Lecciones sueltas de Austerlitz
Sorprende lo mal que dejamos de pelear en la actualidad, la dificultad en tener empatía con el caído, en aceptar sus disculpas o matizarlas hasta inutilizarlas
No sé, porque nunca participé en una guerra ni hice de una disputa algo que terminase con vencedores y vencidos, si es humillante o no, pero uno de los capítulos que más me gustan de Guerra y paz es aquel en el que Napoleón, después de la batalla de Austerlitz, pasa revista a los prisioneros felicitándolos por su desempeño en el campo de batalla; mutilados, sangrientos o casi muertos, los rusos le agradecen el gesto y le muestran su admiración. No sé si es humillante porque entiendo que el mayor honor del soldado es caer muerto peleando, no que el enemigo termine pasándote la manita por la cara, y porque uno de los protagonistas del libro de Tolstói, el príncipe Andréi Bolkonski, para quien el genio militar corso es un héroe, lo ve de pronto mezquino y de pequeña ambición, quizá por creerse Andréi al borde de la muerte y parecerle las cosas más grandes de la vida, como Napoleón, pequeñas comparadas con el “alto cielo justo y bueno que veía”, mientras piensa en “el vacío de la grandeza, en el vacío mucho mayor de la muerte, del cual ningún ser viviente puede percibir ni explicarse el sentido”.
Tolstói fabula los diálogos de Napoleón Bonaparte con los derrotados, que se reconocen entre ellos de verse en las fiestas de la alta sociedad, los grandes salones de San Petersburgo, porque entonces quien no iba a la guerra se quedaba sin gloria no solo en la propia guerra, sino en la paz. “Su regimiento ha cumplido con su deber de un modo heroico”, le dice Napoleón a un jefe de escuadrón, que responde: “El que le parezca así a un gran hombre es una magnífica recompensa”. Y con un adolescente, hijo de un general, Napoleón bromea: “Joven, ha empezado a vérselas con nosotros. Llegará lejos”. Y así, como en tantas guerras de tantos lugares en tantos siglos, se producía muy de vez en cuando una escena que significaba no tanto la dignidad de los combatientes y el resto de humanidad que queda en el hombre tras vaciarla en el campo de batalla, como algo impresionante: ya terminó, todo acabó, no hay que pelear más; hora de descansar. Y poner punto final así al trastorno de la paz, que puede llegar a ser más tóxico, más odioso y más prolongado que el de la guerra.
No sé qué tal hombre del siglo XXI sería Napoleón, ni qué clase de polemista, ni cómo resolvería las disputas políticas de primer orden; es probable que, de aterrizar en este mundo, lo invadiría primero y alabaría la resistencia de los supervivientes después, dependiendo del Tolstói que le fuese a escribir las hazañas. Pero tengo la impresión de que se sorprendería de lo mal que dejamos de pelear en la actualidad, de la dificultad que se encuentra en tener empatía con el caído, en aceptar sus disculpas o matizarlas hasta inutilizarlas; de lo poco o nada que a veces nos apetece clausurar un rencor, una venganza o una carnicería. Eso, y la sensación de que el vacío de la grandeza ante la muerte de la que habla el príncipe Andréi es también, de alguna forma, el vacío en la grandeza de quien gana y no quiere dejar de hacerlo, de quien gana sin fijarse siquiera en quién ha perdido y sin reconocerle que su victoria es también debida a él y al viejo y desusado código de quienes pelean sabiendo que hay un final, y que en ese final lo único importante ya es la grandeza que puedas demostrar.
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