La unidad del Gobierno
Hay una regla constitucional, olvidada pero eficaz, que exige del Ejecutivo actuar con una sola voz. No quiere decir que sus miembros tengan que estar de acuerdo, significa que están obligados a defender una posición
El sainete de las últimas semanas en torno a mociones de censura, disoluciones y salidas del Gobierno podría, quizás, explicarse desde la lógica del gobierno parlamentario descrito en las viejas convenciones británicas.
Las convenciones constitucionales son un mecanismo típicamente británico. La ausencia en el Reino Unido de una Constitución escrita hizo necesaria la adopción de prácticas y costumbres capaces de regular sus instituciones más importantes. Son prácticas obligatorias. No porque su infracción implique sanción jurídica, sino porque no respetarlas atrae consecuencias políticas muy negativas sobre el infractor y su partido. Existe, pues, un fuerte y eficaz incentivo para acatarlas. Se convierten así, las palabras son de sir Ivor Jennings, en “la carne que rodea el seco hueso de la norma”. Una guía de comportamiento que va más allá de las reglas constitucionales mínimas.
Una de las convenciones constitucionales más antiguas e importantes del parlamentarismo británico es la responsabilidad colectiva del Gobierno.
La ausencia de una continuidad histórica en una normalidad constitucional mínima durante los siglos XIX y XX ha hecho imposible la aparición de estas convenciones en España. Nos hemos de conformar con el “seco hueso de la norma”. En nuestro caso, el artículo 108 de la Constitución que ordena al Gobierno responder “solidariamente” ante el Congreso de los Diputados. Se trata, pues, no de una práctica sostenida en el tiempo, sino de una obligación constitucional. Obligación que viene a significar lo mismo que en el sistema británico y se asocia al cumplimiento de tres reglas básicas. La primera es la regla de la confianza. Implica que el Gobierno sigue en su puesto mientras mantiene, a través de su presidente, el apoyo del Congreso. Cuando lo pierde, cae como un solo bloque. Bien mediante su dimisión (con o sin disolución del Parlamento), bien por su sustitución por un nuevo Gobierno que goza de una confianza diferente a través de la moción de censura. La segunda regla es la de la confidencialidad. En el Ejecutivo es indispensable la máxima confianza en las discusiones internas. Solo así podrán expresarse sus miembros de manera totalmente libre. Ningún ministro defenderá políticas que considere necesarias, pero impopulares, si tiene la expectativa de que sus posiciones serán conocidas más allá de las paredes del Consejo de Ministros. Indudablemente, sería muy difícil mantener ante los ciudadanos el prestigio de quien defendió una posición diferente de la finalmente acordada por el Consejo de Ministros. De ahí que, al jurar sus cargos, se les recuerde su obligación de mantener el secreto de sus deliberaciones. Una vez adoptada la decisión entra en juego la tercera regla: la de la unidad gubernamental.
Esta regla exige del Gobierno actuar con una sola voz. No significa que todos los miembros del mismo estén de acuerdo. Significa que una vez el Gobierno tiene una posición, ninguno de sus miembros puede apartarse de la misma y ha de defenderla en público incluso aunque en su fuero interno no la comparta. Esta regla cubre necesidades prácticas de enorme importancia en un sistema parlamentario. Especialmente cuando el Gobierno es el resultado de una coalición de varios partidos diferentes, pues en los casos de Ejecutivos monocolores la unidad está garantizada por la disciplina partitocrática bajo el eterno lema “el que se mueve, no sale en la foto”.
La unidad presenta ante los ciudadanos a un grupo de personas que más allá de sus diferencias personales e ideológicas trabajan juntas en la búsqueda del bien común. Con ello, en segundo lugar, evita situaciones que les mostrarían como incapaces de ponerse de acuerdo y, por tanto, incompetentes, cuando no indignos, para gobernar. Además, la unidad muestra coherencia en el funcionamiento del Ejecutivo y evita cambios de criterio en función de la voz que exprese la posición gubernamental. Pero quizás la más importante de sus funciones sea la creación de una unidad de imputación de la política gubernamental. La plena identificación de quién es el sujeto, en este caso colectivo, responsable de las decisiones políticas. La responsabilidad, apuntó John Stuart Mill, requiere un único sujeto o ente al que “alabar o culpar” por las decisiones. Cuando hay más de uno, la responsabilidad se diluye y al final se evade la obligación de explicar las razones y asumir los costes de las decisiones adoptadas.
La experiencia en el Gobierno, español y autonómicos, no muestra un excesivo respeto por esta regla constitucional. Al infringirla, no solo se pone en riesgo al Ejecutivo, sino el prestigio personal del sujeto desleal y el de su partido. Además, arriesga la eficacia y legitimidad de todo el sistema parlamentario asentado en la idea de que el Ejecutivo, como un único sujeto, rinde cuentas ante el Parlamento como órgano de representación ciudadana. Defraudar la obligación de responder debería tener el coste impuesto en sistemas parlamentarios más experimentados.
La responsabilidad de garantizar la regla de la unidad es compartida. Corresponde a la jefatura del Ejecutivo, que puede destituir a sus miembros o a todo el Gobierno mediante la disolución del Parlamento. Pero también a cada uno de sus ministros. Estos deberían tener presente la fórmula acuñada por Jean-Pierre Chevènement subrayada por Octavi Martí hace más de 20 años (el 1 de agosto de 2000) en EL PAÍS: cuando un ministro no comparte la posición del Gobierno, “o cierra su bocaza o dimite”.
De esta forma, si un Gobierno, como el autonómico en Murcia, pierde el apoyo de la mayoría parlamentaria porque se rompe su unidad interna, solo cabe dimisión o disolución de las Cámaras o formación de mayoría alternativa. En Murcia las mayorías medirán sus fuerzas en la votación de censura. Sea cual sea el resultado de esta, habrá un Gobierno que gozará del apoyo de la Cámara y que, se supone, será unitario en la defensa de sus políticas.
La disolución de la Asamblea de Madrid también se acuerda aparentemente ante el temor de la ruptura de la unidad del Gobierno y de su mayoría. Esta es una facultad clave de todo jefe de un Ejecutivo, porque permite mantener la disciplina bajo la amenaza de apelar a unas elecciones que originarán las nuevas e imprevisibles mayorías. Presentar mociones de censura posteriores aparece como un fraude a la lógica de nuestro parlamentarismo al limitar, sin mayoría alternativa, una herramienta básica de una jefa del Ejecutivo para garantizar la unidad y confianza en su propio Gobierno. El seco hueso de la norma actuó mediante una decisión de un tribunal que prioriza el acuerdo de disolución a la presentación de la moción de censura.
En último lugar, no conviene olvidar que es una forma de dimisión la anunciada candidatura del vicepresidente del Gobierno (tan frecuentemente crítico con sus propios colegas) a la presidencia de la Comunidad de Madrid. Se cumpliría, así, la inexorable regla Chevènement. Si un miembro del Gobierno no es capaz de defender en público sus posiciones, o se calla o dimite. Aunque esa dimisión se produzca enmascarada en unas elecciones autonómicas.
Las convenciones, a su manera hispánica, han sido eficaces y han funcionado con la lógica del parlamentarismo. Pero las formas utilizadas resultan deplorables. Ser responsable significa, antes que nada, “responder”. Y nadie, en estos procesos, parece haber explicado de verdad las razones de sus actos.
Rafael Bustos Gisbert es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.
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