Todo está en Tolstói
‘Guerra y paz’, que la editorial Alba reedita ahora en una nueva traducción, representa la madurez del escritor ruso más influyente de la historia. Su complejo estilo es el mayor escollo para verterlo a otra lengua
“Durante los años de la guerra, la gente leía con avidez ‘Guerra y paz’ para justificar su propia actuación (no la de Tolstói, cuya actitud ante la vida nadie ponía en duda). Y el lector se decía: sí, claro está, mis apreciaciones son correctas. Está claro que es así. Aquel que tenía ánimos, leía con avidez ‘Guerra y paz’ en el sitio de Leningrado”
Así empieza el Diario del sitio de Leningrado, de Lidiya Ginzburg (Muchnik Editores, Barcelona, 2000, traducción de Belén Marín).
En general, la obra de León Tolstói sigue siendo un referente literario y moral para la mayoría de los lectores rusos.
Es probable que, si hablamos de los clásicos, muchos se inclinen por la belleza poética de Pushkin, valoren sobre todo la elegancia y sensibilidad de Turguénev, suspiren ante el romanticismo arrebatado de Lérmontov, o rían entre lágrimas de amargura ante la sátira de Gógol, que sientan debilidad por el mensaje espiritual de Dostoievski, o aprecien el laconismo narrativo de Chéjov, que estimen, en suma, las obras de otras muchas figuras que han dado calor y luz con sus textos a millones de lectores, pero, en mi opinión, nadie ha superado, al menos en la cultura rusa, el poderoso legado moral, social, histórico, y el impacto literario, estético y emocional, que nos ofrece el conde León Tolstói.
Y de entre su extensa obra destaca sobre todo Guerra y paz.
Es casi inabarcable la variedad de temas planteados en esta novela-epopeya. Y es que Guerra y paz representa el punto de madurez del proceso creador de Tolstói, cuya característica central desde sus primeros pasos, desde la trilogía Infancia, adolescencia y juventud, es el autoanálisis, la búsqueda de un eje moral, como se puede observar en los Diarios y la Correspondencia, traducidos y redactados por Selma Ancira para la editorial Acantilado.
Entre los grandes temas que preocupan al Tolstói recién casado, ya asentado, tras los excesos de su juventud, y padre que observa con nuevos ojos a sus antepasados, está el de reconstruir la historia que protagonizó la generación de sus padres. Pero además, embarcado en la colosal tarea, se plantea mil interrogantes a los que intentará dar respuesta: ¿qué es la historia?, ¿quiénes son los verdaderos sujetos de la historia? Y, sobre todo, ¿cómo escribirla, narrarla, hacerla llegar a sus contemporáneos? (Al tema de la libertad, de la verdad y sobre todo de lo que Tolstói entendía por historia le dedica un preciso ensayo Isaiah Berlin: El zorro y el erizo, incluido en Pensadores rusos [no escritores, subrayemos, sino pensadores], traducción de Juan José Utrilla, FCE, 1979).
Pero hay otros muchos aspectos de partida que impulsan la obra. Y aunque a ellos se refiere también el traductor Joaquín Fernández-Valdés en la detallada y recomendable introducción a su recentísima traducción para la editorial Alba, citemos tal vez aquel que constituye a mi entender uno de los núcleos del alma tolstoiana. El pequeño León, nacido en 1828, pierde a su madre, Maria Nikoláyevna Volkónskaya, a los dos años, y en 1837 muere su padre, Nikolái Ilich Tolstói. Y algunos estudiosos creen que el autor pretende suplir esta orfandad espiritual, esta falta de una autoridad moral en su infancia, con el autoanálisis, reflexión que impregna toda su obra. Pero será el momento en que es padre cuando descubre toda la profundidad de la pérdida, ausencia que intentará reconstruir en la novela a través de las cartas, diarios y recuerdos de sus familiares. Pues es fácil ver en las dos familias protagonistas de la novela —Rostov y Bolkonski— la referencia clara a sus dos ascendencias: Tolstói y Volkonski.
Tras la muerte del zar Nicolás I en 1855, retornan de su cautiverio siberiano los decembristas (a los que Tolstói dedicará un primer relato inacabado del mismo nombre). Los supervivientes de la rebelión de diciembre de 1825, es decir, los protagonistas del fracaso de la vía europea occidental de la Rusia zarista, entre los que se contaban algunos amigos de la familia, llevan al autor a esta fecha crucial en la historia de Rusia. Pero 1825 no se puede entender, nos viene a decir Tolstói, sin la invasión napoleónica de 1812, invasión que obliga al autor a remontarse a 1805, que será el primer título de la novela.
Sus frases inacabables y su estilo libre hasta lo caprichoso fluyen también en castellano gracias a la versión de Joaquín Fernández-Valdés
La vida de su generación y de su clase, el bien conocido abismo entre la vida cortesana y la del pueblo; la contienda, que lo llevará a visitar muchos años más tarde el escenario de la batalla de Borodinó, la victoria de las tropas napoleónicas, que de hecho se convirtió en el principio del final de esta desastrosa contienda… Podríamos añadir otros aspectos y episodios, pero creo que el lector descubrirá por sí mismo, gracias a la nueva y cuidada edición, esta lección de vida, este esfuerzo titánico de comprensión tanto del pasado como de sus mimbres, el misterioso mecanismo de los resortes que van encadenando la suerte de un pueblo, de una nación, de unos individuos, unos seres espléndidamente diseñados en sus detalles, a su vez particulares y arquetípicos…
Hemos hablado un poco del “qué” de la obra, pero no del “cómo”. También a ello se refiere el traductor, así como a la dificultad de trasladar a nuestra lengua un estilo complejo y libre hasta lo caprichoso.
Y no es solo el conocido “extrañamiento” tolstoiano, que permite al lector descubrir desde el interior del texto el carácter artificioso de nuestra cultura, o las machaconas repeticiones; es su malvado estilo narrativo: la construcción de frases inacabables que en ruso fluyen gracias al trabajo del autor y que el traductor debe restituir en la lengua de destino para que al menos no zozobremos en su lectura. Pues no será hasta Anna Karenina y tras la relectura de Pushkin, y sobre todo en el magnífico Jadzhi Murat, que el autor no se resigne a entregarse al poder de la sencillez de los hechos, la claridad de las palabras y la brevedad de la narración.
Pero hasta entonces dará rienda suelta a su talento en trasladar al tejido literario la complejidad de la vida narrada a través de diversas peripecias y personajes. A través del atolondrado y reflexivo Pierre Bezújov, el autor nos conduce por sus propios pensamientos, así como nos muestra su propia evolución espiritual y moral. Un discurso o un monólogo interior así no puede ser sencillo, y menos en la mente y la pluma de un conde que ha dedicado siete años de su vida en construir su obra. Andrei Bolkonski, además de ser un personaje recogido de su tiempo, es el arquetipo del noble, todo honor y deber. Y su lenguaje traduce el rigor de la misión de la vieja aristocracia.
En cada personaje, desde el sentencioso campesino Platón Karatáiev hasta la joven e ingenua Natasha Rostova, se dibuja su figura y su modo de pensar y expresarse. Ni el uso del francés, sobre todo, es gratuito. Pues la alta sociedad rusa se expresaba y en muchos casos pensaba en la lengua de Napoleón.
Recoger y trasladar estos matices es una tarea ardua y complicada que el traductor resuelve con maestría.
Así pues, tras las conocidas ediciones de Aguilar y Alianza, con traducciones de las hermanas Irene y Laura Andresco, la publicación de Planeta, en versión de José Laín y Francisco José Alcántara, y la mejorada redacción de esta última, realizada por Lydia Kúper publicada por el Taller de Mario Múchnik (entre otras versiones de la obra), celebremos la nueva traducción de Joaquín Fernández-Valdés que estos días aparece en la editorial Alba.
Ricardo San Vicente es profesor de literatura rusa en la Universidad de Barcelona, traductor de Tolstói, Chéjov y Svetlana Alexiévich y director de la edición de las obras completas de Dostoievski para Galaxia Gutenberg.
Guerra y paz
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