Fuentes de la belleza literaria
Nos cuenta la traductora de estos diarios, publicados ahora fragmentariamente, que las obras completas de Tolstói ocupan en la edición rusa 90 volúmenes, de los cuales 13 están reservados únicamente a diarios y cuadernos de notas. Si nos guiamos por la edición francesa de La Pléiade, estaríamos hablando de casi 5.000 páginas de apretada letra, de las cuales se traducen ahora 400, correspondientes a los años que van de 1847, cuando empieza a escribirlas, hasta 1894, prometiéndonos los editores españoles otras 400 que abarcarían desde 1895 hasta su muerte, en 1910.
Para Tolstói (Yasnaia Poliana, Rusia, 1828-Astapovo, Rusia, 1910), un diario es muchas cosas. Unas veces, el rincón de las confidencias más íntimas, personales o literarias; otras, la libreta ignaciana de la superación y del examen de conciencia, y otras, en fin, el laboratorio de las ideas. Pero nunca tribunal de cuentas ni esparcimiento. Lo confesó él mismo: 'La sátira no está en mi naturaleza'. En todo caso, cuando se queja, lo hace en la seguridad de que sus diarios estaban siendo espiados por los miembros de su familia, empezando por su mujer o su hija, que llevaban el suyo propio, y de que, en alguien como él, de tan pronta notoriedad literaria y política, iban a ser meticulosamente leídos y tenidos en cuenta. Lo cual, conviene aclarar, jamás influyó en la visión conmovedora que tenía de sí mismo, de los suyos y de todo lo demás: 'Es necesario explicar cada hecho histórico en términos humanos'. Y a eso se atuvo como ningún otro escritor.
En todo el proceso de creación, el autor ruso sólo tuvo esta máxima: 'La sencillez es la única cualidad que deseo alcanzar'
Esta última máxima tolstoiana nos explica sobradamente lo que ese hombre entendía por literatura y por vida. A menudo en una novela tendemos a juzgar una obra literaria, en tanto creemos hallar en los diarios o en las otras formas de la llamada literatura del yo sólo un poco de vida, pero ambas posturas son erróneas. Sólo en lo que tiene de vida, vale algo la literatura, y únicamente en lo que tiene de literatura, vale algo un diario, por encima de los hechos históricos.
Sabemos que en un determina-
do momento a Tolstói se le quedaron cortas sus novelas. 'La literatura no tiene importancia', dirá. Y pese a ello empezó a los 37, en un rapto alucinante que le duró cinco años, Guerra y paz; aborreció luego Ana Karenina y, ya viejo, culminó Resurrección sin demasiadas esperanzas. No fueron las tres únicas obras maestras que salieron de sus manos. En el camino quedaron decenas de relatos, algunos prodigiosos, como La muerte de Iván Ilich, La sonata a Kreutzer o Hadji Murat, así como miles de páginas religiosas, ensayísticas o de mero apostolado social. Wittgenstein, por ejemplo, confesó que el Catecismo de Tolstói le salvó la vida en un momento en que el filósofo pensaba quitársela. En todo el proceso de creación sólo tuvo el escritor ruso esta máxima: 'La sencillez es la única cualidad que deseo alcanzar'. Y si a eso añadimos lo que pensaba del alma humana y de la moral, estaría dicho casi todo. En sus propias palabras: 'No se puede no amar a la gente. Son todos, somos todos tan dignos de compasión. Tan terriblemente dignos de compasión...' y 'las mejores virtudes sin la bondad no valen nada; y los peores vicios con ella son perdonados'.
Creo que estos diarios podría leerlos todo el mundo y obtendría de ellos tantas enseñanzas y consuelo como de sus novelas, aunque, claro, no todo el mundo busca las mismas cosas en la literatura ni a todos les interesan los diarios. Hace un año y con ocasión de la reedición de Resurrección, un escritor, en labores de crítico, tildó esa novela de fallida y sin interés ninguno, lo cual le hacía pensar a uno en esa famosa sentencia de Kólescha, citada por el propio Tolstói, 'que dice que la crítica es cuando los tontos hablan de los inteligentes'.
Pero dejemos a un lado a Kólescha, dejemos también la sátira. Pensemos en lo mucho que se nos ha dado ahora en este libro: una lucha. ¿Contra quién? La de Tolstói contra sí mismo y la de Tolstói contra el mundo. En el primer caso no le duelen prendas al confesarnos sus principales defectos: vino, juego y mujeres; vanidad e ira. Los defectos del mundo no los reputa menos graves. Un hombre como él no hace distingo entre sí y el universo. Al mundo le pierde su ignorancia y la maldad de unos pocos contra la mayoría, a la que someten mediante esclavitud o guerra. Y en ese punto entra en juego la belleza, única cosa que podría hacerle a uno libre y pacífico, según ha creído a veces el hombre. Pero también la belleza, nos dirá, resulta insuficiente. Con frecuencia es incluso cómplice de esclavitud. Por eso se pasó Tolstói media vida tentado de dejar de escribir y llevar sus ideas un poco más allá. Empezó sacándose él mismo la vacinilla cada mañana, continuó aprendiendo el oficio de zapatero y él, que hablaba inglés, alemán, francés y podía leer en griego y en hebreo y que estaba al día de todo lo que se publicaba en Europa o en América en todas estas lenguas, quiso dejarlo todo, renunció a sus derechos de autor y trató de partir lejos a predicar con el ejemplo. Lo dice también en estas páginas: 'Ladrón no es aquel que ha tomado algo que necesita, sino aquel que retiene, sin darlo a los demás, lo que para él no es necesario y para los otros es indispensable', frase que, como puede comprobarse, sigue vigente en un momento en que todavía se habla entre nosotros de 'barrer a los pequeños delincuentes'.
Sí, en pocas obras encontraremos más cerca la verdad de la belleza, y la belleza de la justicia. La posteridad a menudo ha juzgado a Tolstói con cierta suficiencia, como si hubiese sido un ingenuo o un charlatán, pero un hombre que como él siempre dice la verdad no puede ser un charlatán.
Nunca habría querido ser uno tan persuasivo como en estas líneas y animarles a que lean los diarios de ese hombre que luchó para ser mejor con lo único que un escritor puede hacerlo: la fe en el hombre, más que en la literatura, la fe en el espíritu, más que en las obras, aunque esa fe sólo pueda llevarla a efecto uno con pobre e insuficiente literatura, con pobres libros. Los suyos, por lo demás, son bellísimos y sin tacha, y si no podemos conocer nada de lo que existe, con palabras como las suyas podemos conocer con certeza lo que debería existir.
Borrador de una novela
UNA DE LAS COSAS más tontas es mentirse en un diario. Pero nadie ha dicho que en un diario haya que decir toda la verdad. Con todo, en Yasnaia Poliana, la casa donde vivió la numerosa familia Tolstói, era ése el arriesgado juego que se practicaba. Tolstói llevaba ya un diario cuando se casó y al poco empezó a llevar otro más íntimo, por temor a que el primero cayera en manos de su mujer, con quien por otro lado vivió una de las historias de amor más turbulento y ambiguo que se conozcan. 'Me parece, estoy seguro, que pronto no tendré secretos para uno solo, sino secretos para dos: ella lo leerá todo', escribió, alarmado, poco antes de casarse. Y acertó. En vista de lo cual decidió dejar de vez en cuando algunos mensajes: 'Seriozha [mi hijo] es insoportablemente terco. El mismo espíritu castrado de la madre. Si alguna vez leen esto ustedes dos, perdónenme, pero esto me hace un daño terrible'. Sofía, su mujer, también habla con amargura en sus propios diarios de la que considera terquedad no menos egoísta de su marido. Poco antes de que Tolstói partiera hacia la estación de Astapovo a reunirse con su muerte, Sofía escribió con enorme tristeza: 'No creo que pueda retenerlo'. Y también los hijos escribieron sus propios diarios. En un momento determinado se habría dicho que en aquella casa todos hablaban mal de todos, y todos llevaban razón. Cuando Tolstói indiscretea en el diario de su mujer ('estuve hojeando su diario: una velada rabia contra mí se desprende de sus palabras de ternura'), quizá después de una de esas tremolinas caseras, nos acordamos de esa anotación sobre ella: 'Padece una grave enfermedad mental y está obsesionada con quedar embarazada'. Teniendo en cuenta que la embarazó 13 veces, la preocupación de ella resulta razonable. Pero no nos quedemos en estas frágiles relaciones, porque lo que en aquella casa se solventaba era también algo más que literatura: todos trataban de amarse de veras, de ser libres, de acomodarse a la situación de tener que vivir con alguien a quien se consideraba un genio y al que venían a ver en peregrinación de todo el mundo. Si su vida era lujosa, hecha de caballos caros y lawn tennis, la desdicha tampoco dejó de lado a ninguno de ellos, y Tolstói, que nunca fue un escritor de imaginación, habría podido escribir sobre su familia y sobre sí mismo una portentosa novela, de la que sus diarios vendrían a ser este borrador siempre conmovedor y fidedigno, pues quien tiene una verdad, como él, es ya verdaderamente pobre. Como él quiso serlo.
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