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Tribuna
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Las Américas sin Trump

Un triunfo de Biden y Harris resituaría las relaciones del continente y restauraría el diálogo

Rafael Rojas
Simpatizantes de Joe Biden y Kamala Harris en Madison, Wisconsin, EE UU, el pasado 17 de octubre.
Simpatizantes de Joe Biden y Kamala Harris en Madison, Wisconsin, EE UU, el pasado 17 de octubre.BING GUAN (Reuters)

Nada está escrito en piedra, menos en tiempos tan inestables, pero la posibilidad de que Joe Biden y Kamala Harris lleguen a la Casa Blanca es cada vez mayor. No es recomendable abultar expectativas sobre un cambio de mando en la potencia global, ahora ni nunca, ya que puede alentar los peores desequilibrios. Aun así, vale la pena correr el riesgo e imaginar qué podría pasar en las relaciones interamericanas si Trump abandona el poder. La generalizada percepción de que esta presidencia ha sido desastrosa para la política exterior de EEUU anuncia un cambio. Desde el punto de vista global, el desplazamiento más previsible sería una recomposición paralela de las relaciones con China y Europa. Esa recomposición podría generar tensiones con Rusia, pero no regresaría al nivel de aspereza que hubo con Obama. La grave situación impuesta por la pandemia funciona como contención doméstica de las potencias, como se observa en Bielorrusia o en la guerra entre Azerbaiyán y Armenia. En América Latina, el fin de la era Trump supondría ajustes en la política migratoria y fronteriza, la erradicación del lenguaje antimexicano y la reformulación de la estrategia hacia Centroamérica y el Caribe, Venezuela y Cuba. Tan sólo algunos giros en esos frentes producirían un clima favorable a la reconstrucción de vínculos diplomáticos y comerciales en una región más dividida que nunca desde la caída del muro de Berlín.

Biden y Harris han propuesto revertir la separación de familias migrantes, el enjuiciamiento de menores y las redadas en centros de trabajo, escuelas, hospitales, iglesias y lugares de recreación y esparcimiento. También han llamado a levantar trabas a visas de ingreso y permisos de residencia y a restablecer el programa de los dreamers con leyes benéficas para inmigrantes radicados desde niños. El golpe de timón migratorio será positivo para la relación con Centroamérica, el Caribe y México. No verlo así, y asumir pasivamente el rol de policía fronterizo, mientras Trump alardeaba con el muro y reiteraba amenazas racistas y xenófobas, ha sido uno de los grandes errores de la política exterior del presidente López Obrador.

Un error que se inscribe en una apuesta diplomática mal diseñada, que consistió en fijar una única prioridad: llevarse bien con Trump. Esa focalización excesiva descuidó la relación con China, afectada por el rechazo al libre comercio de Washington, y, al mismo tiempo, pospuso el relanzamiento de vínculos con América Latina. La esperada proyección latinoamericana de México, al frente de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), no pasó de un entendimiento inicial con el Gobierno argentino de Alberto Fernández, plasmado en la posición común ante el golpe en Bolivia, pero enturbiado por la divergencia en torno al régimen de Nicolás Maduro. La (no) política de Trump, basada en un vínculo personalista y arbitrario con líderes derechistas como Jair Bolsonaro, Jeanine Áñez e Iván Duque, amplificó las tensiones. Como se vio en el caso venezolano, esa mezcla de racismo, aislacionismo y trato ideológico preferencial, lejos de crear un clima de interlocución dentro de la OEA, dividió aún más a los miembros. La oportunidad de los informes de Michelle Bachelet y la Misión Internacional Independiente se frustró por los ardides geopolíticos de Caracas y La Habana, y por la fobia a foros multilaterales y los constantes guiños de la Casa Blanca a soluciones golpistas e intervencionistas.

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Otro elemento de consenso hemisférico, la normalización diplomática con Cuba, también fue abandonado. La administración republicana regresó al viejo hábito de hacer promesas de mano dura contra el régimen, con el fin de cortejar el voto cubanoamericano en Florida. Esa regresión se reflejó, incluso, en los nexos con aliados tradicionales en Suramérica como Chile, Colombia o Panamá, que han ido perdiendo contenido y ganando en desconfianza.

En sectores de las élites económicas y políticas latinoamericanas existe la imagen distorsionada de que a la región le va mejor con administraciones republicanas. Esa percepción se afinca en lecturas estrictamente bilaterales del vínculo con EEUU que descuidan la perspectiva continental. Una revisión veloz del siglo XX arroja que las naciones latinoamericanas han avanzado más en su integración bajo Gobiernos demócratas que republicanos. Así fue durante el New Deal de Franklin D. Roosevelt y Harry Truman, en la segunda mitad de los setenta con Jimmy Carter, en los noventa con Bill Clinton y en el periodo de Obama.

Un traspaso del Gobierno de Estados Unidos a dos políticos profesionales, con una larga experiencia en relaciones internacionales, como Joe Biden y Kamala Harris, podría restaurar el diálogo diplomático a nivel hemisférico. Esa reconducción de los vínculos interamericanos en un momento tan crítico como el de la pospandemia, debería contribuir al fortalecimiento de los propios mecanismos diplomáticos latinoamericanos y caribeños, tan deteriorados en los últimos años.

Rafael Rojas es historiador.

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