Los reformistas cubanos y el partido único
Fuera de algunos mensajes previos y la sucesión en la jefatura del Partido Comunista de Cuba, el congreso fue otro espectáculo de reafirmación de fidelidad al sistema
Si algo distinguió al sistema político cubano dentro de la América Latina de la Guerra Fría fue su visión de Estado a largo plazo. Un partido comunista único, una economía planificada y un mundo al que integrarse, el bloque soviético, aseguraron aquella racionalidad institucional, sobre todo, a partir de los años setenta. Los tres primeros congresos del Partido Comunista de Cuba (PCC), en 1975, 1980 y 1985, fueron quinquenales y se ajustaron a un programa de desarrollo que daba por descontado el triunfo mundial del socialismo.
A partir del cuarto congreso en 1991, el contexto inmediato, marcado por la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, comenzó a dominar la agenda de los comunistas cubanos. Fidel Castro, un líder mejor dotado para las coyunturas que para las estructuras, no ocultó su incomodidad con las formalidades partidistas. Después del congreso de 1997, que confirmó el giro ideológico nacionalista de la posguerra fría, el PCC no volvió a celebrar otro cónclave hasta 2011, ya bajo el liderazgo de Raúl Castro.
Raúl regresó a los quinquenios y a la racionalidad de largo plazo. En 2011 se trazaron unos “lineamientos” y una “conceptualización”, cuyo mayor avance fue la liberación del trabajo por cuenta propia y el reconocimiento del sector no estatal como instrumento de la recuperación económica. Fue ese desplazamiento tímido o limitado a una economía mixta el que facilitó la negociación con el gobierno de Barack Obama, entre 2013 y 2014, que condujo al restablecimiento de relaciones con Estados Unidos y a la flexibilización del embargo.
Aquella apertura a la gestión no estatal, con sus efectos en la dilatación de la sociedad civil y la normalización diplomática, desataron una poderosa reacción en sectores conservadores del partido y el gobierno, encabezados por Fidel Castro, y alentados por sus aliados en el mundo, especialmente, desde la izquierda “bolivariana”. La reacción quedó plasmada, como nuevo golpe de timón coyuntural, en el séptimo congreso de 2016, con un Fidel convaleciente, que dejaba como herencia la lucha contra el reformismo. La contrarreforma se dirigió, fundamentalmente, contra Obama y la nueva sociedad civil cubana, pero encontró un aliado sorpresivo en Donald Trump.
Este octavo congreso del PCC, que ha verificado el retiro de Raúl Castro del máximo liderazgo del país, quiso presentarse como una vuelta a las tesis de 2011. En una reunión con los principales líderes del Estado —el Gobierno y el partido— previa al congreso, el presidente Miguel Díaz-Canel dijo que la gestión no estatal de la economía era un componente central de la estrategia de desarrollo del país y que no habría que esperar nuevas ofensivas ideológicas contra el trabajo por cuenta propia. También se anunciaron medidas a favor del mercado agropecuario y la producción privada de alimentos.
Pero el presidente Díaz-Canel, que en su lenguaje apela constantemente a dos palabras que resumen la ambivalencia —“coyuntura” y “continuidad”— dijo también, antes del congreso, que en Cuba “no había tiempo para el largo plazo”. Lo que quiere decir que, una vez más, la inmediatez rige la concepción y el trazado de políticas públicas en la isla.
¿Qué inmediatez? Sin duda, la determinada por una nueva Administración demócrata en Estados Unidos que, en contra de los pronósticos, no ha retomado la línea de la normalización diplomática. Una inmediatez relacionada con la diversificación política de América Latina, con el consiguiente debilitamiento del bloque bolivariano, además del repliegue geopolítico de potencias como China y Rusia. Una inmediatez ligada, también, a la agudización de la crisis económica, con una caída de -11% en el PIB, aumento de la escasez y el desabastecimiento, la pobreza y la desigualdad, repunte de la pandemia y mayor activismo de la juventud crítica y opositora.
Fuera de aquellos mensajes previos y la sucesión en la jefatura del partido único, el congreso fue otro espectáculo de reafirmación de fidelidad al sistema. Al sistema, no en su variante reformista sino en la modalidad ortodoxa e inmovilista en que históricamente lo ha entendido el partido. Para quienes desean la modernización y democratización de Cuba, desde posiciones socialistas, estos días dejan una sensación de déjà vu. Sienten que ese vaivén entre la débil promesa de cambio y el vehemente llamado al continuismo ya lo han vivido.
Lo que sí confirmó el octavo congreso fue el esquema de sucesión presidencial y renovación generacional de la cúpula establecido en la Constitución de 2019. Raúl Castro fue sustituido por el presidente Díaz-Canel en la máxima dirección partidista. En 2028 Díaz-Canel deberá ser sucedido, en la jefatura del Estado, por una o un dirigente menor de 60 años, pero permanecerá tres años más al frente del partido para controlar la siguiente sucesión presidencial.
Raúl se despidió con un discurso crítico de la política ideológica y los medios de comunicación, a los que cuestionó su triunfalismo y estridencia. Reiteró objeciones al paternalismo y el igualitarismo, celebró la ampliación del trabajo por cuenta propia a más de 2.000 categorías y el apoyo a la inversión extranjera directa, pero rechazó la privatización de empresas y del comercio exterior. Contra lo que esperaban los optimistas, el congreso no autorizó la vía china o vietnamita en la política económica del país.
El Partido Comunista de Cuba integra a unos 700.000 cubanos, en una población de más de 11 millones. De esa reducida base fueron electos solo 300 delegados, que aprobaron las principales directrices para las políticas públicas del país en los próximos cinco años. En ese déficit de representatividad radica el desencuentro esencial entre el reformismo cubano y el partido único.
Rafael Rojas es historiador.
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