracción minera.

Aunque algunos ya se han echado atrás por el creciente impacto de la deforestación en el rechazo de los productos brasileños en Europa, otros están esperando a que Bolsonaro avance con más fechorías antes de retirarle su apoyo, se dé este a luz del día o en las sombras. Solo entonces se indignarán al descubrir de repente la intención de Bolsonaro de debilitar la legislación medioambiental y permitir la explotación predatoria de las tierras indígenas. En algún momento, estas cándidas criaturas del mercado le retirarán su apoyo disgustadas, en entrevistas ponderadas y salpicadas de jerga económica en la prensa liberal. Después de todo, ¿cómo podrían estos inocentes imaginar que Bolsonaro no era un estadista, precisamente Bolsonaro, un hombre tan elegante y comedido? Algunos todavía tienen algo que ganar con Bolsonaro y el ministro de Economía Paulo Guedes y no importa cuántos mueran, mientras los entierros no sean de su familia o de su selecto club de amigos.

Lo mismo ocurre con algunos líderes del pentecostalismo y del neopentecostalismo evangélico, que también creen que tienen bastante que ganar, aunque parte de su base de fieles muera de covid-19. La creciente desesperación les traerá otros clientes para compensar su mala fe. Como es evidente, los pastores de mercado prefieren mantener su poder ahora y en las próximas elecciones. Con el sistema hospitalario mostrando signos de colapso, el gobernador de São Paulo, João Doria, clasificó los cultos religiosos como “actividades esenciales”. Para complacer a los pastores, que se habían quejado públicamente de su actuación, permitió las aglomeraciones en beneficio de la iglesia-empresa.

El fervor por la ciencia que había demostrado Doria, en cuyo nombre se consolidó como el principal opositor de Bolsonaro durante el primer año de pandemia, ha sido sustituido por el nuevo lema, anunciado el lunes: “esperanza, fe y oración”. Ante la presión de los mercaderes de los templos y su amenaza de retirarle el apoyo en la carrera presidencial, la vida se vuelve a vender al mejor postor. Y se sigue con lo que se considera prioritario: las elecciones presidenciales de 2022. Para entonces, todavía habrá suficientes votantes vivos.

¿Y qué decir de los políticos, con el Centrão liderando la procesión de corruptos de bolsillo y de alma, aunque no son ni de lejos los únicos? Todas las violaciones de Bolsonaro no son suficientes para que la cola de más de 70 peticiones de impeachment —y sumando— se mueva. Al fin y al cabo, lo que importa es garantizar la impunidad de los propios parlamentarios, algo que sí sería una emergencia para aquellos que fueron elegidos para representar a una población que hoy muere de covid-19.

Aunque se conozcan los hechos, es necesario enumerarlos para entender la realidad: hay un presidente que está ejecutando una política de muerte. No es histrionismo, no es una forma de expresarse, no es una hipérbole. Es la realidad y muchos más brasileños morirán por las acciones de Bolsonaro.

¿Nos dejaremos matar?

En 2021, la coyuntura de Brasil para enfrentar la política de muerte de Bolsonaro es mucho peor que en 2020. Y esto ya se refleja en el número de víctimas. Ante esta situación, ¿los brasileños se dejarán matar? Porque esa es básicamente la cuestión. El miércoles el país alcanzó la cifra más alta de muertes en un día desde que comenzó la pandemia: 1.910 personas, 1.910 padres, madres, hijas, hijos, hermanos, hermanas, abuelos, abuelas perdidos, 1.910 familias destrozadas. Y esto en un país con sanidad pública, centros de investigación respetables y una envidiable capacidad de vacunación masiva.

El Congreso, que durante el primer año de la pandemia fue importante para crear una ayuda de emergencia de 110 dólares mensuales y anular los vetos más monstruosos de Bolsonaro, como el de negar el agua potable a los indígenas, con el actual presidente de la Cámara de los Diputados, Arthur Lira, no hará nada para detener ni las fechorías ni al propio Bolsonaro. Al contrario. El Poder Judicial, especialmente el Supremo Tribunal Federal, ha conseguido detener varios horrores desde el comienzo de la crisis sanitaria, pero está lejos de ser suficiente para evitar la monstruosidad a la que se enfrenta Brasil. Por no hablar de que existe una gran disputa ideológica en el seno del Poder Judicial.

El tal mercado acabará retirando su apoyo en algún momento, si Bolsonaro hace que los sectores más poderosos del empresariado pierdan más dinero del que ganan, lo que ya está ocurriendo en varias áreas. Pero no podemos contar con las élites económicas, a quienes alguna vez pertenecieron algunos exponentes preocupados genuinamente por el país, pero hoy claramente les importa un bledo la población. Las élites intelectuales han demostrado que no están dispuestas a hacer algo más que protestar en su burbuja, como hace cualquiera en las redes sociales. Claro que hay excepciones en todos los ámbitos, pero la profunda crisis de Brasil muestra que las élites brasileñas son aún peores de lo que se suponía.

Las periferias que reclaman su legítimo lugar de centro gritan: “nosotros mismos cuidamos de nosotros”. Y es cierto. La pregunta es: cuando el “nosotros” se amplía, ¿quiénes son “nosotros”?

La complejidad del “nosotros” es que Bolsonaro fue elegido por la mayoría de los que acudieron a las urnas. Bolsonaro dijo exactamente qué haría. Y quienes le votaron sabían exactamente quién era. Y ganó, lo que dice mucho de ese “nosotros”. A pesar de ejecutar una política de muerte y convertir a Brasil en un paria del mundo, los sondeos muestran que Bolsonaro sigue teniendo una aprobación significativa. Si las elecciones se celebraran hoy, tendría posibilidades reales de salir reelegido. Eso también dice del “nosotros”.

Quizás quien mejor ha expresado el drama del “nosotros” es el gobernador de Bahía, Rui Costa. Cuando la emisora Globo lo entrevistó en directo, lloró. Porque el “nosotros” es difícil entender. Y, ante el “nosotros”, la impotencia aumenta. “Es duro recibir mensajes de gente que pregunta: ‘¿Qué pasa con mi negocio? ¿Qué pasa con mi tienda?’. ¿Qué es más importante: 48 horas de funcionamiento de una tienda o vidas humanas?”, se desahogó Costa. “No me gustaría tener que tomar este tipo de decisión. Me gustaría que todos llevaran mascarilla. Incluso los que se consideran superhombres, los que se consideran jóvenes. Si no es por ellos, al menos por su madre, su padre, su abuela, su pariente, su vecino. Estas personas, ellas solas, han decretado el fin de la pandemia”.

“Estas personas” a las que se refiere el gobernador es el “nosotros”. Es el “nosotros” que abarrotó las playas, es el “nosotros” que celebró Carnaval, es el “nosotros” que hace fiestas, obligando a los policías a arriesgar su vida para impedir que continúen, es el “nosotros” que decidió reunir a la familia en Navidad y a los amigos en Nochevieja, porque, al fin y al cabo, “ya nadie aguanta más”. Es el “nosotros” que llena las iglesias porque su fe, que necesita esas cuatro paredes para existir, es más importante que la vida de su hermano. Es el “nosotros” que se cree más listo porque sigue emborrachándose en los bares con sus colegas. Es el “nosotros” que va a todas partes sin mascarilla. Y también es el “nosotros” que ya ha anunciado que vacunarse es de tontos.

El “nosotros” es una maraña

A estas alturas, alguien podría decir que ese “nosotros” no es “nosotros”, sino “ellos”, el otro lado. Me atrevo a decir que, si la realidad fuera tan simple como “nosotros” y “ellos”, Bolsonaro ya habría sido sometido a un juicio político y sería investigado por la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad. El “nosotros” es una maraña. Y tenemos que desenmarañarlo para enfrentar la política de muerte de Bolsonaro.

Lo más perverso de la ejecución del proyecto de Bolsonaro es precisamente que revela el bolsonarismo incluso de quienes odian a Bolsonaro. Esta es la parte más demoníaca del experimento del que todos somos cobayas. Sí, la orientación del presidente es matar y morir: no lleves mascarilla, aglomérate, abre tu negocio, ve a trabajar, manda a los niños a la escuela, toma medicamentos sin eficacia, si te vacunas puedes convertirte en caimán. Ante el conjunto de orientaciones para propagar el virus, lo que queda es que cada uno tome decisiones individuales que —se espera— contemplen primero el bienestar del otro, más desprotegido, y el bienestar colectivo, el del conjunto de la comunidad.

Cuando el lunes el gobernador Rui Costa lloró en directo en televisión, ante millones de espectadores, fue por su incomprensión e impotencia ante la gente que le ataca por tener que cerrar su negocio durante 48 horas para que se puedan salvar vidas. Dos días. Dos. En el Reino Unido, las tiendas, los gimnasios, las peluquerías, los cines, los bares y restaurantes, etc., están cerrados desde noviembre y no se permite ver a otra persona que no viva en la misma casa, ni siquiera en el parque. Los británicos, como buena parte de los europeos, pasaron la Navidad, la Nochevieja y los días festivos siguiendo esta normativa. Utilizo el ejemplo del Reino Unido porque Boris Johnson, el primer ministro, no es un “izquierdópata”, sino uno de los exponentes de la cosecha mundial de populistas de derecha. Y, aun así, toma estas medidas. Los británicos pueden quejarse, pero en su casa, porque esas son las reglas y quienes determinan las reglas en una pandemia son las autoridades sanitarias. Y punto.

Bolsonaro también determina las reglas sanitarias en la pandemia. Pero, como se ha demostrado ampliamente, eligió propagar el virus. Por lo que cada uno, para salvar su vida y no poner en riesgo la de los demás, debe establecer sus propias normas sanitarias. Y en esta vuelta de tuerca es donde el “nosotros” se complica. El “nosotros” debe responder algunas preguntas muy difíciles. Todos lo necesitamos. Lo que el día a día está demostrando es que eventualmente, y a veces incluso a menudo, “nosotros” somos también “ellos”.

Manejamos muy mal los límites. Cuando no se pierde nada o cuando se pierde poco, es fácil tener límites. Pero cuando hay que perder algo que realmente cuesta, entonces la cosa se complica. No es solo el coste económico, sino el coste de un proyecto, el coste de un plan, el coste de un sueño, el coste de soportar la angustia entre cuatro paredes, el coste de la soledad, el coste de no ponerse al inicio de la cola aunque las reglas lo permitan pero la ética, no. Si cada uno mira en su interior con honestidad, y no necesita decírselo a nadie, sabe muy bien qué le cuesta realmente y prefiere no dejar de hacerlo.

La justificación del “nosotros” para incumplir las normas de la Organización Mundial de la Salud es siempre legítima porque se supone que es en nombre de un bien mayor. Nuestro cerebro encuentra las más altas justificaciones para rechazar los límites que nos obligan a perder mucho. Y, cuando somos confrontados, pensamos que el otro es quien no entiende la coyuntura o quien está en una posición más protegida para tomar decisiones. El “nosotros”, cuando puede, rara vez se pregunta si debe. El “nosotros” siempre tiene mejores justificaciones que el “ellos” para hacer lo que quiere y lo que cree que es importante. Y que a menudo es muy, muy importante.

Pero, cuidado, estamos en una pandemia que ya ha matado a 260.000 personas en Brasil y a más de 2,5 millones en todo el mundo. El aumento de los contagios significa no solo muertes, sino nuevas mutaciones del virus que pueden ser inmunes a las vacunas existentes y comprometer las medidas mundiales para hacer frente a la covid-19, poniendo a toda la humanidad en riesgo.

Cuando se toma una decisión en una pandemia, nunca se trata solo de la propia vida. Solo quienes quieren sembrar la muerte, como Bolsonaro, dicen que cada uno tiene derecho a hacer lo que quiera porque se trata solo de sí mismo. Cuando el presidente declara que no se vacunará porque esa decisión supuestamente solo le concierne a él, Bolsonaro hace ese anuncio exactamente porque está seguro de lo contrario. Sabe que esta afirmación va mucho más allá de su propia vida. Cualquier decisión en una pandemia tendrá un impacto más allá de la vida de cualquier persona. Si es un presidente, la máxima autoridad pública, se convierte en una directriz para la población.

Es muy difícil luchar contra el Gobierno federal, que tiene la maquinaria del Estado y la capacidad de amplificar sus orientaciones a toda la población. Es inmensamente más difícil luchar contra un presidente de la República en medio de una crisis sanitaria. En lugar de seguir las normas federales que protegen a todos los brasileños y especialmente a los más vulnerables, normas determinadas por el Estado, hemos sido obligados a tener que tomar nuestras propias decisiones en materia de salud y, a la vez, hemos sido atropellados por las de los demás.

Hay quienes no se preocupan, por supuesto. Pero hay muchos que quieren tomar las mejores decisiones y realmente creen que lo hacen, pero no son especialistas en salud pública, no tienen la formación adecuada para serlo, no tienen la obligación de serlo. Bolsonaro también ha sometido a los brasileños a este experimento, que está dejando marcas en cada uno y está corroyendo aún más relaciones que ya eran difíciles. Está corroyendo una sociedad que ya está bastante dividida, cuyos lazos están cada vez más deshilachados.

Al desplazar la responsabilidad al individuo, Bolsonaro nos hace perversamente cómplices de su proyecto de muerte. Cuando invoca el derecho individual a no llevar mascarilla y a no vacunarse, está diciendo maliciosamente también lo siguiente: si cada uno decide y hace lo que quiere y tú te quejas de mí, ¿por qué no decides protegerte a ti y proteger a los demás? Así de simple, podría decir. Es diabólico, porque hace que parezca trivial, como si fuera posible, en una pandemia, que las decisiones sanitarias dependan de las elecciones individuales.

¿Y si decidimos luchar contra quienes nos matan?

La historia nos cuenta que, en la dictadura cívico-militar (1964-1985), solo una minoría se levantó contra el régimen de excepción. La mayoría de los brasileños prefirieron fingir que no escuchaban los gritos de los torturados, cientos de ellos hasta la muerte, o de los más de 8.000 indígenas asesinados junto con la selva amazónica. Aun así, todo indica que fue una reacción más fuerte y expresiva que la que presenciamos y protagonizamos como sociedad ahora, ante un proyecto de exterminio.

El proceso de redemocratización, con todos sus defectos, el mayor de los cuales es la impunidad de los asesinos del Estado, fue capaz de crear la avanzada Constitución de 1988. Es la llamada “constitución ciudadana”, que sigue sosteniendo lo que queda de democracia hoy, a pesar de todos los ataques del bolsonarismo. ¿Qué será capaz de crear esta sociedad débil, corrompida, individualista y poco dispuesta a mirarse en el espejo, si no es capaz de levantarse contra muertes que serían evitables?

Si lo damos todo por perdido, si nos damos por perdidos, si lo damos por imposible, si nos damos por vencidos, entonces ya no hay nada que hacer. Solo completar el camino al matadero. Obedientes a la política de muerte de Bolsonaro, porque gritar en las redes y en WhatsApp no es desobedecer absolutamente nada. Es poco más que disipar energía autoengañándose con que es acción. Para ser nosotros, independientemente de cuántos nosotros haya dentro de ese nosotros, necesitamos unirnos en un objetivo común: interrumpir la política de muerte de Bolsonaro.

En 2020, escribí en este mismo espacio: ¿cómo un pueblo acostumbrado a morir (o acostumbrado a normalizar la muerte de otros) puede detener su propio genocidio? Esa pregunta, hoy, 260.000 muertos después, es mucho más crucial que antes. Nuestra única oportunidad es hacer lo que no sabemos, ser mejores de lo que somos, y obligar al Congreso a cumplir la Constitución y aplicar el impeachment. Y presionar a los organismos internacionales para que Bolsonaro responda por sus crímenes.

Cada día cada uno tiene que sumarse a todos los demás para realizar este proyecto común. Y, tal vez, aún podamos descubrir que somos capaces de convertirnos en “nosotros”, lo que significa ser capaces de hacer comunidad. La primera pregunta de la mañana debe ser: ¿qué haremos hoy para evitar que Bolsonaro nos siga matando? Y la última pregunta de la noche debe ser: ¿qué hemos hecho hoy para evitar que Bolsonaro nos siga matando?

¿Qué más tiene que pasar, verse y probarse para entender que estamos sometidos a un proyecto de exterminio? Primero vimos a gente morir en agonía por falta de oxígeno en los hospitales. Luego vimos escenas de personas intubadas a quienes, debido a la escasez de sedativos, ataban a las camillas para que no se lo arrancaran todo por el dolor y la desesperación. ¿Qué más falta? ¿Cuál es el siguiente horror? ¿Qué imagen necesitamos para entender lo que está haciendo Bolsonaro? Tenemos que entender por qué nos dejamos matar, subvirtiendo el instinto primario de defensa de la vida que posee hasta el organismo más simple. Pero tenemos que entenderlo mientras actuamos, porque no hay tiempo. La alternativa es seguir viendo cómo Bolsonaro ejecuta su política de muerte hasta que ya no podamos verlo, porque también estaremos muertos.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de ‘Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro’. Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.

Traducción de Meritxell Almarza

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