_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El “ganado humano” que Bolsonaro lleva al matadero

En el país donde la mayoría de la población solo puede sobrevivir, ¿quiénes son los burros y los mal informados?

Eliane Brum
Una protesta en Brasil tras registrar más de 100.000 muertos por la pandemia.
Una protesta en Brasil tras registrar más de 100.000 muertos por la pandemia.AMANDA PEROBELLI (Reuters)

Brasil ya ha superado las 100.000 muertes por la covid-19 y, a la actual velocidad de unas 1.000 muertes al día, podría llegar a las 200.000 en octubre. Y el periódico Folha de S. Paulo va y estampa en la primera página del 15 de agosto la conclusión del sondeo del Instituto Datafolha: “para el 47% de los brasileños, Bolsonaro no tiene la culpa de las 100.000 muertes por la covid-19”. Ninguna culpa. Brasil tiene 21 nuevos casos al día por cada 100.000 habitantes, cuando el promedio mundial es de tres. Incluso Estados Unidos de Trump tienen 17 nuevos casos al día por cada 100.000 habitantes e India de Narendra Modi, cinco. Incluso con evidencias de negligencia intencional y deliberada ante la pandemia —que ya ha generado tres denuncias por crímenes de lesa humanidad en la Corte Penal Internacional—, el mismo sondeo también muestra que Bolsonaro obtiene el mejor índice de popularidad desde que llegó al poder: el 37% de la población considera que su mandato es muy bueno o bueno. La mejora la impulsan especialmente los más pobres y el noreste de Brasil, la región donde obtuvo menos votos en 2018. El rechazo ha disminuido mientras que el número de muertos se ha disparado. ¿Por qué casi la mitad de los brasileños se comportarían como “ganado humano”, como se les ha llamado, y aceptarían que Bolsonaro los llevara alegremente al matadero?

La conclusión más fácil, ampliamente difundida en las redes sociales, es que las personas son burras. Y también están mal informadas. La ayuda de emergencia de 600 reales (110 dólares) mensuales para los más pobres durante la pandemia habría hecho que Bolsonaro fuera visto momentáneamente como el capitán de los pobres. La desinformación se debería a que fue el Congreso quien obligó al Gobierno federal a pagar 600 reales. Bolsonaro no quería pasar de los 200 (36 dólares). La izquierda, que casi dos años después de las elecciones aún no ha sido capaz de hacer una oposición efectiva a Bolsonaro, entra en pánico porque el Gobierno está dando señales de que el programa social Bolsa Familia, implantado por Lula, puede convertirse en el Renta Brasil del bolsonarismo. Y, si eso ocurriera, las posibilidades de que Bolsonaro fuera reelegido en 2022 serían mayores.

Sin embargo, definir qué es ser burro y qué es ser inteligente no es fácil, mucho menos simple. Una gran parte de la población brasileña vive al día. Para la mayoría, el mes siguiente ya está demasiado lejos. La idea de futuro se considera un privilegio de los más ricos, y este dato es muy importante, porque la emancipación política solo es posible con personas que tienen acceso a la idea de futuro. Cuando el futuro se convierte en un privilegio de los más ricos, y no en un derecho garantizado para todos, la mayoría está condenada al presente. Y el presente lo impulsa el comer o no comer, el tener un lugar donde dormir o ser desahuciado, el poder seguir respirando.

La realidad es que los 600 reales de la ayuda de emergencia han garantizado una renta inédita a al menos 65 millones de brasileños y sus familias. Y, cuando termine el subsidio —lo que puede suceder enseguida—, tendrán que apañárselas de nuevo con mucho menos, en un país con un número aún mayor de parados y con una recesión cada vez más profunda. Según un artículo de Mauro Paulino y Alessandro Janoni, director general y director de Sondeos del Datafolha respectivamente, “de los cinco puntos de crecimiento en el índice de evaluación positiva [de Bolsonaro], al menos tres provienen de trabajadores informales o desempleados que tienen una renta familiar de hasta tres salarios mínimos, el grupo a quien van destinadas las ayudas de emergencia del Gobierno”.

Cabe mencionar que lo que se llama clase media en Brasil, así como los que se entienden como clase media, no tienen nada de media. En São Paulo, por ejemplo, según la calculadora que elaboró el periódico Nexo, si cobras 12.000 reales (2.175 dólares) al mes ya formas parte del selecto club del 1% más rico de Brasil. La calculadora tiene sus limitaciones, pero cada uno puede comparar sus ingresos con los del resto de la población y tener una idea muy aproximada de la situación.

Brasil tiene la segunda peor concentración de renta del mundo, según el Informe sobre Desarrollo Humano de la ONU: el 1% más rico concentra el 28,3% de la renta total del país. Solo es mejor, por muy poco, que Catar, donde la concentración de renta alcanza el 29%. Este es el tamaño del abismo de la desigualdad brasileña. También vale la pena recordar que los multimillonarios no son el 1%, como se suele decir, sino el 0,00003% de la población mundial. Más concretamente 2.153 personas como tú y yo, que concentran un 60% más de riqueza material que casi 7.800 millones de personas de la misma especie.

El mundo tiene un multimillonario por cada 3,7 millones de personas. En Brasil, según el último ranking de la revista Forbes, hay 45 multimillonarios. Cuarenta y cinco. Mientras tanto, la mitad más pobre de la población brasileña, unos 104 millones de personas, vivía en 2018 con 413 reales (75 dólares) de renta mensual. No hay futuro para la mayoría con esta desigualdad monstruosa. Solo un presente vergonzosamente precario. Y el presente vergonzosamente precario, en este momento, todavía es absurdamente precario, pero es menos precario con la ayuda de emergencia de 600 reales —compuesta por recursos públicos, pero interpretada como una acción benemérita de Bolsonaro—.

La reducción de la miseria y la pobreza, conquistada durante los años de Gobierno del Partido de los Trabajadores (y, antes, a niveles considerablemente menores, en los Gobiernos del socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso), fue inmensamente importante, pero solo consiguió reducir el hambre y garantizar mejoras puntuales, como el acceso a bienes básicos como nevera y fogones. Y eso —hay que destacarlo— no es poca cosa. La cuestión, que ya se señaló en la primera década de este siglo, es que nunca fue suficiente para crear ciudadanos, en el sentido de lo que se define como sujetos de derechos. Para crear ciudadanos hay que reducir la desigualdad, lo que nunca se ha hecho de manera significativa en Brasil.

Para reducir la desigualdad, hay que realizar cambios estructurales capaces de menguar los privilegios de la minoría más rica y gravar fuertemente las grandes fortunas. Solo así se garantiza una redistribución más equitativa de la riqueza existente. El Gobierno que más se aproximó a un ideario social de izquierda en Brasil, el de Lula, era un Gobierno de conciliación. Lula y, especialmente, Dilma Rousseff sacrificaron la Amazonia y el Cerrado, al igual que banderas históricas como la de la reforma agraria, para garantizar la exportación masiva de materias primas en una época de crecimiento de la economía global, especialmente de China. Era la fórmula —limitada, como se vio después— para que los pobres se volvieran menos pobres y, a la vez, los ricos se hicieran más ricos.

Hay muchas definiciones de ciudadanía. Me gusta la que define al ciudadano como aquel que tiene asegurado lo básico —comida, transporte, salud y educación— y puede ser capaz de imaginar y crear futuros en los que quiera vivir porque su tiempo no lo devora el estricto mantenimiento del cuerpo, sino que puede desarrollar su potencial para expandir el bien común. Si el mundo es hoy extremadamente desigual, Brasil, con su tamaño continental y 210 millones de habitantes, es el ejemplo más elocuente de la violencia que representa el secuestro del futuro de la mayoría de la población, reducida al agotamiento diario de los cuerpos para poder seguir respirando.

Dadas las condiciones de vida absolutamente precarias de la mayoría de los brasileños y el repentino aumento de sus ingresos con la ayuda de emergencia, lo sorprendente no es que la aprobación de Bolsonaro suba durante la pandemia. Lo sorprendente es que esto sea una sorpresa. Si la reacción previsible y lógica de los más pobres es una sorpresa para una parte de la población, sobre todo de la izquierda, ¿quiénes son entonces los burros y los mal informados sobre lo que ocurre en el país?

El boicot intencional de Bolsonaro al combate a la covid-19 se puede comprobar en actos documentados en el Diario Oficial y en una comunicación realizada con el objetivo deliberado de desinformar a la población. Los estudios también demuestran que los que más mueren de la covid-19 son los más pobres, y la mayoría de los más pobres de Brasil son negros. En Campo Limpo, uno de los barrios con el índice de desarrollo humano (IDH) más bajo de São Paulo, la letalidad de la covid-19 por cada 100.000 habitantes es muy alta: del 52%. En los barrios más ricos, con un IDH más alto, como Pinheiros, el índice es del 5%. En la ciudad más grande de Brasil, la letalidad por la covid-19 es 10 veces mayor en los barrios más pobres que en los más ricos.

Entonces, ¿cómo es posible que la mejora en los índices de aprobación del antipresidente la impulsen justamente los más pobres? La respuesta también puede buscarse en la precarización de la vida. Lo que llamamos pueblo brasileño está compuesto mayoritariamente por personas que solo viven porque se empeñan en seguir viviendo. La historia de Brasil es una trayectoria de expoliación de materias primas extraídas de la naturaleza y, en el caso de la mayoría de la población, de cuerpos esclavizados y luego brutalmente explotados. Lo que se transmite de padre y madre a hijos e hijas es que la supervivencia no está garantizada, tienen que arrancarla. Lo que está normalizado es la muerte.

La historia de las familias más pobres es una historia en la que los niños muertos se cuentan junto con los vivos. Las mujeres saben que parte de su prole puede morir por las precarias condiciones de vida, por la falta de acceso a la sanidad, al agua, al saneamiento básico y también a alimentos. También saben que morir por la violencia es una probabilidad, especialmente si su hijo es negro, ya sea por las balas de la policía, de grupos paramilitares o en un atraco. Hay periferias en Brasil donde se puede llamar aleatoriamente a una hilera de puertas y todos tendrán una muerte o más que contar, debido a la violencia y/o a la falta de condiciones sanitarias.

La tragedia crónica de Brasil es tener un pueblo que normaliza la muerte por enfermedades prevenibles y por la violencia, porque, desde la formación del país, se les ha dado la condición de matables y moribles. No es un pueblo, es una masa de desesperados extremadamente creativos que han resistido durante siglos a todas las formas de exterminio.

Lo que quiero explicitar es que los brasileños más pobres viven sujetos a aceptar la pérdida de sus seres queridos. Es una de las caras más horrendas de la desigualdad, pero este horror nunca ha impedido que se aceptara como normal, especialmente por los más ricos, incluidos los que se consideran de clase media. En este sentido, la covid-19 es otra forma de muerte. Si no se previenen otras muertes, ¿por qué esperarían que un gobernante evitara esta?

Para soportar el horror de estar en la condición de los que pueden morir por lo que no mata a los blancos y a los más ricos —o que, por lo menos, mata mucho menos a los blancos y a los más ricos—, una parte significativa de brasileños atribuye su destino a la voluntad divina. Al menos, en este caso, pueden rezar, pagar el diezmo al pastor, intentar revertir el destino o, como mínimo, encontrar un sentido a sus muchas pérdidas en una voluntad superior. En una realidad que parece inmutable, lo que no se puede entender, como la voluntad de un dios, puede ser más llevadero que la explicación de que su vida poco le importa a quien tiene en sus manos su destino terrenal.

Por lo tanto, la covid-19, así como otras enfermedades, tampoco se considera culpa de nadie. Ni siquiera de Bolsonaro, a pesar de sus vómitos públicos de irresponsabilidad intencionada. El “¿Y qué?” de Bolsonaro es solo un paso más —porque lo dijo en voz alta— hacia el gran “¿y qué?” histórico, permanente y persistente que viven los más pobres a lo largo de generaciones y gobiernos. Para algunos fieles de determinadas iglesias neopentecostales, plagas de este tipo ya están previstas en la Biblia. Las enfermedades son, en general, una alegoría con mucha resonancia en una población cada vez más evangélica. La pregunta del Datafolha puede que ni siquiera tenga mucho sentido para una parte de la población: ¿cómo se puede culpar a un presidente de una enfermedad? La enfermedad ocurre, es una fatalidad, cuando no la envía Dios para castigar la inmoralidad reinante.

¿Eso es ignorancia? Quizás. Pero es, principalmente, supervivencia, incluso psicológica. Si has aceptado que la pérdida y la muerte forman parte de tu lugar en el mundo, como formaban parte antes del destino de tus padres y abuelos, lo que importa es garantizar la comida, el gas, un techo bajo el que cobijarse. Garantizar los 600 reales. ¿Y cuándo se acaben los 600 reales? El mañana está lejos. No hay futuro para los que se han reducido a hoy. Si la mayoría de la población es matable y morible —y eso nunca ha cambiado, ni siquiera en los mejores años del Gobierno de Lula—, ¿por qué se sorprenden de que 100.000 muertos no tengan un impacto negativo en la aprobación de Bolsonaro y de que los 600 reales tengan un impacto positivo? De nuevo, ¿quiénes son los burros y los mal informados?

Ahora mismo, hay un debate sobre las variables. Bolsonaro se aleja cada vez más de la agenda neoliberal del ministro de Economía Paulo Guedes, que en realidad nunca le importó, era solo su pasaporte para obtener el apoyo en las elecciones de los representantes de lo que llaman “mercado”. Unos meses atrás, se sacó de encima el exjuez y exministro de Justicia Sergio Moro y la clase media a la que representaba, aunque Moro ya se había encargado de arruinar su propia reputación un poco antes y se había llevado una parte de la operación anticorrupción Lava Jato por delante. A Bolsonaro solo le interesa el poder y proteger a su familia. Y si el poder es el único principio, qué problema hay en coquetear con el Centrão, un conjunto de partidos políticos sin una ideología específica que condicionan su apoyo al Ejecutivo a las ventajas que obtengan. Este acercamiento se produce en un momento en que la investigación sobre Fabrício Queiroz se aproxima peligrosamente a la familia presidencial. Queiroz, amigo personal de Bolsonaro y exasesor de su hijo, hoy cumple prisión preventiva domiciliaria por ser sospechoso de coordinar un sistema de desvío de dinero en la Asamblea Legislativa de Río de Janeiro vinculado a Flávio Bolsonaro y de ser miembro de una mafia paramilitar que puede estar relacionada con el clan Bolsonaro. Hay muchas posibilidades de que, en algún momento cercano, el antipresidente pueda incluso deshacerse de Guedes y convertirse en el nuevo padre de los pobres, transformando la ayuda de emergencia en el programa asistencial Renta Brasil, para aumentar las posibilidades de volver a ganar las elecciones en 2022.

¿Y la oposición? Bueno, hay que entender que quien ha hecho la oposición más efectiva a la extrema derecha de Bolsonaro es la derecha: el presidente de la Cámara de los Diputados, Rodrigo Maia, y los gobernadores que hasta ayer eran sus aliados, como João Doria, de São Paulo, y Wilson Witzel, de Río de Janeiro. Hoy, con Bolsonaro haciendo los giros necesarios para complacer a una parte de esa derecha, Rodrigo Maia está cómodamente sentado sobre la pila de casi 60 solicitudes de impeachment e incluso ha llegado a decir en un programa de televisión que no ve que Bolsonaro esté cometiendo ningún delito que justifique que se abra un proceso de destitución en el Congreso.

En el Supremo Tribunal Federal, Gilmar Mendes, el magistrado más vinculado a los partidos políticos de derecha y centroderecha, se pasó meses criticando duramente al Gobierno. Recientemente, incluso advirtió a los generales de Bolsonaro sobre el riesgo de que les alcanzaran las acusaciones de genocidio relacionadas con la actuación deliberadamente catastrófica del Gobierno ante la pandemia de la covid-19. Sin embargo, hace unos días firmó una orden judicial para que Fabrício Queiroz y su esposa, Márcia Aguiar, tuvieran derecho al arresto domiciliario, en lugar de tener que cumplir la prisión preventiva en la cárcel. Una decisión bastante inusual dada la trayectoria de la pareja: él se escondió durante meses y ella era prófuga.

¿Y los partidos de izquierda? No han logrado hacer una oposición efectiva hasta hoy. Mientras parte de la derecha se congracia con la extrema derecha bolsonarista, el Partido de los Trabajadores (PT) no consigue ponerse de acuerdo con la izquierda ni siquiera para presentar una candidatura conjunta en la ciudad de São Paulo para las próximas elecciones municipales. Con la amenaza de que el Renta Brasil reemplace el Bolsa Familia en la memoria de la población, los miembros del PT se mueven para estimular la memoria de la gente. Sin embargo, la realidad muestra que la falta de memoria es una cuestión de supervivencia para gran parte de la población. En un país donde unos ingresos de 600 reales al mes son para decenas de millones de personas los mayores que han tenido nunca en su vida, ¿qué se puede esperar? Viven como si no hubiera un mañana, porque hay muchas posibilidades de que no lo haya.

Si la derecha llega a un acuerdo con la extrema derecha, aunque sea momentáneo, Brasil vivirá una situación sin precedentes: en el peor Gobierno de la historia de la República, con cuatro denuncias por crímenes de lesa humanidad perpetrados por Bolsonaro en la Corte Penal Internacional y más de 110.000 muertos de la covid-19, no habrá oposición. Sí, porque los partidos de izquierda están ocupados peleándose entre ellos y haciendo oposición a sí mismos.

Cuando una parte significativa de la población aprueba a Bolsonaro y dice que no es culpable de los muertos de la covid-19, esa parte está haciendo la única política que conoce. Gracias a esta adhesión, Bolsonaro ha vislumbrado un camino hacia la reelección y, por primera vez, está considerando asegurar su popularidad distribuyendo renta a los más pobres. Precisamente él, que fue el único presidente de la redemocratización que no mencionó la reducción de la pobreza en el discurso de toma de posesión, está reconsiderando su posición. ¿Quién ha logrado esta hazaña? No ha sido la oposición ni la izquierda. De nuevo y por última vez, ¿quiénes son los burros y los mal informados?

Por supuesto, se trata de Bolsonaro. Si vislumbrara otra forma de garantizar la reelección, de salvar a su familia —y a sí mismo— de las investigaciones o de consumar el golpe de una manera más clásica, el Renta Brasil podría desaparecer del horizonte de posibilidades en un segundo. Asimismo, si le conviene, los nuevos amigos pueden volver a convertirse en enemigos en menos de 24 horas. De momento, sin embargo, sin ponerse de acuerdo entre sí, pero con la experiencia de los siglos, los que solo tienen hoy para vivir alaban al oligarca de turno, en este caso un capitán retirado al que le gustan las armas y las bombas, y lo absuelven de todos los pecados. Este escenario también puede cambiar de la noche a la mañana, si no se da continuidad a la ayuda de emergencia.

Lo más sorprendente del sondeo del Datafolha es precisamente el otro lado: que, en este Brasil precarizado y poblado de desesperados, el 52% de la población piensa que Bolsonaro tiene algo de culpa —la mayoría— o toda la culpa —una minoría— por los 100.000 muertos. Señal que las fuerzas emergentes de los Brasiles que continúan avanzando por las fisuras y los bordes se mueven —y mucho— por un país donde el futuro no sea solo para los ricos. Señal también que hay muchos entre los más pobres que, contra todas las estadísticas, se niegan a seguir reducidos al agotamiento de sus cuerpos y luchan ferozmente por la solidaridad, la responsabilidad colectiva y el derecho al futuro. Es una noticia increíble, que apunta a la resistencia.

Una cosa más: a los que llaman “ganado humano” a los bolsonaristas y también a los brasileños pobres, que en este momento aprueban a Bolsonaro, una advertencia. Los bueyes, cuando se les empuja brutalmente al matadero, sufren horrores, dan patadas, los ojos parecen salirse de las órbitas, se mean de terror. Intentan escapar desesperadamente.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro. Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.

Traducción de Meritxell Almarza

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_