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Columna
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7 de septiembre: muerte

Brasil llega al Día de la Independencia con un genocida en el poder y negacionistas del genocidio en todas partes

Eliane Brum
Jair Bolsonaro en una ceremonia en Brasilia, el 5 de agosto.
Jair Bolsonaro en una ceremonia en Brasilia, el 5 de agosto.AP

Si este 7 de septiembre transcurre como si Brasil viviera una especie de normalidad, enterremos nuestros corazones, porque ya estarán muertos. Deberemos dejar de fingir que estamos vivos y asumir nuestra condición de zombis. No los de las películas, que intentan escapar de esta condición. Sino los que escogen contaminarse con una normalidad criminalmente anormal. La cobardía es una forma de existencia que se elige. Brasil está lleno de oportunistas, sí. Pero también está lleno de cobardes incapaces de defender ningún territorio más allá del de su familia, porque el sentimiento de comunidad ha sido destruido persistentemente. El 7 de septiembre de 1822, cuando evacuaba una diarrea pertinaz en el arroyo Ipiranga, en São Paulo, el entonces príncipe portugués y futuro rey Pedro I de Brasil habría gritado: ¡Independencia o Muerte! Después de 198 años, entendemos que Brasil siempre ha elegido la muerte. Pero nunca, en ningún otro momento de su historia, el país había alcanzado este nivel de perversión bajo el título formal de democracia. Los negros y los indígenas han vivido una larga historia de exterminio, pero esta es la primera vez que un Gobierno construye una máquina de muerte. Tenemos a un genocida en el poder, y mata tanto como deja morir. Hay intención, planificación y acción sistemática.

Las cuatro demandas contra Jair Bolsonaro por genocidio y otros crímenes de lesa humanidad que ya han llegado a la Corte Penal Internacional no son un juego político de retórica. Son la denuncia de que el Poder Judicial brasileño no puede o no quiere detener los crímenes de Bolsonaro y otras personas con cargos de poder en el Gobierno, ya sean generales o civiles. Si pudiera o quisiera, como los hechos ya han demostrado, Bolsonaro ni siquiera podría haber sido candidato a la presidencia. Él es el resultado, como ya he escrito, de una larga serie de impunidades que comenzó cuando todavía era militar. Fue absuelto en el Tribunal Superior Militar, en un juicio plagado de indicios de fraude, de planear un acto terrorista por un motivo corporativo: poner bombas en cuarteles para presionar por mejores salarios. Solo llegó a ser presidente por la vocación característica del sistema judicial brasileño: la de castigar severamente a los negros y pobres y enviarlos a un sistema penitenciario incompatible con cualquier idea de civilización, pero perdonar o no juzgar a los ricos y blancos. Sobre todo si son militares y tienen el privilegio de una justicia paralela que elige inocentes y culpables en función no de los hechos, sino de los intereses corporativos de una institución que considera que está por encima de la Constitución.

Bolsonaro es típicamente brasileño. La criatura que está matando a los Brasiles que considera obstáculos en su proyecto de poder y a las poblaciones que desprecia (indígenas y negros) es la versión mejor terminada —y por eso tan terriblemente mal terminada— de todas las deformaciones. Aquellas que los Gobiernos anteriores no quisieron corregir, por las más variadas razones, aquellas que las distintas élites alentaron, para mantener sus privilegios, aquellas con las que la gente se acostumbró a convivir.

Brasil llega este 7 de septiembre con los símbolos nacionales secuestrados por el bolsonarismo. La bandera ha sido secuestrada, el himno ha sido secuestrado, los colores han sido secuestrados. Porque el bolsonarismo no se ve como parte de Brasil, sino como todo. Los otros Brasiles y los brasileños que se le oponen son considerados y tratados como no brasileños, como los que tienen que ser expulsados o eliminados porque no deberían estar aquí. Su discurso en la Avenida Paulista, poco antes de la segunda vuelta de las elecciones de 2018, cuando ya tenía la victoria asegurada, es explícito: “Borraremos del mapa a los bandidos rojos de Brasil (...) Si se quieren quedar aquí, tendrán que someterse a la ley de todos nosotros. O se van del país o van a la cárcel”. Fíjense. No dijo la ley de Brasil, que es la Constitución, sino “la ley de todos nosotros”. Y aclaró quiénes son “nosotros”: “El Brasil de verdad”.

El bolsonarismo es, en su génesis y estructura, incompatible con la democracia. En mi opinión, también es incompatible con la civilización. El hecho de que Bolsonaro fuera elegido democráticamente no altera su vocación totalitaria ni su lógica de eliminar a los opositores como “falsos brasileños”. Al contrario. Al presentarse a las elecciones, a pesar de todos los delitos que ya había cometido, empezando por el de apología de la tortura, Bolsonaro desmoraliza y destruye una democracia maltrecha que nunca fue capaz de juzgar los crímenes de la dictadura y, por lo tanto, nunca fue capaz de protegerse de los criminales como Bolsonaro.

Bolsonaro no solo devuelve a los generales al Gobierno y militariza toda la maquinaria pública, lo que hubiera parecido imposible hace solo unos años en un país que vivió una dictadura militar de 21 años. También lleva la lógica de guerra de los regímenes totalitarios al Ejecutivo. En la dictadura que empezó con el golpe de 1964, los “enemigos de la patria” eran los opositores políticos, especialmente los estudiantes que resistieron también con la lucha armada. En el régimen creado por el bolsonarismo —que ya no podemos llamar democracia—, la idea de enemigo de la patria se extiende a todos los que se oponen democráticamente a él y a todos los que representan obstáculos al proyecto económico de los grupos que están en el poder. Los opositores, como dijo, deben llevarse a la “punta de la playa”, en referencia a un lugar de Río de Janeiro donde los agentes del Estado torturaban y se deshacían de los cadáveres durante la dictadura. Los indígenas, principal obstáculo para su proyecto de explotación de la Amazonia, son tratados como una especie inferior: “cada vez más humanos como nosotros”. A los quilombolas (descendientes de esclavos rebeldes), otro obstáculo, se refiere con términos que se utilizan con los animales: “ni siquiera sirven para procrear”.

En cierto modo, Bolsonaro va más allá de la dictadura militar en la que se inspira al convertir en “brasileños de verdad” solo a los fieles de su culto político. Y todos los demás son brasileños falsos. Porque él no es solo un “mal militar”, como definió el dictador y general Ernesto Geisel. Bolsonaro también se ha aliado a los pastores del mercado y al ruralismo más depredador. Bolsonaro ha prestado a la lógica de la guerra de los generales una versión bíblica del bien contra el mal, explicitada por brasileños de verdad y brasileños de mentira. Que deben ser expulsados o eliminados no solo como enemigos, sino como infieles a la patria. Para consolidar su victoria, puso en marcha una máquina de propaganda llamada “gabinete del odio”, que Joseph Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler, elogiaría. El bolsonarismo ha convertido a todos los que se le oponen en enemigos de la patria, tal como hizo el nazismo con los judíos al principio. Con los indígenas y los negros, ya está entrando en una segunda etapa, al considerarlos casi humanos como “nosotros”.

Bolsonaro y el bolsonarismo, que le trasciende, hace un collage con los totalitarismos del siglo XX y la versión bíblica del evangelismo de mercado que se consolidó en la política de partidos de este siglo y alcanzó el poder central con las elecciones de 2018. Si fueran contemporáneos, Adolf difícilmente se sentaría a la mesa con Jair de buen grado, porque la vulgaridad del presidente brasileño lo escandalizaría. Hitler quería crear su propio arte y estética. Bolsonaro, al menos por ahora, solo quiere destruir cualquier forma de arte. Es el supremacista que predica (también) la supremacía de la estupidez como venganza de los resentidos.

Bolsonaro no ha tenido que crear sus campos de muerte. Dejó avanzar la covid-19 y retuvo los recursos públicos destinados a hacer frente a la enfermedad, destituyó del cargo a los técnicos con experiencia en salud pública y epidemias, vetó medidas preventivas decisivas y enredó la lucha contra el virus. También alentó a los grileiros (ladrones de tierras públicas) y a los garimpeiros (mineros ilegales) a invadir tierras indígenas y áreas protegidas. Si la pandemia terminara hoy, Brasil ya no tendría muchos de los grandes líderes que guiaron a sus pueblos en la lucha por el derecho a vivir en sus tierras ancestrales y a mantener en pie la selva amazónica y otros biomas. Una parte de los opositores de Bolsonaro han muerto en los últimos meses en la Amazonia que vuelve a arder. Y la pandemia aún está lejos de terminar.

El líder indígena que murió más recientemente por covid-19, el 31 de agosto, fue Beptok Xikrin, de 78 años, conocido como Jefe Jaguar. Regresó a su aldea, en el Medio Xingú, en un ataúd cerrado, cubierto por una lona, atado a una camioneta como si fuera una cosa, en la más abyecta indignidad. No basta matar o dejar morir, hay que humillar, romper la columna vertebral de los pueblos indígenas también con el insulto y el deshonor.

Incluso a quienes tienen pocas expectativas sobre la decencia de las diversas élites brasileñas les cuesta entender cómo todavía llaman democracia a lo que hoy existe en Brasil. Lo que hay no es bueno ni siquiera para el “mercado”, esa entidad pronunciada con reverencia. ¿Qué tipo de creencia lleva a algunos sectores, incluso de la prensa, a considerar, después de un año y medio de gobierno, que pueden concertarse con el bolsonarismo? La acción de las élites no fue diferente en los procesos totalitarios del siglo XX, pero sigue siendo asombrosa.

Muchos de los que votaron a Bolsonaro utilizaron el discurso anticorrupción como excusa para votar a un hombre que se anunciaba públicamente como defensor de la dictadura y la tortura y que consideraba un héroe a Carlos Alberto Brilhante Ustra, un coronel, asesino y el único torturador reconocido por el Poder Judicial brasileño. ¿Y ahora, que ya no tienen excusa? ¿Que Bolsonaro, para protegerse de un impeachment, se abraza al Centrão, una coalición de partidos sin programa ni ideología formada por parlamentarios que solo se preocupan de obtener beneficios personales? ¿Que Bolsonaro se abraza al expresidente Michel Temer para conseguir el apoyo de su partido? ¿Que el fiscal general de la República, elegido a dedo, se ha convertido en el chico de los recados de Bolsonaro, avergonzando a la institución llamada Ministerio Público Federal? ¿Que el héroe de la operación anticorrupción Lava Jato ha sido expulsado del Gobierno? ¿Que a Adriano da Nóbrega, jefe de un grupo de sicarios llamado Oficina del Crimen, lo mataron y enterraron con todo lo que sabía sobre las relaciones peligrosas de la familia Bolsonaro? ¿Que Fabrício Queiroz, tras meses escondido en una de las casas del abogado de Bolsonaro, y su esposa, Márcia Aguiar, prófuga, consiguen un sorprendente arresto domiciliario? ¿Que un magistrado, él solo, es capaz de suspender a un gobernador enemigo de Bolsonaro y tiene el poder de decidir quién llevará (o no) los procesos sobre la familia presidencial? ¿Que las acusaciones de corrupción golpean a Bolsonaro en el pecho en forma de una pregunta que hace que Bolsonaro quiera “romperle la cara” al reportero “a puñetazos”? Esta pregunta:

“Presidente Bolsonaro, ¿por qué su esposa, Michelle, recibió 89.000 [reales] de Fabrício Queiroz?”

Ahora, que hay dos preguntas enormes que acechan a la familia Bolsonaro. La anterior y esta otra, que se repite desde hace más de 900 días sin respuesta:

“¿Quién encargó matar a Marielle Franco? ¿Y por qué?”

La agenda anticorrupción como justificación para votar a un hombre con el pasado y el presente de Bolsonaro siempre ha sido fingida. Sospecho que algunos fingieron tanto que incluso se la creyeron. Y así llegamos al 7 de septiembre, con una oposición débil, la izquierda ocupada peleándose entre sí y la derecha buscando consolidarse como una especie de poder moderador de la extrema derecha que está en el poder. A Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores, la arrancaron de la presidencia por haber maquillado supuestamente la contabilidad. La lista de delitos de responsabilidad mucho más graves de Bolsonaro da la vuelta a la manzana. Y, aun así, el presidente de la Cámara de los Diputados, Rodrigo Maia, ha acomodado su trasero sobre una pila de decenas de solicitudes de impeachment, una de ellas de la Coalición Negra por los Derechos, basada en el empeoramiento del genocidio negro.

Me gustaría decir que hay momentos en que un pueblo decide si es un pueblo o un montón de personas “que siguen con su vida”, como ordenó el déspota electo que nos lleva a la muerte. Me gustaría decirlo, pero no lo digo. Porque no creo que tengamos un pueblo, en el sentido de una masa de personas de la misma nacionalidad que luchan por valores comunes. Puede que no tengamos un pueblo. Pero tenemos pueblos. En las periferias y favelas urbanas de Brasil hay gente que se organiza y lucha y crea posibilidades de vivir, a pesar de todas las formas de muerte. Si la Amazonia todavía existe es porque los campesinos y los pueblos de la selva luchan, aunque sean abatidos a tiros, y ahora también por la covid-19. En las ciudades, los movimientos de sintechos se organizan por el derecho a ocupar la ciudad para vivir y no para especular con los inmuebles. En el campo, los agricultores familiares insisten en alimentar al país sin pesticidas mientras Bolsonaro autoriza más de un veneno al día. Hay hombres y mujeres que impiden la destrucción de la naturaleza con sus cuerpos en cada rincón del país. Hay rebeliones en todos los Brasiles, avanzando por las fisuras, desde los bordes.

No son los más débiles los que se mantienen en pie. Son los fuertes. Hace 500 años que existe un Brasil que intenta matar a todos los indígenas, por asimilación, por contaminación o con balas. Y, aun así, la población indígena ha crecido en las últimas décadas. Desde la abolición formal de la esclavitud, los negros fueron abandonados a su suerte y, sin embargo, los negros se han convertido en la mayoría, el 56%, de la población brasileña. Vivir —contra todas las formas de exterminio— ha sido el acto más radical de resistencia de los invisibles, oprimidos y tratados como subalternos.

Ahora mismo, las generaciones que viven hoy enfrentan su mayor desafío. Bolsonaro ha convertido el Estado en una máquina de muerte. Tan perversa que ha visto en la covid-19 una forma de eliminar a quienes impedían su proyecto de poder con sus cuerpos. Cubre sus acciones deliberadas con apariciones en los medios, discursos golpistas, el teatro de la cura milagrosa con cloroquina y la falacia de defender la economía. El bolsonarismo controla casi por completo las noticias mientras el genocidio es la política persistente que avanza entre bambalinas, detrás de los focos que iluminan los factoides, sin encontrar ningún tipo de oposición capaz de detenerlo.

Hoy, Bolsonaro ha hecho realidad más que su sueño. Quería que la dictadura militar, que formó a los generales que lo apoyan, “hubiera matado al menos a 30.000 más”. Su negligencia intencional ante la covid-19, su campaña oficial de desinformación, su ejemplo personal de irresponsabilidad son la principal causa de la amplia propagación de la enfermedad en Brasil. También en este momento, la Amazonia arde una vez más y se acerca velozmente al punto sin retorno. El Parlamento Europeo ya estudia considerar la destrucción de la selva tropical más grande del mundo, practicada deliberada y sistemáticamente por Bolsonaro, un crimen de lesa humanidad.

Este 7 de septiembre, llegamos al punto en que decir que el presidente de Brasil es “simplemente” incompetente significa ayudarlo a irse de rositas y no ser responsabilizado de crímenes de lesa humanidad. La incompetencia es terrible y tiene graves consecuencias, pero no es un delito. Los hechos muestran que Bolsonaro ha sido deliberadamente incompetente, intencionalmente negligente, sistemáticamente irresponsable. Bolsonaro y su Gobierno han planificado y actuado, como muestran el Diario Oficial, sus manifestaciones en las redes y los vídeos con sus declaraciones públicas.

La fecha más simbólica de Brasil no puede pasar como si fuera normal tener un genocida en el poder. Si dejamos que se normalice el genocidio, no habrá vida en el país ni siquiera para aquellos que, por su posición en la cadena alimentaria de la desigualdad brasileña, creen que siempre están a salvo. Este 7 de septiembre, hay movimientos de resistencia de los Brasiles insurgentes que se levantan contra la máquina de muerte del bolsonarismo. Hay gente con el coraje de nombrar lo que está pasando en Brasil. No sé si seremos muchos o pocos. Probablemente pocos, pero, como los muertos de covid-19, innumerables. Hay momentos en que todo lo que podemos hacer es luchar, aunque sepamos que perderemos porque la mayoría sigue con su vida y continuará haciéndolo mientras considere que solo la vida de los otros está en riesgo. Quizás la pregunta más importante de este 7 de septiembre es: ¿cómo puede impedir su propio genocidio un pueblo que se ha acostumbrado a morir?

Resistiendo. Declarando su independencia, porque muerte ya hay demasiada. Actualmente, casi 125.000 cuerpos. Rebelándose. No porque ahora sea posible ganar. Sino para no verse obligado a bajar la vista cuando los niños le pregunten en un futuro próximo de qué lado estaba y qué hizo para evitar que Bolsonaro siguiera matando.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro. Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.

Traducción de Meritxell Almarza

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